– No es nada -contestó Adamsberg sin pensar-, ¿Puede usted llamarme si manifiesta cualquier intención de comunicarse?
– Déjeme su tarjeta y no se haga muchas ilusiones. Puede que éste haya sido su último coletazo.
– Doctor, usted no para de enterrarla antes de tiempo -dijo Adamsberg mientras se dirigía hacia la puerta-. No hay prisa, ¿o sí?
– Soy geriatra, conozco mi oficio -contestó el médico apretando los labios.
Adamsberg apuntó el nombre que figuraba en el broche del doctor -Jacques Merlán- y salió. Anduvo en silencio hasta el coche y dejó que Danglard cogiera el volante.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Danglard poniéndolo en marcha.
– No me gusta este médico.
– Hay que comprenderlo. No es fácil llamarse Merlán [5].
– Le va que ni pintado. No muestra más emociones que un banco de peces.
– No me ha dicho adónde vamos -dijo Danglard, que conducía al azar por las callejuelas.
– Usted la ha visto, Danglard. Es como un huevo estrellado en el suelo.
– Sí, ya me lo dijo.
– Vamos a su casa, a la antigua posada. Tuerza a la derecha.
– Es curioso que diga «Hello» para saludar.
– Es inglés.
– Ya -dijo Danglard sin insistir.
Los gendarmes de Ordebec habían hecho rápidamente las cosas y habían puesto orden en la casa de Léo después de la inspección. Habían limpiado el suelo de la sala y, si quedaba sangre, había sido absorbida por las baldosas rojizas. Adamsberg volvió a la habitación donde había dormido, mientras Danglard se atribuía otra en el extremo opuesto de la casa. Mientras colocaba sus cosas, el comandante vigilaba a Adamsberg a través de la ventana. Estaba sentado con las piernas cruzadas en medio del patio de la granja, bajo un manzano inclinado, con los codos en los muslos y la cabeza inclinada, y no parecía tener intención de moverse de allí. De vez en cuando, atrapaba algo que parecía molestarle en la nuca.
Un poco antes de las ocho, bajo el sol ya en declive, Danglard se aproximó a él, proyectando su sombra a los pies del comisario.
– Es la hora -dijo.
– Del Jabalí azul -dijo Adamsberg levantando la cabeza.
– No es azul. Se llama el Jabalí corredor.
– ¿Corren los jabalíes? -preguntó Adamsberg tendiendo una mano hacia el comandante para que lo ayudara a levantarse.
– Hasta treinta y cinco kilómetros por hora, creo. No sé mucho de jabalíes, salvo que no sudan.
– ¿Cómo hacen? -preguntó Adamsberg frotándose el pantalón sin por ello desinteresarse de la respuesta.
– Se ensucian en lodo para refrescarse.
– Así podemos imaginar al asesino: una bestia sucia de unos doscientos kilos y que no suda. Ejecuta su trabajo sin pestañear.
Capítulo 21
Danglard había reservado una mesa redonda y se sentó con satisfacción. Esa primera cena en Ordebec, en un viejo restaurante de vigas bajas marcaba una pausa en sus aprensiones. Zerk se reunió con ellos puntual y les guiñó ligeramente un ojo para indicar que todo iba bien en la casa del bosque. Adamsberg había insistido de nuevo para que Émeri cenara con ellos, y el capitán había acabado por aceptar.
– Al Palomo le ha gustado mucho la idea del palomo -dijo Zerk a Adamsberg en voz baja y natural-, los he dejado en plena conversación. A Hellebaud le encanta cuando el Palomo juega al yoyó. Cuando la bobina llega al suelo, la picotea con todas sus fuerzas.
– Tengo la impresión de que Hellebaud se está alejando de su camino natural. Esperamos al capitán Émeri. Es un tipo alto, marcial y rubio, con un uniforme impecable. Lo llamarás «capitán».
– Muy bien.
– Es descendiente del mariscal Davout; un tipo de la época de Napoleón que nunca fue vencido, y eso es muy importante para él. No metas la pata con eso.
– No hay peligro.
– Aquí están. El tipo moreno y gordo es el cabo Blériot.
– Lo llamo «cabo».
