– Un informe. Hacemos un informe. Esa es siempre la respuesta correcta.
La puerta se cerró, y Danglard sirvió medio vaso de vino blanco al comisario.
– En su estado de shock -dijo con aire afectado-, no puedo servirle más.
Adamsberg se palpó el bolsillo de la camisa y sacó un cigarrillo torcido, robado a Zerk. Lo encendió lentamente, tratando de evitar la mirada de Danglard, que parecía querer adentrarse en su cabeza como un tornillo muy fino y muy largo. ¿Qué demonios hacía allí Danglard a esas horas? Mo le había hecho daño de verdad al golpearlo, se frotó la barbilla dolorida y sin duda enrojecida. Muy bien. Sintió un rasguño y algo de sangre bajo sus dedos. Perfecto, todo iba bien. Salvo por Danglard y su largo tornillo, y eso es lo que había temido. Las ignorancias del comandante nunca duraban mucho.
– Cuéntemelo -dijo Danglard.
– Nada. Se volvió loco y me apuntó con el arma al cuello; no pude hacer nada. Se alejó por la calle perpendicular.
– ¿Cómo habrá podido avisar a un cómplice?
– Con el teléfono de Mercadet. Escribió un sms delante de mí. ¿Cómo vamos a hacer con el informe? Para no decir que Mercadet estaba durmiendo.
– Cierto, ¿qué vamos a hacer con el informe? -repitió Danglard articulando mucho.
– Modificaremos el horario. Escribiremos que Mo estaba todavía en la sala de interrogatorio a las nueve de la noche. Que un agente eche una cabezada en horas extras no será considerado grave. Pienso que los colegas serán solidarios.
– ¿Con quién? -preguntó Danglard-, ¿Con Mercadet o con usted?
– ¿Qué quería que hiciera, Danglard? ¿Que me dejara agujerear el pellejo?
– Vamos, ¿tan peligroso fue?
– Tan peligroso fue, sí. Mo se volvió loco.
– Ya, claro -dijo Danglard tomando un sorbo.
Y Adamsberg leyó su fracaso en la mirada demasiado clarividente de su adjunto.
– De acuerdo -dijo.
– De acuerdo -confirmó Danglard.
– Pero demasiado tarde. Llega usted tarde, y la suerte está echada. Temía que lo entendiera antes. Ha tardado mucho -añadió con decepción.
– Es verdad. Me ha toreado durante horas.
– Justo lo que yo necesitaba.
– Está usted pirado, Adamsberg.
Este tomó un trago de su medio vaso e hizo rodar el vino de una mejilla a la otra.
– No me molesta -dijo después de tragar.
– Y me arrastra en su caída.
– No. Usted no tenía por qué entenderlo. Incluso tiene todavía la oportunidad de ser un imbécil. Usted decide, comandante. Salga, o quédese.
– Me quedo si tiene un elemento que darme a su favor. Otra cosa que no sea su mirada.
– De eso nada. Si se queda, es sin condiciones.
– ¿Si no?
– Si no, la vida no tiene mucho interés.
Danglard reprimió un impulso de rebelión y apretó el vaso con los dedos. Ira mucho menos dolorosa, recordó, que cuando creyó que Adamsberg se había caído de sus nubes. Se tomó su tiempo para pensar en silencio. Por quedar bien, y lo sabía.
– Bien -dijo.
La palabra más breve que había encontrado para expresar su rendición.
– ¿Recuerda las zapatillas de basket? -preguntó Adamsberg-. ¿Y los cordones?
– Son del número que calza Mo. ¿Y qué?
– Me refiero a los cordones, Danglard. Las puntas están empapadas en gasolina, varios centímetros por lo menos.
– ¿Y?
– Son zapatillas hechas para jóvenes, con cordones especialmente largos.
– Lo sé. Mis hijos tienen las mismas.
– ¿Y cómo se las atan sus hijos? Piénselo, Danglard.
– Cruzándoselos detrás de los tobillos y anudándolos delante.
– Eso es. Hubo una moda de los cordones desatados, y ahora está la de los cordones muy largos cruzados por detrás y anudados por delante. De modo que los cordones no llegan al suelo. Salvo si quien se ha puesto esas zapatillas es un viejo desfasado que no sabe cómo se atan.
