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– ¿Una cohorte de qué?

– De muertos armados. Lleva siglos pasando por la zona y se lleva consigo a los vivos culpables de alguna fechoría.

– Perfecto -dijo Nöel-, o sea que hace nuestro trabajo, en cierto modo.

– Un poco más, porque los mata. Danglard, explíqueles rápidamente qué es el Ejército Furioso.

– No estoy de acuerdo en que nos metamos en eso -masculló el comandante-. Seguro que ha tenido usted algo que ver en este encargo, de alguna manera. Y no soy favorable, en absoluto.

Danglard levantó las manos en un gesto de rechazo, preguntándose al mismo tiempo de dónde le venía esa repulsión por el caso de Ordebec. Había soñado dos veces con el Ejército de Hellequin desde que se había complacido en describírselo a Zerk y Adamsberg. Pero no lo había pasado bien en sus sueños, donde se debatía contra la sensación turbia de que corría hacia su perdición.

– Cuéntelo de todos modos -dijo Adamsberg observando a su adjunto con atención, percibiendo miedo en su repliegue. En Danglard, pese a que era un auténtico ateo desprovisto de misticismo, la superstición podía abrirse caminos bastante anchos tomando aquellos, siempre abiertos, de sus ansiosos pensamientos.

El comandante se encogió de hombros con aparente seguridad y se levantó, según su costumbre, para exponer la situación medieval a los agentes de la Brigada.

– Dese cierta prisa, Danglard -le pidió Adamsberg-, No hace falta que cite los textos.

Inútil recomendación. La presentación de Danglard duró cuarenta minutos, divirtiendo a los agentes de la plúmbea realidad del caso Clermont. Sólo Froissy se eclipsó unos instantes para ir a comer unos crackers con paté. Hubo varios ademanes de aprobación. Todos sabían que acababa de añadir a su reserva una colección de terrinas delicadas, como paté de liebre con setas de cardo, que más de uno encontraba tentadoras. Cuando Froissy volvió a la mesa, la elocuencia de Danglard focalizaba totalmente la atención de los miembros de la Brigada; sobre todo el espectáculo formidable del Ejército Hellequin -formidable en el sentido estricto de la palabra, precisó el comandante, es decir, susceptible de inspirar terror.

– ¿Al cazador lo mató Lina? -preguntó Lamarre-. ¿Va a ejecutar a todos los que salían en su visión?

– ¿Como si obedeciera, en cierto modo? -añadió Justin.

– Puede -intervino Adamsberg-. En Ordebec se dice que toda la familia Vendermot está loca. Pero lo cierto es que allí todos los habitantes sufren la influencia del Ejército. Lleva pasando por la zona demasiado tiempo, y ésas no son sus primeras víctimas. Nadie se siente tranquilo con esa leyenda, y muchos la temen de verdad. Si muere otra de las víctimas señaladas, la ciudad entrará en convulsión. Peor aún en lo que se refiere a la cuarta víctima, porque no tiene nombre.

– De modo que mucha gente puede imaginarse a sí misma como cuarta víctima -dijo Mordent tomando apuntes.

– ¿Los que se sienten culpables de algo?

– No, los que lo son realmente -precisó Adamsberg-, Los estafadores, los cabrones, los asesinos insospechados e impunes. A todos ellos el paso del Ejército de Hellequin los puede aterrar mucho más que un control de la policía. Porque allí están convencidos de que Hellequin sabe, de que Hellequin ve.

– Lo contrario de lo que piensan de la policía -observó Nöel.

– Supongamos -propuso Justin, con su constante afán de precisión- que una persona tema ser la cuarta víctima señalada por ese Hellequin. El cuarto «prendido», como ha dicho usted. No veo en qué puede servirle matar a los demás «prendidos».

– Sí -replicó Danglard-, porque hay una tradición marginal, aunque no unánimemente admitida, según la cual quien ejecute los designios de Hellequin puede salvarse de su propio destino.

– A cambio de su buen servicio -comentó Mordent, que, como coleccionista de cuentos y leyendas, seguía tomando apuntes de esa historia que desconocía.