– Exactamente.
Apenas servidos los primeros, Zerk se puso a comer antes que los demás, tal como Adamsberg acostumbraba hacer antes de que Danglard le inculcara los rudimentos del saber estar. Zerk hacía además mucho ruido al masticar, tendría que decírselo. No se había fijado en eso en París. Pero en el ambiente un tanto estirado de ese inicio de velada, tenía la impresión de que sólo se oía a su hijo.
– ¿Cómo va Gand? -preguntó Adamsberg al cabo Blériot. Léo ha conseguido hablarme esta tarde. Su perro la preocupa.
– ¿Ha hablado? -se sorprendió Émeri.
– Sí. Me he quedado casi dos horas junto a ella, y ha hablado. El médico, uno que se llama más o menos Fletán, ni siquiera se ha mostrado satisfecho. Mi método no ha debido de gustarle.
– Merlán -sopló Danglard.
– ¿Y ha esperado todo este tiempo para decírmelo? -exclamó Émeri- Pero ¿qué demonios ha dicho?
– Muy poca cosa. Ha saludado varias veces. Luego ha dicho «Gand» y «azúcar». Eso es todo. Le he asegurado que el cabo daba azúcar al perro todos los días.
– Y es verdad -confirmó Blériot-, aunque no me parezca bien. Pero Gand se planta delante de la caja de azúcar todas las tardes a las seis. Tiene el reloj interno de los intoxicados.
– Mejor. No me habría gustado mentir a Léo. Ahora que habla -dijo Adamsberg volviéndose hacia Émeri-, creo que sería prudente poner vigilancia delante de su habitación.
– Maldita sea, Adamsberg, ¿ha visto cuántos hombres tengo aquí? Éste y la mitad de otro, que divide su servicio entre Ordebec y Saint-Venon. Medio hombre desde todos los puntos de vista. Medio listo, medio tonto, medio dócil, medio colérico, medio sucio y medio limpio. ¿Qué quiere que haga con eso?
– Podríamos instalar una cámara de vigilancia en la habitación -sugirió el cabo.
– Dos cámaras -dijo Danglard-, Una que grabe a toda persona que entre, otra junto a la cama de Léo.
– Muy bien -aprobó Émeri-. Pero los técnicos tienen que venir de Lisieux, no esperen que el dispositivo sea operativo antes de mañana a las tres de la tarde.
– En cuanto a proteger a los otros dos prendidos -añadió Adamsberg-, el vidriero y el arboricultor, podemos destacar a dos hombres de París. El vidriero primero.
– He hablado con Glayeux -dijo Émeri sacudiendo la cabeza-, Se niega en rotundo a cualquier vigilancia. Conozco al bicho, se sentiría muy humillado si la gente creyera que está impresionado por las locuras de la hija Vendermot. No es un tipo de los que se someten así como así.
– ¿Valiente? -preguntó Danglard.
– Más bien violento, pendenciero, muy bien educado, inspirado y sin escrúpulos. Tiene mucho talento para las vidrieras, no cabe duda. No es un hombre simpático, ya se lo dije, y lo verá usted mismo. Que conste que no lo digo porque sea homosexual, pero es homosexual.
– ¿Se sabe en Ordebec?
– No lo oculta; su novio vive aquí, trabaja en el periódico. Es lo opuesto a Glayeux: muy atento, cae bien a todo el mundo.
– ¿Viven juntos? -preguntó Danglard.
– Ah, no. Glayeux vive con Mortembot, el arboricultor.
– ¿Las dos próximas víctimas del Ejército Furioso viven bajo el mismo techo?
– Desde hace años. Son primos, inseparables desde su juventud. Pero Mortembot no es homosexual.
– ¿Herbier también era homosexual? -preguntó Danglard.
– ¿Piensa en una matanza homófoba?
– Cabría planteárselo.
– Herbier no era homosexual, seguro. Más bien un heterosexual bestial tendente a violador. Y no olvide que quien señaló a las víctimas «prendidas» fue Lina. No tengo ninguna razón para pensar que esa chica tiene algo contra los homosexuales. En cuestión de sexualidad, Lina lleva, cómo decirlo, una vida más bien libre.