– Joder.
– Sí. El viejo desfasado, digamos que de entre cincuenta y sesenta años, digamos que uno de los hijos de Clermont-Brasseur, compró esas zapatillas de joven. Y se ató los cordones por delante, como se hacía en sus tiempos. Y las puntas, que llevaba arrastrando por el suelo, se mojaron de gasolina. Pedí a Mo que se las pusiera. ¿Lo recuerda?
– Sí.
– Y anudó los cordones a su manera, cruzándolos por detrás y atándolos por delante. Si Mo hubiera incendiado el coche, tendría gasolina en las suelas, pero no en las puntas de los cordones.
Danglard se llenó el vaso que acababa de vaciar.
– ¿Ese es el elemento?
– Sí, y vale oro.
– Exacto, pero usted ya había empezado a fingir antes. Ya lo sabía antes de eso.
– Mo no es un asesino. En ningún momento he tenido intención de dejar que lo condenen.
– ¿De cuál de los hijos Clermont sospecha?
– De Christian. Es un crápula de hielo desde que tenía veinte años.
– No van a permitir que se salga usted con la suya. Encontrarán a Mo allá donde se encuentre. Es su única posibilidad. ¿Quién ha venido a buscarlo en coche?
Adamsberg vació el vaso sin contestar.
– De tal palo, tal astilla -concluyó Danglard levantándose pesadamente.
– Ya tenemos un palomo enfermo, podemos tener dos.
– No podrá tenerlo en su casa mucho tiempo.
– No está previsto.
– Muy bien. ¿Qué hacemos?
– Como de costumbre -dijo Adamsberg, saliendo de entre las cuernas de ciervo-. Un informe, hacemos un informe. A usted se le dan bien, Danglard.
Su móvil sonó en ese momento, señalando en la pantalla un número de procedencia desconocida. Adamsberg consultó sus relojes, 22:05, y frunció el ceño. Danglard ya se había puesto manos a la obra con el informe falsificado, inquietándose por su indefectible apoyo al comisario, hasta el extremo en que se veían ahora proyectados.
– Adamsberg -dijo el comisario con precaución.
– Louis Nicolas Émeri -contestó el capitán con voz hueca-. ¿Te despierto?
– No, uno de mis sospechosos acaba de darse a la fuga.
– Perfecto -dijo Émeri sin enterarse.
– ¿Ha muerto Léo?
– No, todavía aguanta. Pero yo no. Me quitan el caso, Adamsberg.
– ¿Oficial?
– Todavía no. Un colega del IGN me ha avisado. Lo harán mañana. Son hienas, hijos de puta.
– Estaba previsto, Émeri. ¿Suspensión o cambio de destino?
– Suspensión en espera de informe.
– Sí, el informe.
– Hienas, hijos de puta -repitió el capitán.
– ¿Por qué me llamas?
– Prefiero morir a ver al capitán de Lisieux hacerse cargo del caso. Hasta Santa Teresa lo entregaría al Ejército Furioso sin pestañear.
– Un momento, Émeri.
Adamsberg tapó el teléfono con la mano.
– Danglard, ¿el capitán de Lisieux?
– Dominique Barrefond, un auténtico cerdo.
– ¿Qué quieres hacer, Émeri? -dijo Adamsberg volviendo a la línea.
– Que te hagas cargo tú. Al fin y al cabo, es tuyo.
– ¿Mío?
– Desde el principio, incluso antes de que existiera. Cuando viniste al camino de Bonneval sin saber nada del asunto.
– Pasé por ahí a tomar el aire. Estuve comiendo moras.
– A otros con eso. Es tu caso -afirmó Émeri-. Y si lo llevas tú, podré ayudarte bajo mano, y tú no me pisarás. En cambio, el hijoputa de Lisieux me haría fosfatina.
– ¿Es por eso?
– Por eso y porque es tu caso y de nadie más. Tu destino frente al Ejército Furioso.
– No me cuentes grandes historias, Émeri.
– Las cosas como son. Cabalga hacia ti.
– ¿Quién?