– ¿Cómo se toman la amenaza del Ejército Furioso?
– Como se tomaron las investigaciones. Les importa un rábano, y consideran a Lina como una pirada histérica, incluso una asesina.
– Lo cual podría no ser falso -dijo Danglard, que cerraba a medias los ojos.
– Ya verá a la familia. No se sorprenda demasiado, los tres hermanos también están tarados. Te lo dije, Adamsberg, tienen razones a mansalva. Su padre los destrozó literalmente. Pero, si quieres que todo vaya bien, nunca te acerques bruscamente a Antonin.
– ¿Es peligroso?
– Al contrario. Tiene miedo en cuanto alguien se aproxima a él, y toda la familia hace piña para protegerlo. Está convencido de que su cuerpo está hecho en parte de arcilla.
– Ya me hablaste de eso.
– De arcilla desmoronadiza. Antonin cree que se romperá si recibe un choque violento. Está totalmente pirado. Aparte de eso, parece normal.
– ¿Trabaja?
– Hace cosas con su ordenador sin salir de casa. No te sorprendas si no entiendes todo lo que dice el mayor, Hippolyte, a quien todo el mundo llama Hippo, hasta el punto de que acaba asociándolo a un hipopótamo. No le va mal, por la envergadura, o por el peso. Cuando le da, pronuncia las frases al revés.
– ¿En «resve»?
– No, invierte las palabras letra a letra.
Émeri se interrumpió para pensar y, desistiendo, sacó una hoja y un papel de su bolsa.
– Suponga que quiere decir «¿Qué tal está, comisario?», el resultado será el siguiente -y Émeri se aplicó a escribir letra a letra en el papel-: «¿Euq lat atse, oirasimoc?».
Y pasó la hoja a Adamsberg, que la examinó estupefacto. Danglard había abierto los ojos ante la llegada de una nueva experiencia intelectual.
– Pero hay que ser un genio para hacer esto -dijo Danglard frunciendo las cejas.
– Es un genio. Toda la familia lo es en su estilo. Por eso son respetados aquí, y por eso nadie se acerca mucho a ellos. Un poco como con seres sobrenaturales. Hay quien considera que habría que deshacerse de ellos, hay quien dice que sería muy peligroso. Con todo el talento que tiene, Hippolyte nunca ha buscado un empleo. Se ocupa de la casa, del huerto, del vergel, de las aves del corral. Esa casa es una especie de autarquía.
– ¿Y el tercero?
– Martin es menos impresionante, pero no te fíes de las apariencias. Es delgado y largo como una gamba morena, con grandes patas. Va por los prados y bosques recogiendo todo tipo de bichos para comérselos, saltamontes, orugas, mariposas, hormigas, qué sé yo.
– ¿Se los come crudos?
– No, los cocina. Como plato principal o como condimento. Inmundo. Pero tiene su clientela en la zona, para las mermeladas de hormiga, por sus virtudes terapéuticas.
– ¿Toda la familia come de eso?
– Sobre todo Antonin. Inicialmente, Martin se puso a recoger insectos por él, para consolidar su arcilla. Que se dice «allicra» en la lengua de Hippolyte.
– ¿Y la hija? Aparte de que ve al Ejército Furioso.
– Nada más que señalar, salvo que entiende sin problema las frases al revés de su hermano Hippo. No es que sea tan difícil hacerlas, pero se necesita un buen cerebro.
– ¿Aceptan visitas?
– Son muy hospitalarios con los que consienten en ir a su casa. Abiertos, más bien alegres, incluso Antonin. Los que los temen dicen que esa cordialidad es fingida, para atraer gente a su casa, y que, una vez que entras allí, estás perdido. No les caigo bien, por las razones que te he dicho, y porque los considero tarados; pero si no les hablas de mí, todo irá bien.
– ¿Quién era inteligente, el padre o la madre?
– Ninguno de los dos. A la madre ya la viste en París si no me equivoco. Es muy corriente. No hace ningún ruido, ayuda a la intendencia. Si quieres resultarle agradable, llévale unas flores. Es algo que le encanta, porque la bestia torturadora, su marido, nunca le regaló flores. Luego las seca colgándolas boca abajo.
