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– También le he comprado un yoyó nuevo -explicó Zerk-, No es de tan buena calidad como el suyo, pero es que no podía quedarme fuera mucho tiempo. Lucio me sustituyó sentado en la cocina con su transistor. ¿Sabes por qué lleva siempre encima esa radio que chisporrotea? No se oye nada.

– Le gusta oír las voces humanas, pero no lo que dicen.

– ¿Dónde estaré? -preguntó tímidamente Mo.

– En una casa medio de hormigón, medio de madera, apartada de la ciudad y cuyo inquilino acaba de ser asesinado. Está, pues, con precintos de la gendarmería, no puedes encontrar un refugio mejor.

– Pero ¿qué hacemos con los precintos? -preguntó Zerk.

– Los desharemos y los volveremos a colocar. Ya te enseñaré. De todos modos, la gendarmería no tiene ya por qué ir allí.

– ¿Por qué fue asesinado ese tipo? -preguntó Mo.

– Lo atacó una especie de pestilente coloso local, un tal Hellequin. No te preocupes, no tiene nada contra ti. ¿Por qué has comprado lápices de colores, Zerk?

– Por si quiere dibujar.

– Bueno. ¿Querrás dibujar, Mo?

– No, no creo.

– Bueno -repitió Adamsberg-. Mo se viene conmigo en el coche oficial, en el maletero. El viaje durará unas dos horas, y hará mucho calor ahí dentro. ¿Aguantarás?

– Sí.

– Oirás la voz de otro hombre, la del comandante Danglard. No te preocupes, está al corriente de lo de tu huida. Mejor dicho, lo intuyó sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Lo que no sabe es que te llevo en el coche. No tardará en saberlo. Danglard es brillante; precede y adivina casi todo, incluso los designios mortíferos del señor Hellequin. Te dejaré en la casa vacía antes de entrar en Ordebec. Zerk, tú llegarás con mi coche y el resto del equipaje. Allí, como sabes usar una cámara, diremos que estás haciendo unas prácticas informales de fotografía y trabajas al mismo tiempo para un encargo que te han hecho como free-lance y que te obliga a recorrer los alrededores. Para una revista, digamos… sueca. Habrá que encontrar una explicación a tus ausencias. A menos que se te ocurra algo mejor.

– No -dijo escuetamente Zerk.

– ¿Qué podrías fotografiar?

– ¿Paisajes? ¿Iglesias?

– Demasiado manido. Busca otra cosa. Un tema que explique tu presencia en los prados o en los bosques si te encuentran allí; pasarás por allí para ir a ver a Mo.

– ¿Flores? -dijo Mo.

– ¿Hojas podridas? -propuso Zerk.

Adamsberg dejó las bolsas de viaje junto a la puerta.

– ¿Por qué quieres fotografiar hojas podridas?

– El que me pide que fotografíe algo eres tú.

– Pero ¿por qué dices «hojas podridas»?

– Porque está bien. ¿Sabes todo lo que se cuece en las hojas podridas? ¿En tan sólo diez centímetros cuadrados de hojas podridas? Los insectos, los gusanos, las larvas, los gases, las esporas de los hongos, las cagadas de los pájaros, las raíces, los microorganismos, las semillas… Hago un reportaje sobre la vida en las hojas podridas para el Svenska Dagbladet.

– ¿El Svenska?

– Un periódico sueco. ¿No es lo que querías?

– Sí -contestó Adamsberg mirando sus relojes-. Pasa con Mo y el equipaje por donde Lucio. Me aparco detrás de su casa y, en cuanto Danglard se reúna conmigo, te aviso para salir.

– Estoy contento de ir -dijo Zerk, con ese acento ingenuo que atravesaba a menudo su elocución.

– Pues no dejes de decírselo a Danglard. El, en cambio, está absolutamente descontento.

Veinte minutos después, Adamsberg salía de París por la autopista del oeste, con el comandante sentado a su derecha, abanicándose con un mapa de Francia, y Mo doblado en el maletero, con un cojín debajo de la cabeza.

