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– Convóquelo para mañana a primera hora. ¿Ha preguntado por Léo?

– No ha salido del coma. El doctor Merlán cuenta con que se reabsorba el hematoma interno.

– ¿Cuenta con ello realmente?

– No, capitán. Realmente no.

– ¿Ha acabado de cenar, Blériot?

– Sí, capitán.

– Entonces pase a verme dentro de media hora.

Émeri tiró el teléfono sobre el mantel blanco y volvió a sentarse, sombrío, delante de su plato. Tenía con el cabo Blériot una relación paradójica. Lo despreciaba, no concedía ningún interés a sus opiniones. Blériot no era más que un cabo gordo, sumiso e inculto. Pero al mismo tiempo, su temperamento fácil -infelizote, pensaba Émeri-, su paciencia, que podía confundirse con necedad, y su discreción lo convertían en confidente útil y sin riesgo. Alternativamente, Émeri lo dirigía como a un perro o lo trataba como a un amigo, un amigo especialmente encargado de escucharlo, de reconfortarlo y de animarlo. Trabajaba con él desde hacía seis años.

– La cosa está fatal, Blériot -dijo al abrir la puerta al cabo.

– ¿Lo dice por Léone? -preguntó el cabo sentándose en la silla Imperio que usaba de costumbre.

– Lo digo por nosotros. Por mí. He jodido todo el principio de la investigación.

Dado que el mariscal Davout era célebre por su lenguaje grosero, supuestamente heredado de los años revolucionarios, Émeri no tomaba precauciones para cuidar su vocabulario.

– Si Léo ha sido agredida, Blériot, es que Herbier ha sido efectivamente asesinado.

– ¿Por qué relaciona ambos hechos, capitán?

– Todo el mundo lo hace. Piensa un poco.

– ¿Qué dice todo el mundo?

– Que Léo sabía mucho acerca de la muerte de Herbier, puesto que Léo sabe siempre mucho acerca de todos.

– Léone no es una cotilla.

– Pero es una inteligencia, es una memoria. Desgraciadamente, no me dijo nada. Eso podría haberle salvado la vida.

Émeri abrió la bombonera, llena de regalices, y la empujó hacia Blériot.

– Las vamos a pasar canutas, cabo. Un tipo que estrella a una anciana contra el suelo no es algo que haya que tomarse a la ligera. Es un salvaje, un demonio que llevo días dejando correr por ahí. ¿Qué más dicen en la ciudad?

– Ya se lo he dicho, capitán, no lo sé.

– No es verdad, Blériot. ¿Qué dicen sobre mí? Que no he hecho correctamente mi trabajo, ¿no es así?

– Ya pasará. La gente habla, y luego se olvida.

– No, Blériot. Porque tienen razón. Hace once días que desapareció Herbier, hace nueve días que me alertaron. Decidí no hacer caso porque pensé que los Vendermot querían tenderme una trampa. Tú lo sabes. Me protegí. Y cuando fue encontrado el cuerpo, decidí que se había suicidado porque me venía bien. Me obstiné con eso como un toro, y no moví un dedo. Si dicen que soy responsable de la muerte de Léo, tendrán razón. Cuando el asesinato de Herbier todavía estaba fresco, teníamos posibilidades de seguir la pista.

– No podíamos imaginarlo.

– Tú no. Yo sí. Y ya no queda un solo indicio que recoger. Siempre es lo mismo. De tanto protegerse uno, acaba fragilizándose. No lo olvides.

Émeri ofreció un cigarrillo al cabo, y ambos fumaron en silencio.

– ¿Por qué es tan grave, capitán? ¿Qué puede pasar?

– Una inspección general de la gendarmería, ni más ni menos.

– ¿Contra usted?

– Claro. Tú no corres ningún peligro, no eres responsable.

– Pida ayuda, capitán. No se aplaude con una sola mano.

– ¿A quién?

– Al conde. Su influencia puede llegar a la capital. Y a la inspección general.

– Saca las cartas, Blériot, vamos a echar una o dos partidas, nos sentará bien.

Blériot repartió las cartas con esa pesadez que ponía en todos sus gestos, y Émeri se sintió un poco reconfortado.

– El conde tiene mucho afecto a Léo -objetó Émeri desplegando su juego.

– Dicen que no ha tenido otro amor.

