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– Puede.

– Bien. Les diré que no se muevan. Debes tener una pinta muy decidida, de estar dispuesto a todo. ¿Estamos de acuerdo?

– ¿Y si no parezco suficientemente decidido?

– Entonces te juegas la vida. Arréglatelas. En la esquina hay una señal, un prohibido aparcar. Allí giras a la derecha, me golpeas en la barbilla, caigo al suelo. Entonces sales corriendo, todo recto. Verás un coche aparcado encender los faros, delante de una carnicería, a unos treinta metros de allí. Tiras la pistola y te metes dentro.

– ¿Y el móvil?

– Lo dejas aquí. Ya me ocuparé de destruirlo.

Mo miraba a Adamsberg alzando los pesados párpados, anonadado.

– ¿Por qué lo hace? Dirán que no es usted capaz ni de hacer frente a un quinqui barriobajero.

– Lo que digan de mí es asunto mío.

– Sospecharán de usted.

– Si haces bien tu papel, no.

– ¿No es una trampa?

– Dos años de prisión, ocho meses si te portas bien. Si logro llegar hasta el verdadero asesino, de todos modos tendrás que responder por una agresión a mano armada a un comisario y por fuga. Dos años. No puedo ofrecerte nada mejor. ¿Te interesa?

– Sí -susurró Mo.

– Ojo, porque es posible que eleven un muro defensivo tan alto que yo nunca logre atrapar al asesino. En ese caso, tendrás que irte lejos, cruzar el charco.

Adamsberg consultó el reloj. Si Mercadet se había mostrado fiel a su ciclo, tenía que estar dormido. Adamsberg abrió la puerta y llamó a Estalére.

– Vigílamelo, ahora vuelvo.

– ¿Ha dicho algo?

– Casi. Cuento contigo, no le quites los ojos de encima.

Estalére sonrió. Le gustaba cuando Adamsberg hablaba de sus ojos. Un día, el comisario había afirmado que tenía unos ojos excelentes, que lo veía todo.

Adamsberg se deslizó sin ruido hasta el piso de arriba, acordándose de saltarse el noveno peldaño, con el que todo el mundo tropezaba. Lamarre y Morel estaban de guardia en recepción, había que evitar alertarlos. En la sala de la máquina de bebidas, Mercadet estaba en su puesto, dormido en las colchonetas, tapado con el gato, que estaba tumbado encima de las pantorrillas. El teniente se había desabrochado complacientemente la pistolera, y el arma estaba al alcance de la mano. Adamsberg rascó la cabeza al gato y levantó el Magnum sin hacer ruido. Obró con más minucia para extraer el móvil del bolsillo del pantalón. Dos minutos después, decía a Estalére que podía irse y volvía a encerrarse con Mo.

– ¿Dónde voy a esconderme? -preguntó Mo.

– En un lugar adonde la policía nunca irá a buscarte. Es decir en casa de un policía.

– ¿Dónde?

– En mi casa.

– Joder -dijo Mo.

– Es lo que hay, se hace lo que se puede. No he tenido tiempo para organizarme.

Adamsberg mandó un mensaje rápido a Zerk, que respondió que Hellebaud había desplegado las alas, que ya podía volar.

– Es la hora -dijo Adamsberg levantándose.

Con las esposas en las muñecas, estrujado por Mo, que le apoyaba el cañón en el cuello, Adamsberg abrió las dos rejas que daban al gran patio que servía de parking de la Brigada. Al aproximarse al porche, Mo puso una mano en el hombro de Adamsberg.

– Comisario, no sé qué decir.

– Guarda eso para más adelante, concéntrate.

– Pondré su nombre al primer hijo que tenga, lo juro ante Dios.

Avanza, maldita sea. Avanza con dureza.

– Comisario, solo una cosa más.

– ¿Tu yoyó?

– No, mi madre.

– La avisaremos.

Capítulo 14

Danglard había acabado de lavar los platos de la cena y se había tumbado en el viejo sofá marrón, con un vaso de vino blanco a mano, mientras los niños acababan de hacer los deberes. Cinco niños que iban creciendo, cinco niños que acabarían yéndose, y mejor no pensar en ello esa noche. El más pequeño, que no era suyo y que le ofrecía constantemente el enigma de sus ojos azules venidos de otro padre, era el único que seguía siendo pueril, y Danglard lo mantenía en ese estadio. No había logrado ocultar su desazón durante la velada, y el mayor de los gemelos le había preguntado con insistencia qué le pasaba. Poco resistente, Danglard le había contado la escena que lo había enfrentado al comisario, el tono desabrido de Adamsberg y cómo éste rodaba por la pendiente de la mediocridad. Su hijo había hecho una mueca dubitativa, seguido de su hermano, y esa doble mueca permanecía en la mente apenada del comandante.

Oía a una de sus gemelas revisar la lección sobre Voltaire, el hombre que ríe con sorna de quienes se ven engullidos por la ilusión y la mentira. Se incorporó de repente, apoyado en un brazo. Una puesta en escena, a eso había asistido. Una mentira, una ilusión. Sintió su mente rodar a más velocidad, es decir, volver a los raíles de la exactitud. Se levantó y empujó el vaso. Si no se equivocaba, Adamsberg lo necesitaba, ahora.

Veinte minutos después, entró resoplando en la Brigada. Nada insólito, el equipo de noche dormitaba bajo los ventiladores todavía en funcionamiento. Pasó rápidamente por el despacho de Adamsberg, encontró las rejas abiertas y corrió, en la medida de sus posibilidades, hasta la salida trasera. En la calle oscura, los dos vigilantes traían al comisario. Adamsberg parecía aturdido, apoyándose en los hombros de los cabos para avanzar. Danglard los relevó inmediatamente.

– Alcanzad a ese hijo de puta -ordenó Adamsberg a los cabos-. Creo que habrá huido en coche. Les envío refuerzos.

Danglard sostuvo a Adamsberg hasta el despacho sin decir una palabra, cerró las dos rejas. El comisario se negó a sentarse y se dejó caer al suelo, entre las dos cuernas de ciervo, con la cabeza contra la pared.

– ¿Un médico? -preguntó Danglard con sequedad.

Adamsberg negó con la cabeza.

– Entonces un poco de agua. Es lo que hay que dar a los heridos.

Danglard alertó a los refuerzos, dio orden de vigilancia territorial máxima, carreteras, estaciones, aeropuertos, y volvió con un vaso de agua, otro vacío y su botella de vino blanco.

– ¿Cómo ha podido con usted? -preguntó pasándole el vaso y descorchando la botella.

– Había cogido la pistola a Mercadet. No pude hacer nada -dijo Adamsberg vaciando su vaso y tendiéndolo de nuevo a Danglard, esta vez señalando la botella.

– El vino no es aconsejable en su caso.

– Tampoco en el suyo, Danglard.

– En resumidas cuentas, le han engañado como a un novato.

– En resumidas cuentas, sí.

Uno de los vigilantes llamó a la puerta y entró sin esperar. Sujetándolo por el gatillo con el meñique, tendía un Magnum al comisario.

– Estaba en el borde de la calzada -dijo.

– ¿No han encontrado un teléfono?

– No, comisario. Según el carnicero, que estaba haciendo las cuentas, un coche arrancó de repente cinco minutos después de haberse aparcado delante de su tienda. Se había subido un hombre.

– Mo -suspiró Danglard.

– Sí -confirmó el vigilante-. La descripción concuerda.

– ¿No vio el número de la matrícula? -preguntó Adamsberg sin dejar traslucirse la menor tensión.

– No, no salió de la carnicería. ¿Qué hacemos?