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– El señor Hellequin.

– No te lo crees ni tú, piensas en salvar el pellejo.

– Sí.

– Lo siento, Émeri. Sabes que no puedo conseguir que me den el caso. No tengo ningún pretexto.

– No te hablo de pretextos, te hablo de enchufe. Tengo uno con el conde de Ordebec. Intenta tener tú uno por tu lado.

– ¿Por qué haría una cosa así? ¿Para tener problemas con la policía de Lisieux? Tengo toneladas de problemas aquí, Émeri.

– A ti no te han dejado en el banquillo.

– ¿Y tú qué sabes? Acabo de decirte que se me ha escapado un sospechoso. De mi propio despacho, con la pistola de uno de mis hombres.

– Razón de más para hacer méritos en otro sitio.

Tiene razón, pensó Adamsberg, pero ¿quién puede enfrentarse al señor del Ejército Furioso?

– ¿El sospechoso fugado es el del caso Clermont-Brasseur? -preguntó Émeri.

– Exacto. Ya ves que el barco hace agua y que voy a estar ocupado achicando.

– ¿Te interesan los herederos Clermont?

– Mucho, pero son inaccesibles.

– No para el conde de Ordebec. Vendió sus acerías VLT a Antoine padre. Hicieron las mil y una en África en los años cincuenta. El conde es un amigo. Cuando Léo me agarró por el fondillo, en la laguna, todavía estaba con él.

– Deja a los Clermont. Sabemos quién es el pirómano.

– Mejor. Sólo que a veces uno siente tentaciones de limpiar los alrededores para ver con más claridad. Un simple reflejo de higiene profesional que no hace daño a nadie.

Adamsberg despegó el teléfono del oído y se cruzó de brazos. Sus dedos palparon el pequeño fragmento de tierra que había metido en el bolsillo de la camisa. Ese mismo mediodía.

– Deja que me lo piense -dijo.

– Pero que sea deprisa.

– Nunca pienso deprisa, Émeri.

Ni deprisa ni de ninguna manera, completó Danglard sin decirlo. La fuga de Mo era una locura pura y dura.

– Ordebec, ¿eh? -dijo Danglard-. Apenas amanezca, tendrá a todo el gobierno contra usted, ¿y no se le ocurre nada mejor que añadir al Ejército Furioso?

– El tataranieto del mariscal Davout acaba de entregar las armas. La plaza está libre. Y tiene clase, ¿no?

– ¿Desde cuándo le importa a usted la clase?

Adamsberg guardó sus cosas en silencio.

– Desde que prometí a Léo que volvería.

– Está en coma, le importa un rábano, ni siquiera se acuerda de usted.

– Pero yo sí.

Y después de todo, pensaba Adamsberg mientras volvía andando a su casa, era posible que Émeri tuviera razón. Que el caso fuera suyo. Dio un rodeo para pasar por la orilla del Sena y se deshizo del teléfono de Mercadet tirándolo al agua.

Capítulo 15

A las dos de la madrugada, Danglard había acabado su informe. A las seis y media, Adamsberg recibía la llamada del secretario general del director de la prefectura, seguida de la del director en persona, luego la del secretario del ministro, y por fin la del ministro de Interior a las nueve y cuarto. En el mismo instante, el joven Mo entraba en la cocina con una camiseta que le venía grande, prestada por Zerk, en tímida busca de pitanza. Zerk, con el palomo apoyado en un brazo, se levantó para calentar el café. Las persianas del lado que daba al jardín se habían quedado cerradas, y Zerk había clavado con chinchetas un trozo de tela floreada, bastante fea, delante de la ventana de la puerta acristalada -por el calor, había explicado a Lucio-, Mo tenía orden de no acercarse a ninguna de las ventanas del piso de arriba. Con dos señas, Adamsberg impuso un silencio inmediato a los dos jóvenes y les pidió que salieran de la estancia.

– No, señor ministro, no tiene ninguna posibilidad de salirse con la suya. Sí, todas las gendarmerías están en alerta desde ayer a las diez menos veinte de la noche. Sí, también todos los puestos fronterizos. No creo que sea útil, señor ministro, el teniente Mercadet no tiene la culpa de nada.

