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– Magnífico pecho -dijo el cabo-. Para comérselo.

– Ya está bien, Blériot -dijo Émeri-. Este tipo de comentario no ayuda a nada.

– Todo cuenta -dijo Adamsberg, que, al igual que su hijo, olvidaba cuidar sus maneras en la mesa y rebañaba la salsa con el pan-, Émeri, se supone que las víctimas señaladas por el Ejército son mala gente, ¿encaja eso con el vidriero y su primo?

– No sólo encaja perfectamente, sino que además es de notoriedad pública.

– ¿Qué se les reprocha?

– Sendos episodios que quedaron en la sombra. Ninguna de mis investigaciones dio resultado, me dio mucha rabia. ¿Y si nos desplazáramos para tomar el café? Aquí tienen un pequeño salón donde tengo el privilegio de poder fumar.

Al levantarse, el capitán volvió a mirar a Zerk, mal vestido con una vieja camiseta muy larga, y pareció preguntarse qué coño pintaba allí el retoño de Adamsberg.

– ¿Tu hijo trabaja contigo? -preguntó mientras se dirigían hacia el saloncito-. ¿Quiere ser policía o qué?

– No. Tiene que hacer un reportaje sobre las hojas podridas, y era una ocasión. Para un periódico sueco.

– ¿Hojas podridas? ¿Te refieres a la prensa? ¿A los periódicos?

– No, a las otras, a las del bosque.

– Se trata del microambiente de la descomposición de los vegetales -intervino Danglard acudiendo en ayuda del comisario.

– Ah, bien -dijo Émeri eligiendo una silla muy recta para sentarse, mientras los demás se instalaban en los sofás.

Zerk ofreció cigarrillos a todos, y Danglard pidió otra botella. Compartir sólo dos botellas entre cinco le había causado un sufrimiento irritante durante la cena.

– Alrededor de Glayeux y de Mortembot hubo dos muertes violentas -explicó Émeri mientras llenaba los vasos-. Hace siete años, el compañero de trabajo de Glayeux se cayó del andamio de la iglesia de Louverain. Estaban los dos arriba, a unos veinte metros, restaurando las vidrieras de la nave. Hace cuatro años, la madre de Mortembot murió en la trastienda del local. Resbaló en la escalera de mano, se agarró a una estantería metálica, que se le derrumbó encima, cargada de macetas y jardineras llenas de kilos de tierra. Dos accidentes impecables. Y una característica común: la caída. Abrí investigaciones en ambos casos.

– ¿Con qué elementos? -preguntó Danglard tomando su vino, aliviado.

– En realidad, porque Glayeux y Mortembot son dos hijos de puta, cada uno en su estilo. Dos ratas de alcantarilla, y se ve a la legua.

– Hay ratas de alcantarilla simpáticas -observó Adamsberg-, Toni y Marie, por ejemplo.

– ¿Quiénes son?

– Dos ratas enamoradas, pero olvídalas -contestó Adamsberg sacudiendo la cabeza.

– Pues ellos no son simpáticos, Adamsberg. Venderían su alma por conseguir dinero y éxitos, y estoy convencido de que eso es lo que hicieron.

– La vendieron al señor Hellequin -dijo Danglard.

– Por qué no, comandante. No soy el único que lo piensa. Cuando ardió la granja de Buisson, no dieron ni un céntimo en la colecta para ayudar a la familia. Son así. Consideran a todos los habitantes de Ordebec como paletos indignos de su interés.

– ¿Con qué motivo abrió la primera investigación?

– Por el gran interés que tenía Glayeux en deshacerse de su colega. El pequeño Tétard [6] -así se apellidaba- era mucho más joven que él, pero estaba mejorando mucho en su terreno, era incluso excelente. Los municipios de la zona empezaban a encargarle trabajos, prefiriéndolo a Glayeux. Estaba claro que el jovenzuelo acabaría suplantando a Glayeux rápidamente. Un mes antes de su caída, el ayuntamiento de Coutances…, ¿conoce su catedral?

– Sí -aseguró Danglard.

