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Y cuando fumes, siéntate en el suelo, la brasa se ve desde muy lejos. Podrás comer caliente, la cocina no se ve desde la ventana.

Y podrás lavarte, el agua no está cortada. Zerk llegará dentro de poco con comida.

Mo dio unas vueltas por su nuevo dominio, sin mostrar mucha aprensión ante la idea de quedar recluido allí, dirigiendo constantemente su mirada hacia la ventana.

– Nunca había conocido a nadie como Zerk -dijo-. Nunca había conocido a nadie que me compre lápices de colores, aparte de mi madre. Pero lo ha educado usted, comisario, es normal que sea así.

Adamsberg consideró que no era el momento de explicar a Mo que no había conocido la existencia de su hijo hasta hacía unas semanas, y que era inútil romper tan pronto sus ilusiones, contando que había descuidado a su madre con una despreocupación total. La chica le había escrito, él apenas si había leído la carta, no se había enterado de nada.

– Muy bien educado -confirmó Danglard, que no bromeaba con la paternidad, un terreno en el que consideraba que Adamsberg estaba por debajo de todo.

– Voy a colocar de nuevo los precintos. No uses el móvil más que en caso de urgencia. Incluso si te aburres como una ostra, no llames a nadie, no flaquees, todos tus conocidos están bajo escucha.

– No se preocupe, comisario, tengo mucho que ver. Y todas esas vacas. Hay lo menos doce. En la cárcel, tendría a diez tipos en la chepa y ninguna ventana. Mirar vacas y toros yo solo es ya un milagro.

– No hay toros, Mo. No los mezclan, salvo en la época de la monta. Son vacas.

– Vale.

Adamsberg comprobó que el bosque estuviera desierto antes de saludar a Mo y abrir sin ruido la puerta. Sacó de su bolsa una pistola de cera y volvió a colocar tranquilamente los precintos. Danglard vigilaba los alrededores inquieto.

– Esto no me gusta nada -murmuró.

– Más tarde, Danglard.

Una vez en la carretera principal, Adamsberg llamó al capitán Émeri para avisarlo de que llegaba a Ordebec.

– Paso antes por el hospital -dijo.

– No te reconocerá, Adamsberg. ¿Puedo invitarte a cenar?

Adamsberg lanzó una mirada a Danglard, que sacudió la cabeza. En sus malas rachas, y Danglard estaba atravesando una, no cabía duda, tanto más difícil por cuanto carecía de motivo, el comandante se ayudaba estableciendo cada día modestas etapas deseables, como la elección de un traje nuevo, la adquisición de un libro antiguo o una comida refinada en algún restaurante; de este modo, cada fase depresiva producía peligrosos agujeros en su presupuesto. Retirar a Danglard su cena en el Jabalí corredor, que había seleccionado minuciosamente, sería apagar la humilde vela que se había encendido para ese día.

– He prometido a mi hijo una cena en el Jabalí corredor. Venga con nosotros, Émeri.

– Muy buen establecimiento, pero es una gran lástima -respondió Émeri con sequedad-. Esperaba hacerle los honores de mi mesa.

– Otra vez será, Émeri.

– Creo que hemos tocado un nervio sensible -comentó Adamsberg después de colgar, un poco sorprendido, puesto que todavía ignoraba la neurosis que unía al capitán a su sala Imperio por un exigente cordón umbilical.

Adamsberg se reunió con Zerk delante del hospital, tal como estaba previsto. El joven ya había hecho la compra, y Adamsberg lo abrazó deslizando en su bolsa la pistola de cera, el sello y el plano de situación del domicilio de Herbier.

– ¿Cómo está la casa? -preguntó.

– Limpia. Los gendarmes han quitado toda la caza.

– ¿Qué hago con el palomo?

– Está instalado. Te está esperando.

– No me refería a Mo, sino a Hellebaud. Lleva dos horas en el coche y no le gusta.

