– Aunque lo encontremos antes de que pasen ocho días, lo echarán a usted para dar ejemplo -dijo.
– Es posible, Nöel. Pero todavía nos queda una salida. Y si no, me queda la montaña. O sea nada grave. Primera urgencia: estén preparados para una inspección sorpresa de nuestros locales durante la jornada. Así que recurrimos al dispositivo de apariencias nivel máximo. Mercadet, vaya a descansar ahora, deberá estar perfectamente despierto cuando se presenten. Y luego haga desaparecer sus colchonetas. Voisenet, evacúe sus revistas de ictiología. Froissy, ni rastro de comida en los armarios, y guarde sus acuarelas. Danglard, vacíe sus reservas. Retancourt, ocúpese de trasladar al gato y sus cuencos a un coche.¿Quémás? No debemos descuidar ningún detalle.
– ¿La cuerda? Preguntó Morel.
– ¿Qué cuerda?
– La que rodeaba las patas del palomo. El laboratorio nos la ha enviado, está en la mesa de las muestras con los resultados del análisis. Si se ponen a hacer preguntas, no será buen momento para hablarles del pájaro.
– Me llevo la cuerda -dijo Adamsberg mientras percibía en el semblante de Froissy la angustia que la embargaba ante la idea de deshacerse de sus reservas alimentarias-. Por otra parte, hay una buena noticia en medio de la tormenta. Por una vez, el inspector de división Brézillon está con nosotros. No tendremos problemas por ese lado.
– ¿Motivo? -preguntó Mordent.
– Los Clermont-Brasseur devastaron el negocio de su padre, una importación de mineral boliviano. Una vil operación de predadores que no les perdona. Sólo tiene un deseo, que «se ponga a esos perros en el banquillo», son sus palabras.
– No hay banquillo que valga -dijo Retancourt-. La familia Clermont no es culpable.
– Era sólo para darles una idea de la disposición del inspector.
De nuevo los ojos ligeramente irónicos de Retancourt, a menos que estuviera equivocado.
– Vamos allá -dijo Adamsberg levantándose, tirando al mismo tiempo al suelo la bola de electricidad-. Depuración del local. Mercadet, quédese un momento y acompáñeme.
Sentado frente a Adamsberg, Mercadet se retorcía las minúsculas manos. Un tipo honrado, escrupuloso; frágil también, y a quien Adamsberg precipitaba al borde de la depresión, del odio a sí mismo.
– Prefiero que me despida ahora -dijo Mercadet frotándose las ojeras con dignidad-. Ese tipo habría podido matarlo. Si tengo que quedarme dormido sin darme cuenta, prefiero irme. Ya no era fiable antes, pero ahora me he vuelto peligroso, incontrolable.
– Teniente -dijo Adamsberg inclinándose sobre la mesa-, dije que se había quedado usted dormido. Pero no se había quedado dormido. Mo no le quitó el arma.
– Es muy amable por su parte tratar de ayudarme, comisario. Pero, cuando me desperté allí arriba, no tenía ni mi arma ni mi móvil. Los tenía Mo.
– Los tenía porque se los había dado yo. Se los di porque yo mismo se los había quitado a usted. Allí arriba, en la sala de la máquina de bebidas. ¿Entiende la historia?
– No -dijo Mercadet alzando un rostro estupefacto.
– Yo, Mercadet. Había que conseguir que Mo huyera antes de que lo encerraran. Mo nunca ha matado a nadie. No tuve elección en lo referente a los medios, lo tuve que implicar a usted.
– ¿Mo no le amenazó?
– No.
– ¿Usted le abrió las rejas?
– Sí.
– Caramba.
Adamsberg se echó hacia atrás, a la espera de que Mercadet digiriera la información, cosa que normalmente hacía bastante rápido.
– De acuerdo -dijo Mercadet, que levantaba la cabeza-. Prefiero mil veces eso a la idea de haberme quedado dormido en la sala. Y si Mo no mató al viejo, era lo único que se podía hacer.
– Y lo único que hay que callar, Mercadet. Sólo lo ha intuido Danglard. Pero usted, Estalére y yo saltaremos probablemente dentro de ocho días. Y yo no le pedí a usted su opinión.