– Un colaboracionista recompensado, en cierto modo -dijo Nöel.

– Esa es la idea, sí -confirmó Danglard-, Pero es reciente, de principios del siglo XIX. Otra hipótesis peligrosa es que una persona, sin creerse «prendida», piense que las acusaciones de Hellequin son ciertas y quiera cumplir su voluntad. Para que se haga justicia verdadera.

– ¿Qué podía saber esa Léo?

– Imposible adivinarlo. Estaba sola cuando encontró el cuerpo de Herbier.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó Justin-. ¿Cómo nos repartimos?

– No hay plan. No tengo tiempo de planear nada desde hace tiempo.

Desde siempre, corrigió callado Danglard, cuya repulsión por la operación de Ordebec acrecentaba su agresividad.

– Me voy con Danglard, si acepta, y recurriré a algunos de ustedes si es necesario.

– O sea que seguimos con lo de Mo.

– Eso es. Encuentren a ese tipo. Permanezcan en contacto permanente con las gendarmerías nacionales.

Adamsberg arrastró a Danglard tras disolver la reunión.

– Venga a ver en qué estado está Léo -le dijo-. Y tendrá razones más que de sobra para desear cerrar el paso al Ejército Furioso. Al demente que ejecuta los deseos del señor Hellequin.

– No es razonable -dijo Danglard sacudiendo la cabeza-. Hace falta alguien aquí para dirigir la Brigada.

– ¿De qué tiene miedo, Danglard?

– No tengo miedo.

– Sí que tiene.

– De acuerdo -admitió Danglard-. Pienso que voy a dejar el pellejo en Ordebec, eso es todo. Que será mi último caso.

– Pero bueno, Danglard, ¿por qué?

– He soñado con eso dos veces. Con un caballo, sobre todo, uno con sólo tres patas.

Danglard tuvo un escalofrío, casi una náusea.

– Venga a sentarse -dijo Adamsberg tirándole con suavidad de la manga.

– Lo monta un hombre negro -prosiguió Danglard-. Me golpea, caigo, muero, y eso es todo. Ya lo sé, comisario, no creemos en los sueños.

– ¿Entonces?

– Entonces fui yo quien lo provocó todo contando la historia del Ejército Furioso. Si no, usted se habría quedado en el Ejército Curioso, y las cosas no habrían ido más allá. Pero abrí la caja prohibida, por placer, por erudición. Y la desafié. Por eso Hellequin me va a liquidar allí. No le gusta que se bromee a su costa.

– Imagino que no. Imagino que no es un bromista.

– No me tome el pelo, comisario.

– No habla usted en serio, Danglard, no hasta este punto, ¿verdad?

Danglard sacudió sus hombros lacios.

– Claro que no. Pero me levanto y me duermo con esta idea.

– Es la primera vez que teme algo más que a usted mismo, con lo cual ya tiene usted dos enemigos. Es demasiado, Danglard.

– ¿Qué sugiere?

– Que vayamos allá esta tarde. ¿Y si comemos en un restaurante? ¿Con un buen vino?

– ¿Y si palmo?

– Qué se le va a hacer.

Danglard sonrió y alzó una mirada modificada hacia el comisario. «Qué se le va a hacer.» Esa respuesta le convenía, ponía bruscamente fin a su quejido, como si Adamsberg hubiera pulsado el botón de apagado, desconectando sus temores.

– ¿A qué hora?

Adamsberg consultó sus dos relojes.

– Venga a mi casa dentro de dos horas. Pida a Froissy que le dé dos móviles nuevos y busque el nombre de un buen restaurante.

Cuando el comisario volvió a su casa, todo estaba reluciente, la jaula de Hellebaud preparada, las bolsas de viaje casi cerradas. Zerk estaba metiendo en la de Mo cigarrillos, libros, lápices, crucigramas. Mo lo miraba, como si los guantes de goma que llevaba en las manos le impidieran moverse. Adamsberg sabía que el estatus de hombre buscado, de animal acosado, paraliza durante los primeros días los movimientos naturales del cuerpo. Al cabo de un mes, uno teme hacer ruido al andar; al cabo de tres meses, apenas se atreve a respirar.