– Llévatelo -dijo Adamsberg al cabo de un rato-. Déjaselo a Mo, le hará compañía, así tendrá a quien hablar. Mirará las vacas, pero las de aquí no se mueven.

– ¿El comandante estaba contigo cuando dejaste al palomo?

– Sí.

– ¿Cómo se lo ha tomado?

– Bastante mal. Todavía tiene la idea de que es un delito y una locura.

– ¿Ah, sí? Todo lo contrario, es de lo más razonable -dijo Zerk levantando las bolsas de la compra.

Capítulo 20

– Parece muy bajita, ¿verdad? -dijo Adamsberg en voz baja a Danglard al descubrir, sobrecogido, el nuevo rostro de Léone en la almohada-. En realidad, es muy alta. Más que yo seguramente si no estuviera encorvada.

Se sentó al borde de la cama y le puso las manos en las mejillas.

– Léo, he vuelto. Soy el comisario de París. Cenamos juntos una vez. Había sopa y ternera, y luego nos tomamos un calvados delante de la chimenea, con un habano.

– No evoluciona -dijo el médico, que acababa de entrar en la habitación.

– ¿Quién viene a verla? -preguntó Adamsberg.

– La hija Vendermot y el capitán. No reacciona, como si fuera una tabla de madera. Desde un punto de vista clínico, debería dar señales de vida. Pero no. Ya no está en coma, el hematoma interno está bastante reabsorbido, el corazón funciona de manera satisfactoria, aunque algo fatigado, debido a los puros. Técnicamente, podría abrir los ojos, hablarnos, pero no pasa nada y, lo que es peor, tiene la temperatura muy baja. Se diría que la máquina se ha sumido en una hibernación. Y no encuentro la avería.

– ¿Puede quedarse así mucho tiempo?

– No. A su edad, sin moverse ni alimentarse, no aguantará. Será cuestión de unos días.

El médico observó con mirada crítica las manos de Adamsberg en el rostro de la vieja Léo.

– No le sacuda la cabeza -dijo.

– Léo -repitió Adamsberg-, soy yo. Estoy aquí, me quedo aquí. Voy a instalarme en su posada con unos colaboradores. ¿Me da su permiso? No tocaremos nada.

Adamsberg cogió un peine de la mesilla de noche y se puso a peinarla, con una mano todavía en el rostro. Danglard se sentó en la única silla de la habitación, preparándose para una larga sesión. Adamsberg no renunciaría fácilmente a la anciana. El médico salió encogiéndose de hombros y volvió a pasar una hora y media después, intrigado por la intensidad que ponía ese policía en hacer que Léone volviera en sí. Danglard también vigilaba a Adamsberg, que seguía hablando sin descanso y cuyo rostro había adquirido esa luz que tan bien conocía en ciertos estados excepcionales de concentración, como si el comisario se hubiera tragado una lámpara que difundía su luz bajo la piel morena.

Sin volverse, Adamsberg tendió un brazo hacia el médico para impedir cualquier intervención. Bajo su mano, la mejilla de Léone seguía igual de fría, pero los labios se habían movido. Hizo una seña a Danglard para que se acercara. Hubo un nuevo movimiento de labios, y luego un sonido.

– Danglard, ¿ha oído también «Hello»? Ha dicho «Hello», ¿no?

– Eso me ha parecido.

– Es su manera de saludar. Hello, Léo. Soy yo.

– Hello -repitió la mujer de un modo más claro.

Adamsberg le envolvió una mano con las suyas, sacudiéndola un poco.

– Hello. La oigo, Léo.

– Gand.

– Gand está bien; está en casa del cabo Blériot.

– Gand.

– Está bien, la espera.

– Azúcar.

– Sí, el cabo le da azúcar todos los días -aseguró Adamsberg sin tener ni idea-. Está muy bien cuidado, se ocupan bien de él.

– Hello -volvió a decir la mujer.

Y eso fue todo. Los labios se cerraron, y Adamsberg comprendió que había llegado al final de su esfuerzo.

– Le felicito -dijo el médico.