Adamsberg dejó pasar la introducción antes de exponer el excelente argumento factual que constituían las zapatillas de basket mal anudadas por el incendiario. No era fácil interrumpir los largos monólogos del inspector de división.
– Me gusta -comentó Brézillon mientras aplastaba la colilla con el pulgar, gesto imperioso que era habitual en él-. Haría bien en apagar el teléfono móvil antes de que sigamos. Está usted bajo escucha desde la huida del sospechoso, desde que muestra tan poco entusiasmo por encontrar a ese Mohamed. Es decir, al animal elegido para el sacrificio -precisó después de que Adamsberg desmontara su móvil-, ¿Estamos de acuerdo? Nunca pensé que ese joven insignificante pudiera quemar por casualidad a uno de los magnates de nuestras finanzas. Le han dado a usted ocho días, lo sé, y no lo veo triunfar en tan poco tiempo. Por una parte, porque es usted lento. Por otra, porque tiene el camino cortado. No obstante, estoy dispuesto a apoyarlo por todos los medios deseables y legales para intentar el asalto contra los hermanos. Huelga decir, Adamsberg, que, como todos, creo a fondo en la culpabilidad del árabe y que, pase lo que pase al clan Clermont, no aprobaré ese escándalo. Encuentre la vía.
Capítulo 16
A las cinco de la tarde, Adamsberg volvió a la Brigada, con el gato plegado en dos sobre su brazo como si fuera un paño de cocina; lo dejó sobre el lecho tibio de la fotocopiadora. Nada había alertado al equipo de inspección, que se había presentado efectivamente dos horas antes y había peinado el lugar sin miramientos ni comentarios. Entretanto, las relaciones entre las gendarmerías y las comisarías de policía habían caído, y Momo seguía estando ilocalizable. Muchos agentes estaban todavía fuera, rebuscando en todos los domicilios de sus contactos conocidos. Una operación de mayor envergadura estaba prevista para esa misma noche, dirigida a la inspección de la totalidad de las viviendas de la Cité des Buttes, donde vivía Momo, que presentaba, por supuesto, un nivel anual de coches incendiados superior a la media. Se esperaban refuerzos de tres comisarías de París necesarias para rodear Les Buttes.
Adamsberg hizo una seña a Veyrenc, Morel y Nöel, y se sentó atravesado en la mesa de Retancourt.
– Aquí tiene la dirección de los dos hijos Clermont, Christian y Christophe. Los dos «Cristos», como los llaman.
– No igualan la fama del «Salvador» -dijo Retancourt.
– El padre habrá presumido demasiado de los hijos.
– Contempla sollozando sus hijos denigrados, / lamenta las virtudes que había despreciado -completó Veyrenc-. ¿Espera usted que los Clermont nos abran la puerta?
– No. Que los vigilen día y noche. Viven juntos, en una inmensa mansión con dos alas habitables. Cambien de aspecto y de pinta constantemente. Y tú, Veyrenc, tíñete el pelo.
– Nöel no es el mejor de nosotros para seguir a alguien -observó Morel-, Se lo localiza a la legua.
– Pero lo necesitamos. Nöel es malévolo y tiene mala hostia. Se enganchará a cualquier pista. Eso también se necesita.
– Gracias -dijo Nöel sin ironía, y sin desestimar ninguna de sus cualidades negativas.
– Aquí hay unas fotos de ellos -dijo haciendo circular algunas fotos entre los presentes-. Se parecen bastante. Uno gordo, el otro flaco. Sesenta y cincuenta y ocho años. El flaco es el mayor, Christian, a quien llamaremos Salvador 1. Buena cabellera plateada que lleva siempre un poco larga. Elegante, brillante, guasón, viste ropa dispendiosa. El bajito y regordete es reservado, más sobrio, y casi no tiene pelo. Es Christophe, o Salvador 2. El Mercedes que ardió era suyo. Por una parte tenemos a un mundano, por otra a un ejecutivo, lo cual no significa que uno sea mejor que el otro. Seguimos sin saber qué hacían la noche del incendio, ni quién conducía el coche.