– Podría pensar que soy el responsable de lo que le ha pasado. Y en consecuencia, mandarme al demonio.

– No pronuncie ese nombre, capitán.

– ¿Por qué? -preguntó Émeri con una risita breve- ¿Crees que el demonio está en Ordebec?

– De todos modos. Ha pasado por aquí el señor Hellequin.

– Crees en eso, mi pobre Blériot.

– Nunca se sabe, capitán.

Émeri sonrió y echó una carta en la mesa. Blériot la cubrió con un 8.

– No te estás fijando en el juego.

– Es verdad, capitán.

Capítulo 13

– Comisario -volvió a suplicar Mo.

– Cállate -interrumpió Adamsberg-, Tienes la soga al cuello y no te queda mucho tiempo.

– No mato a nadie, no mato nada, sólo las cucarachas de casa.

– Que te calles, joder -repitió Adamsberg dirigiéndole un gesto imperioso.

Mo se calló, sorprendido. Algo acababa de cambiar en el comisario.

– Eso está mejor -dijo Adamsberg-, No estoy de humor para dejar que corran en libertad los asesinos.

La imagen de Léo pasó ante sus ojos, desencadenando un picor en la nuca. Se pasó la mano por el cuello y envió la bola al suelo. Mo lo observó con la impresión de que había atrapado un escarabajo invisible. Instintivamente, hizo lo mismo, comprobando su nuca.

– ¿Tú también tienes una bola? -preguntó Adamsberg.

– ¿Una bola de qué?

– De electricidad. La tendrías por menos.

Mo sacudió la cabeza sin comprender.

– En tu caso, Mo, tenemos un asesino cínico, calculador y muy poderoso. Lo contrario del pirado compulsivo y feroz que ataca en Ordebec.

– No conozco -musitó Mo.

– No importa. Alguien ha liquidado a Antoine Clermont- Brasseur. No voy a explicarte por qué el viejo financiero estaba volviéndose molesto, no tenemos tiempo y no es tu problema. Lo que debes saber es que tú vas a pagar el pato. Así está previsto desde el inicio de la operación. Serás puesto en libertad por buena conducta dentro de veintidós años, siempre y cuando no incendies la celda.

– ¿Veintidós años?

– Ha muerto un Clermont-Brasseur, no el dueño de un bareto. La justicia no es ciega.

– Pero, si usted sabe que no fui yo, puede decírselo, y así no iré al talego.

– Eso guárdalo para tus sueños, Mo. El clan Clermont-Brasseur nunca dejará que uno de los suyos sea sospechoso. Ni siquiera son accesibles para un simple interrogatorio. Y sea lo que sea lo sucedido esa noche, nuestros dirigentes protegerán al clan. Decirte que no das la talla, ni yo, es decir poco. No eres nadie, ellos lo son todo. Podemos formularlo así. Y te han elegido a ti.

– No hay pruebas -susurró Mo-. No puedo ser condenado sin pruebas.

– Por supuesto que sí, Mo. Deja ya de hacernos perder el tiempo. Puedo proponerte dos años de prisión en vez de veintidós. ¿Te interesa?

– ¿Cómo?

– Te largas de aquí y te escondes. Pero, como comprenderás, si no te encuentran aquí mañana, tendré que dar alguna explicación.

– Sí.

– Habrás cogido el arma y el móvil de Mercadet, el teniente que lleva raya al lado y tiene las manos muy pequeñas, durante su sueño en la sala de interrogatorio. Siempre se queda dormido.

– Pero no se ha quedado dormido, comisario.

– No discutas. Se ha quedado dormido, le has cogido el arma y el teléfono, los has metido en tu pantalón, lado culo. Mercadet no se ha dado cuenta de nada.

– ¿Y si jura que sigue teniendo el arma encima?

– Se equivocará, porque se la voy a coger, igual que su teléfono. Con ese teléfono, habrás pedido a uno de tus cómplices que te espere fuera. Me habrás apuntado a la nuca con el arma, me habrás obligado a quitarte las esposas y a ponérmelas yo. Y.1 abrirte luego la puerta trasera de la comisaría. Escúchame bien. Fuera, hay dos vigilantes, uno a cada lado de la puerta. Saldrás apuntándome con dureza. Con suficiente dureza para que no traten de intervenir. ¿Sabrás hacerlo?