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– Comisario Adamsberg -dijo Deschamps estrechándole la mano-, así que viene usted a ayudarnos. Eso me tranquiliza; sí, mucho. Caroline me tiene muy preocupado, mucho.

– ¿Caroline?

– Lina, si lo prefiere. En el bufete, es Caroline.

– ¿Y Lina, está ella preocupada? -preguntó Adamsberg.

– Si lo está, no quiere que se le note. Por supuesto toda esta historia no le gusta, pero no creo que sea consciente de las consecuencias que puede tener para ella y para su familia. La marginación, la venganza, o sabe Dios qué. Es muy preocupante, mucho. Tengo entendido que ayer logró usted el milagro de hacer hablar a Léone.

– Sí.

– ¿Le importaría decirme lo que dijo?

– No, señor letrado. «Hello», «Gand» y «Azúcar».

– ¿Eso revela algo?

– Nada.

A. Adamsberg le pareció que el pequeño Deschamps se sentía aliviado, quizá porque Léo no había pronunciado el nombre de Lina.

– ¿Cree que volverá a hablar?

– El médico la ha condenado. ¿Es Lina? -preguntó Adamsberg al ver abrirse la puerta del bufete.

– Sí. No sea brusco con ella, se lo ruego. Lleva una vida dura, ¿sabe? Un sueldo y medio para alimentar cinco bocas, y la pequeña pensión de la madre. Son pobres diablos. Perdón -corrigió enseguida-. No crea que con eso he querido insinuar nada -añadió el abogado antes de alejarse a toda prisa, como si huyera.

Adamsberg estrechó la mano a Lina.

– Gracias por aceptar verme -dijo, profesional.

Lina no era una criatura perfecta, ni mucho menos. Tenía el busto demasiado grueso para unas piernas demasiado finas, un poco de barriga, la espalda un tanto encorvada, los dientes ligeramente hacia delante. Pero sí, el cabo tenía razón, a uno le entraban ganas de devorarle el pecho, y ya que estaba, el resto, con su piel tersa, sus brazos torneados, su rostro claro un poco ancho, enrojecido en los altos pómulos, muy normando, el conjunto cubierto de pecas que la decoraban con puntitos dorados.

– No conozco el Jabalí azul -dijo Lina.

– Está enfrente del mercado de las flores, a dos pasos de aquí. No es muy caro y la comida es deliciosa.

– Enfrente del mercado está el Jabalí corredor.

– Eso es, corredor.

– No azul.

– No, no azul.

Mientras la acompañaba por las callejuelas, Adamsberg tomó consciencia de que su deseo de comerla predominaba sobre el de acostarse con ella. Esa mujer le abría desmedidamente el apetito, le recordó de repente un trozo enorme de kugelhopf que había engullido de pequeño, elástico y tibio, con miel, en casa de una tía suya en Alsacia. Eligió una mesa junto a una ventana, preguntándose cómo iba a ser capaz de llevar a cabo un interrogatorio correcto con un pedazo tibio de kugelhopf con miel, del color exacto de la cabellera de Lina, que se terminaba en grandes bucles sobre sus hombros. Hombros que el comisario no veía bien, porque Lina llevaba un largo chal de seda azul, idea peregrina en pleno verano. Adamsberg no había preparado su primera frase, había preferido esperar a verla e improvisar. Pero ahora que Lina resplandecía con su vello rubio frente a él, no conseguía asociarla al espectro negro del Ejército Furioso, a la mujer que ve el espanto y lo transmite. Cosa que era. Pidieron los platos y ambos esperaron un rato en silencio, comiendo pellizcos de pan. Adamsberg la miró de refilón. Su semblante seguía siendo despejado y atento, pero no hacía ningún esfuerzo para ayudarle. El era policía, ella había desencadenado una tormenta en Ordebec, él sospechaba de ella, ella sabía que la gente pensaba que estaba loca; ésos eran los datos simples de la situación. Adamsberg se puso de lado, desviando la mirada hacia el bar de madera.

– Es posible que llueva -acabó diciendo.

– Sí, se está cargando al oeste. Quizá caiga por la noche.

– O esta tarde. Todo partió de usted, señorita Vendermot.