– ¿Qué pasa? -preguntó Retancourt-. ¿Abandonamos a Momo?
Adamsberg echó una mirada a Retancourt y encontró la misma desconfianza divertida, indescifrable.
– Estamos buscando a Mo, teniente, en este mismo momento, y esta noche con refuerzos. Pero tenemos un problema con las puntas de los cordones.
– ¿Cuándo pensó usted en eso? -preguntó Nöel después de que Adamsberg expusiera la cuestión de los cordones mal atados.
– Esta noche -mintió Adamsberg con desenvoltura.
– Entonces ¿por qué le pidió que se pusiera las zapatillas ayer?
– Para comprobar su número.
– Bien -dijo Retancourt inyectando todo su escepticismo en esa única palabra.
– Eso no implica que Mo sea inocente -prosiguió Adamsberg-. Pero molesta.
– Mucho -aprobó Nöel. Si uno de los dos Cristos ha prendido fuego a su padre arrastrando a Mo, habrá sacudidas en el barco.
– El barco ya hace agua -comentó Veyrenc-. Apenas en el puente estuvieron embarcados / un escollo sumido les perforó el bordaje.
Desde su reciente reincorporación, el teniente Veyrenc ya había enunciado varias decenas de malos versos. Pero ya nadie prestaba atención a eso, como si se tratara de un elemento sonoro ordinario, semejante a los ronquidos de Mercadet o los maullidos del gato, que participaba de manera inevitable en el ruido de fondo de la Brigada.
– Si lo hizo uno de los dos Cristos -precisó Adamsberg-, aunque no hayamos dicho que así sea ni creamos que sea el caso, su traje debería tener residuos de vapor de gasolina.
– Más pesado que el aire -confirmó Veyrenc.
– Igual que el maletín o la bolsa que utilizara para el cambio de calzado -dijo Morel.
– O, por qué no, el pomo de su puerta cuando volvió -añadió Nöel.
– O su llave.
– No si lo limpió todo -objetó Veyrenc.
– Hay que ver si uno de los dos se ha deshecho de un traje. O lo ha mandado a la tintorería.
– En resumidas cuentas, comisario -dijo Retancourt-, nos está pidiendo que espiemos a los dos Cristos como si fueran asesinos, pero rogándonos que no los consideremos como tales.
– Eso es -aprobó Adamsberg sonriendo-, Mo es culpable, y lo buscamos. Pero tienen que pegarse a los Cristos como chinches.
– Sólo por la belleza del gesto -dijo Retancourt.
– A menudo es necesario un poco de belleza del gesto. Un poco de estética compensará el registro de la Cité des Buttes de esta noche, que no tendrá nada de artístico. Retancourt y Nöel se encargarán del primogénito, Christian, Salvador 1. Morel y Veyrenc de Christophe, Salvador 2. Conserven la consigna, estoy bajo escucha.
– Habrá que actuar con dos equipos de noche.
– Con Froissy, que se ocupará de los micros multidireccionales, Lamarre, Mordent y Justin. Los coches deberán estar apaleados a buena distancia. El hotel particular está vigilado.
– ¿Y si nos descubren?
Adamsberg reflexionó unos instantes, y sacudió la cabeza con impotencia.
– No nos descubren -concluyó Veyrenc.
Capítulo 17
Su vecino Lucio detuvo a Adamsberg, que cruzaba el pequeño jardín para volver a su casa.
– Hombre, hola -saludó el viejo.
– Hola, Lucio.
– Una buena cervecita te sentará de maravilla. Con el calor que hace.
– Ahora no, Lucio.
– Y con los problemas tan jodidos que tienes.
– ¿Tengo problemas jodidos?
– Hombre, seguro.