Al cabo de tres cuartos de hora de trayecto, el comisario llamó a Émeri.

– Salgo ahora mismo -le dijo-. No me esperes antes de las dos.

– Me alegro de recibirte. El hijoputa de Lisieux está que lo llevan los demonios.

– Pienso instalarme en la posada de Léo. ¿Ves algún inconveniente?

– Ninguno.

– Muy bien. La avisaré.

– No te oirá.

– La avisaré igualmente.

Adamsberg se guardó el aparato en el bolsillo y apretó el acelerador.

– ¿Es necesario ir tan deprisa? -preguntó Danglard-. ¿Qué más da media hora más o menos?

– Vamos deprisa porque hace calor.

– ¿Por qué ha mentido a Émeri sobre nuestra hora de llegada?

– No haga muchas preguntas, comandante.

Capítulo 19

A cinco kilómetros de Ordebec, Adamsberg disminuyó la velocidad, atravesando el pequeño pueblo de Charny-la-Vieille.

– Ahora, Danglard, tengo algo que hacer antes de entrar de lleno en Ordebec. Le sugiero que me espere aquí; volveré a buscarlo dentro de media hora.

Danglard asintió.

– Así no me enteraré de nada, así no me veré involucrado.

– Algo de eso hay.

– Es simpático por su parte querer protegerme. Pero, cuando me hizo redactar el falso informe, me metió hasta el cuello en sus tejemanejes.

– Nadie le pidió que metiera sus narices en eso.

– Es mi trabajo instalar quitamiedos en su camino.

– No me ha contestado, Danglard. ¿Me espera aquí?

– No. Voy con usted.

– La continuación puede no gustarle.

– No me gusta Ordebec de todos modos.

– Se equivoca, es precioso. Al llegar, se ve la gran iglesia que domina la colina, la pequeña ciudad a sus pies, las casas de madera y adobe, le gustará. Alrededor, los prados están pintados con todos los matices de verde y, sobre ese verde están puestas multitud de vacas inmóviles. No he visto una sola vaca moverse en ellos, me pregunto por qué.

– Eso es porque hay que mirarlas un buen rato.

– Seguramente.

Adamsberg había localizado los lugares descritos por la señora Vendermot, la casa de los vecinos Hébrard, el bosque Bigard, el antiguo vertedero. Pasó sin detenerse delante del buzón de Herbier, siguió un centenar de metros y se adentró a la izquierda por un fragoso camino campestre.

– Entraremos por detrás, por el bosque.

– ¿Entraremos adónde?

– A la casa donde vivía el primer muerto, el cazador. Actuamos rápido y sin hacer ruido.

Adamsberg prosiguió por un sendero apenas apto para circular y aparcó bajo los árboles. Rodeó rápidamente el coche y abrió el maletero.

– Ya pasó todo, Mo. Vas a estar al fresco. La casa está a treinta metros a través del bosque.

Danglard asintió callado al ver al joven salir del maletero. Lo creía evacuado a los Pirineos, o ya en el extranjero, con papeles falsos, Adamsberg era capaz de eso. Pero era peor todavía. Llevar a Momo con ellos le parecía aún más inconsecuente.

Adamsberg hizo saltar los precintos, depositó el equipaje de Mo y visitó rápidamente la casa. Una estancia luminosa, una pequeña habitación casi limpia y una cocina desde donde se veía el verde con seis o siete vacas puestas encima.

– Es bonito -dijo Mo, que sólo había visto el campo una vez en su vida, muy rápido, y nunca el mar-. Puedo ver árboles, el cielo y los prados. ¡Joder! -dijo súbitamente-, ¿Eso son vacas? -añadió pegándose a la ventana.

– Retrocede, Mo, aléjate de la ventana. Sí, son vacas.

– Joder.

– ¿No las habías visto nunca?

– Nunca de verdad.

– Pues tendrás todo el tiempo del mundo para mirarlas, incluso para verlas desplazarse. Pero permanece a un metro de las ventanas. Por la noche, no enciendas ninguna luz, por supuesto.