– Coutances acababa de elegir a Tétard para restaurar las vidrieras del crucero. No era moco de pavo. Si el jovenzuelo lo hacía bien, estaba lanzado. Y Glayeux prácticamente hundido, y humillado. Pero Tétard se cayó. Y el ayuntamiento de Coutances se conformó con Glayeux.

– Claro -murmuró Adamsberg-. ¿Qué resultados dio el examen del andamio?

– No era reglamentario; las tablas estaban mal sujetas a los tubos metálicos, las sujeciones estaban flojas. Glayeux y Tétard estaban trabajando en vidrieras distintas, o sea sobre tablas distintas. A Glayeux le bastaba aflojar unas cuerdas y desplazar una tabla durante la noche, tenía la llave de la iglesia mientras duraban las obras, y luego ponerla en equilibrio inestable al borde del tubo. Así de fácil.

– Imposible de demostrar.

– No -dijo Émeri con amargura-. Ni siquiera pudimos inculpar a Glayeux por falta profesional porque había sido Tétard el encargado de montar el andamio con un primo suyo. Tampoco hubo pruebas en lo de Mortembot. No estaba en la trastienda cuando la madre cayó, estaba descargando una entrega en el almacén. Pero no es difícil hacer caer una escalera a distancia. Basta atar una cuerda a uno de los pies y tirar desde lejos. Al oír el estrépito, Mortembot se precipitó en su ayuda con un empleado. Pero no había ninguna cuerda.

Émeri miró a Adamsberg con cierta insistencia, como si lo desafiara a encontrar la solución.

– No había hecho un nudo -dijo Adamsberg-, Se limitó a pasar la cuerda alrededor del pie de la escalera. Sólo tuvo que tirar de uno de los cabos desde donde estuviera para traer hacia sí toda la cuerda. Le habrá llevado apenas unos segundos si la cuerda se deslizaba bien.

– Exactamente. Y no deja huella.

– No todo el mundo puede dejar miga de pan en algún sitio.

Émeri volvió a servirse café, comprendiendo que había un gran número de frases de Adamsberg que valía mejor dejar sin respuesta. Había creído en la reputación de ese policía, pero, sin prejuzgar lo que pudiera pasar después, parecía claro que Adamsberg no seguía una vía exactamente normal. O que él no era normal. En cualquier caso, un tipo tranquilo que, tal como esperaba, no lo había dejado de lado en esta investigación.

– ¿Mortembot no se entendía con su madre?

– Que yo sepa, sí. Incluso se mostraba más bien sumiso con ella. Salvo que a su madre la indignaba que su hijo viviera con su primo, porque Glayeux era homosexual, y eso la avergonzaba. No paraba de darle la lata con eso. Le exigía que volviera a casa, amenazándolo con privarlo de una parte de la herencia si no accedía. Mortembot iba diciendo que sí para que lo dejara en paz, pero no cambiaba de vida. Y las discusiones volvían a empezar. El dinero, el negocio, la libertad, eso es lo que él quería. Debió de considerar que la mujer había vivido bastante, y me imagino que Glayeux lo iba animando. Era el tipo de mujer capaz de vivir doscientos años sin dejar de ocuparse de la tienda. Era maniática, pero tenía sus razones. Dicen que la calidad de las plantas ha bajado desde su muerte. Vende fucsias que se mueren al primer invierno. Y eso que conseguir que se muera una fucsia tiene mérito. Es un chapucero con los esquejes, eso dicen.

– Ah, sí -dijo Adamsberg, que no había hecho esquejes en su vida.

– Los acorralé a ambos tanto como pude, con arresto sin sueño y toda la pesca. Glayeux se quedó riéndose, despectivo, esperando a que pasara. Mortembot ni siquiera tuvo la decencia de fingir lamentar la pérdida de su madre. Se convertía en el único propietario del vivero y las sucursales, un negocio muy importante. El es del género flemático, un gordo plácido, no reaccionaba a ninguna provocación o amenaza. No pude hacer nada, pero para mí son asesinos de la clase más interesada y cínica. Y, si existiera el señor Hellequin, sí, eligiría a hombres así para llevárselos.

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[6] «Renacuajo» en francés. (N. de la T.)