– Rodarán cabezas y deben rodar, comisario Adamsberg, usted lo sabe, ¿verdad? Los Clermont-Brasseur están indignados por la incuria de sus servicios. Yo mismo lo estoy, señor comisario. Me han dicho que tiene usted a un enfermo en su Brigada. En una Brigada que supuestamente es un polo de excelencia.

– ¿Un enfermo, señor ministro?

– Un hipersomniaco. El incapaz que se dejó robar el arma. ¿A usted le parece normal dormirse durante un arresto? Yo digo que es una falta, comisario Adamsberg, una falta colosal.

– Le han informado mal, señor ministro. El teniente Mercadet es uno de los hombres más resistentes de mi equipo. Había dormido sólo dos horas la noche anterior, y estaba haciendo horas extras. Hacía una temperatura de 34° en la sala de interrogatorio.

– ¿Quién vigilaba al detenido con él?

– El cabo Estalére.

– ¿Un buen elemento?

– Excelente.

– ¿Entonces por qué se ausentó? No hay ninguna explicación sobre este punto en el informe.

– Para ir a buscar refrescos.

– ¡Falta! Falta enorme. Rodarán cabezas. Refrescar al detenido Mohamed Issam Benatmane no es, desde luego, la mejor manera de hacerlo hablar.

– Los refrescos eran para los agentes, señor ministro.

– Haber avisado a un colega. Falta, falta gravísima. No hay que quedarse solo con un detenido. Eso vale para usted también, comisario, que lo dejó entrar en su despacho sin ningún auxiliar. Y que se mostró incapaz de desarmar a un delincuente de veinte años. Falta incalculable.

Con unas gotas de café, Adamsberg iba dibujando formas sinuosas en el hule que cubría la mesa, trazando caminos entre las deyecciones de Hellebaud. Pensó un instante en la resistencia extrema que ofrece el excremento de pájaro al lavado. Había en ello un enigma químico para el cual Danglard no tendría respuesta, era malo en ciencias.

– Christian Clermont-Brasseur ha pedido su expulsión inmediata, así como la de sus dos impedidos, y la idea me tienta. No obstante, aquí consideramos que todavía lo necesitamos a usted. Ocho días, Adamsberg, ni uno más.

Adamsberg reunió la totalidad de su equipo en la gran sala de reuniones, llamada sala capitular, según la denominación erudita de Danglard. Antes de salir de su casa, había agravado la herida que tenía en la barbilla frotándola con un estropajo de lavar los platos, surcándose la piel de estrías rojas. Muy bien, había opinado Zerk, que había realzado la equimosis con vistosa mercromina.

Le resultaba desagradable lanzar a sus agentes en una vana persecución de Mo, teniéndolo sentado en su propia mesa, pero la situación no dejaba alternativa alguna. Distribuyó las misiones, y cada cual estudió la hoja de ruta en silencio. Su mirada recorrió los rostros de los diecinueve adjuntos presentes, aturdidos ante la nueva situación. Sólo Retancourt parecía secretamente divertida, lo cual lo inquietó un poco. La expresión consternada de Mercadet reavivó el picor en la nuca. Había contraído esa bola de electricidad frecuentando al capitán Émeri, y tendría que devolvérsela tarde o temprano.

– ¿Ocho días? -repitió el cabo Lamarre-. ¿Qué sentido tiene? Si está escondido en medio de un bosque, podemos tardar semanas en localizarlo.

– Ocho días para mí -precisó Adamsberg sin mencionar la suerte igualmente precaria de Mercadet y Estalére-, Si fracaso, el comandante Danglard será nombrado probablemente para dirigir la Brigada, y el trabajo seguirá.

– No recuerdo haberme quedado dormido en la sala de interrogatorio -dijo Mercadet con voz empañada de culpabilidad-. Todo es culpa mía. Pero no me acuerdo. Si empiezo a quedarme dormido sin darme cuenta, ya no valgo nada para el servicio.

– Las faltas son múltiples, Mercadet. Usted se durmió, Estalére salió de la sala, no registramos a Mo, y yo lo dejé entrar solo en mi despacho.