– Llámeme Lina.

– Todo partió de usted, Lina. No me refiero a la lluvia, sino a la tormenta que acecha a Ordebec. Y nadie sabe todavía dónde va a detenerse esa tormenta, ni cuántas víctimas provocará, ni si se va a volver contra usted.

– Nada partió de mí -dijo Lina tirando del chal-. Todo viene de la Mesnada Hellequin, que pasó, y yo la vi. ¿Qué quiere que haga? Había cuatro prendidos, y habrá cuatro muertos.

– Pero usted fue quien habló de eso.

– Quien ve al Ejército tiene la obligación de decirlo, tiene la obligación. Usted no puede comprenderlo. ¿De dónde es?

– De Béarn.

– Entonces está claro que no, que no puede. Es un ejército de las llanuras del norte. Los que son vistos con él pueden tratar de protegerse.

– ¿Los prendidos?

– Sí. Por eso el que los ve debe hablar. Es excepcional que un prendido consiga liberarse, pero ya ha ocurrido. Glayeux y Mortembot no merecen vivir, pero todavía les queda una posibilidad de salvarse. Y tienen derecho a esa posibilidad.

– ¿Tiene usted razones personales para odiarlos?

Lina esperó que les trajeran los platos antes de contestar. Tenía hambre de forma aparente, o ganas de comer, y miraba la comida con auténtica pasión. A Adamsberg le pareció lógico que una mujer tan devorable estuviera dotada de un apetito tan sincero.

– Personal, no -dijo ocupándose inmediatamente de su plato-. Es sabido que ambos son asesinos. La gente trata de no tener trato con ellos, y no me extrañó verlos en manos de la Mesnada.

– ¿Como Herbier?

– Herbier era un ser abominable. Siempre tenía que disparar a algo. Pero estaba mal de la cabeza. Glayeux y Mortembot no. Matan cuando les sale rentable. Son sin duda peores que Herbier.

Adamsberg se obligó a comer más rápidamente que de costumbre para seguir el ritmo de la joven. No deseaba encontrarse frente a ella con el plato a medias.

– Pero dicen que, para ver al Ejército Furioso, también hay que estar mal de la cabeza. O mentir.

– Puede usted pensar lo que quiera. Yo lo veo, y no puedo hacer nada para evitarlo. Lo veo en el camino, y estoy en ese camino a pesar de que mi habitación está a tres kilómetros de allí.

Lina untaba con el tenedor unos trozos de patata en una salsa de nata, poniendo en ello una energía y una tensión asombrosas. Una avidez casi embarazosa.

– También se puede decir que se trata de una visión -prosiguió Adamsberg-. Una visión en la que usted pone en escena a personas a las que odia. Herbier, Glayeux, Mortembot.

– Lo he consultado con médicos, ¿sabe? -dijo Lina saboreando intensamente el bocado-. En el hospital de Lisieux, me hicieron toda una serie de exámenes fisiológicos y psiquiátricos durante dos años. El fenómeno les interesaba, por Santa Teresa, claro. Usted busca una explicación tranquilizadora, pero yo también la he buscado. No hay. No encontraron falta de litio, o de otras sustancias que le hacen a uno ver la virgen u oír voces. Me consideraron equilibrada, estable, incluso muy razonable. Me abandonaron a mi suerte sin llegar a ninguna conclusión.

– ¿Y qué habría que concluir, Lina? ¿Que el Ejército Furioso existe, que pasa realmente por el camino de Bonneval y que lo ve de verdad?

– No puedo asegurar que exista, comisario. Pero estoy segura de que lo veo. Por lo que se sabe, siempre ha existido alguien que ve pasar al Ejército en Ordebec. Puede que haya por ahí una nube antigua, un humo, un desorden, un recuerdo en suspensión. Puede que yo lo atraviese como se pasa a través de un vaho.

– ¿Y cómo es ese señor Hellequin?

– Muy guapo -replicó rápidamente Lina-. Un rostro grave y espléndido, el pelo rubio y sucio le llega por los hombros, sobre la armadura. Pero es terrorífico. Bueno -añadió en voz mucho más baja, vacilante-, eso es porque no tiene la piel normal.