– Era lo único que se podía hacer -repitió Mercadet-. Al menos, mi sueño habrá servido para algo.
– Eso seguro. Sin usted en la Brigada, no veo qué otra cosa habría podido inventar.
El ala de mariposa. Mercadet parpadea en Brasil, y Mo se fuga en Texas.
– ¿Por eso me hizo hacer horas extras ayer?
– Sí.
– Muy bueno. No me di cuenta de nada.
– Pero vamos a saltar, teniente.
– Salvo si echa el guante a uno de los hijos Clermont.
– ¿Así es como ve las cosas? -preguntó Adamsberg.
– Quizá. Un joven como Mo se habría atado los cordones por detrás y por delante. No he entendido cómo puede ser que las puntas estén empapadas de gasolina.
– Bravo.
– ¿Lo había visto usted?
– Sí. ¿Y por qué piensa primero en uno de los hijos?
– Imagínese las pérdidas si Clermont padre se hubiera casado con la mujer de la limpieza y hubiera adoptado a sus hijos. Se dice que los hijos no tienen el genio diabólico del viejo Antoine y que se han lanzado en operaciones poco acertadas. Sobre todo Christian. Un perturbado, un tahúr; le gustaba gastarse en un día la extracción diaria de un pozo petrolífero.
Mercadet sacudió la cabeza suspirando.
– Y ni siquiera sabemos si conducía él -concluyó levantándose.
– Teniente -lo retuvo Adamsberg-, Necesitamos un silencio absoluto, un silencio que durará siempre.
– Vivo solo, comisario.
Cuando se hubo ido Mercadet, Adamsberg dio unas vueltas en su despacho, colocó las cuernas arrimadas a la pared. Brézillon y su odio a los Clermont-Brasseur. El inspector de división podría dejarse seducir por la idea de llegar hasta ellos vía el conde de Ordebec. En cuyo caso tenía una posibilidad de que le confiaran el caso normando. En cuyo caso se enfrentaría al Ejército Furioso. Una perspectiva que ejercía sobre él una atracción indescifrable, que parecía ascender de las profundidades más arcaicas. Recordó a un hombre muy joven, una noche, inclinado sobre el parapeto de un puente, observando fijamente el agua que corría a raudales abajo. Tenía un gorro en la mano, y su problema, había explicado a Adamsberg, era la tentación imperiosa de tirarlo al agua cuando en realidad no quería desprenderse de él. Y el joven trataba de comprender por qué deseaba hasta ese punto hacer ese gesto que no quería hacer. Al final se fue corriendo sin soltar el gorro, como si huyera de un lugar imantado. Adamsberg comprendía mejor ahora la estúpida historia del gorro en el puente. La cabalgata de corceles negros pasaba por sus pensamientos, susurrándole oscuras e insistentes invitaciones, hasta el punto en que se sentía importunado por el agrio realismo de los asuntos político-financieros de los Clermont-Brasseur. Sólo el rostro de Mo, ramita bajo sus pies de gigantes, le daba energía para trabajar en ello. Los secretos de los Clermont no tenían sorpresa, aburrían por pragmáticos, lo cual tornaba todavía más desoladora la muerte atroz del viejo industrial. En cambio, Ordebec le enviaba una música ininteligible y disonante, una composición de quimeras e ilusiones, que lo atraía como los raudales corriendo bajo el puente.
No podía permitirse desertar demasiado tiempo de la Brigada en un día tan tumultuoso, y tomó un coche para ir a ver a Brézillon. Fue en el segundo semáforo cuando descubrió que se había llevado el vehículo donde Retancourt había escondido al gato y sus cuencos. Disminuyó la velocidad para no derramar el agua. La teniente no le perdonaría nunca que el animal quedara deshidratado.
Brézillon lo recibió con una sonrisa impaciente, dándole palmadas de complicidad en el hombro. Una atmósfera excepcional que no le impidió dirigirse al comisario empezando con su frase acostumbrada.
– Ya sabe usted que no apruebo mucho sus métodos, Adamsberg. Informales, sin visibilidad, ni para la jerarquía ni para los subordinados, sin los elementos factuales necesarios para señalar el itinerario. Pero podrían tener su lado bueno para el caso que nos reúne, dado que esta vez debemos encontrar un pasaje oscuro.