– ¿Por qué dices «torturador»?
Émeri se levantó torciendo el gesto.
– Ve a verlos primero. Pero antes -añadió con una sonrisa- pasa por el camino de Bonneval, coge un trocito de tierra y métetelo en el bolsillo. Por aquí se dice que protege de los poderes de Lina. No olvides que esa chica es la puerta abierta en el muro que separa a los vivos de los muertos. Con un trozo de tierra estás a salvo. Pero, como no hay nada fácil, no te acerques a ella a menos de un metro, porque dicen que huele, con la nariz quiero decir, si llevas tierra del camino. Y no le gusta.
Al dirigirse hacia el coche junto a Danglard, Adamsberg se puso la mano sobre el bolsillo del pantalón, preguntándose qué espíritu le habría soplado mucho antes esa idea de coger un fragmento de tierra de Bonneval. Y por qué llevaba el trozo encima.
Capítulo 22
Adamsberg esperaba delante de la oficina de los abogados -bufete Deschamps y Poulain- en una callejuela alta de Ordebec. Parecía que, dondequiera que estuviera uno en la cima de la pequeña ciudad, se veían vacas petrificadas a la sombra de los manzanos. Lina iba a salir para reunirse con él de un momento a otro, Adamsberg no iba a tener tiempo de ver moverse una. Quizá resultara más rentable, desde ese punto de vista, observar una sola vaca, más que recorrer con la vista el prado entero.
No había querido precipitar las cosas convocando a Lina Vendermot a la gendarmería, de modo que la había invitado al Jabalí azul, donde se podía hablar discretamente, bajo las vigas bajas de madera. Por teléfono, la voz era cálida, sin temor ni cohibición. Mientras miraba una vaca, Adamsberg trataba de ahuyentar su deseo de ver el pecho de Lina, desde que el cabo Blériot lo había elogiado espontáneamente. De ahuyentar también la idea, suponiendo que la sexualidad de la joven fuera tan libre como lo anunciaba Émeri, de acostarse con ella fácilmente. Ese equipo de Ordebec estrictamente compuesto de hombres tenía, para él, un aspecto un tanto desolador. Pero nadie apreciaría que se acostara con una mujer que encabezaba la lista negra de los sospechosos. En su teléfono número 2 apareció un mensaje, y se volvió hacia la sombra para descifrarlo. Por fin Retancourt. La idea de tener a Retancourt en inmersión solitaria en el abismo de los Clermont-Brasseur lo había preocupado mucho la noche anterior, antes de que se quedara dormido en el surco del colchón de lana. Había tantos escualos en el fondo marino. Retancourt había hecho submarinismo hacía un tiempo, y había tocado, impertérrita, la rasposa piel de unos cuantos. Pero los escualos humanos eran mucho más serios que los escualos peces, cuyo nombre corriente -tiburones- no recordaba en ese momento. Noche crimen: Salvador 1 + Sv 2 + padre presentes en cena gala de la FIA, Federación Ind. Aceros. Bebieron mucho, informarse. Sv 2 conducía el Mercedes, llamó policía. Sv 1 se fue solo propio coche. Informado más tarde. No tintorería trajes Sv 1 ni Sv 2. Examinados: impecables, sin olor a gasolina. Un traje Sv 1 tinte, pero no el de la gala. Adjunto fotos trajes gala + fotos 2 hermanos. Antipáticos con personal.
Adamsberg abrió las fotos de un traje azul con raya diplomática, llevado por Christian Salvador 1, y la chaqueta llevada por Christophe Salvador 2, imitación de estilo propietario de yate. Cosa que sin duda era, por añadidura. A veces los escualos poseen yates para descansar después de sus largos recorridos por el mar, tras haber engullido un par de calamares. Luego venía una instantánea de tres cuartos de Christian, muy elegante, esta vez con el pelo corto, y otra de su hermano, grueso y sin encanto.
El letrado Deschamps salió de la oficina antes que su colaboradora y miró con cuidado a diestra y siniestra antes de cruzar la callejuela directamente hacia Adamsberg, con paso presuroso y amanerado, conforme con la voz que había oído esa misma mañana por teléfono.