Выбрать главу

Lina interrumpió la frase y acabó precipitadamente su plato con mucho adelanto respecto a Adamsberg. Luego se apoyó en el respaldo, todavía más resplandeciente y relajada por la saciedad.

– ¿Estaba bueno? -preguntó Adamsberg.

– Formidable -contestó ella con candor-. Nunca había venido. No nos lo podemos permitir.

– Vamos a tomar queso y postre -añadió Adamsberg deseoso de que la joven lograra una relajación completa.

– Primero, acabe -dijo ella amablemente-. Come usted despacio. Dicen que los policías tienen que hacerlo todo deprisa.

– Yo no sé hacer nada deprisa. Hasta cuando corro, voy despacio.

– La prueba de que digo la verdad -interrumpió Lina- es que la primera vez que vi pasar al Ejército, nadie me había hablado nunca de él.

– Pues dicen que en Ordebec todo el mundo lo conoce, sin necesidad de ser informado. Dicen que lo aprende uno al nacer, con la primera respiración, con el primer sorbo de leche.

– No en mi casa. Mis padres siempre habían vivido aislados. Ya le habrán dicho que mi padre era impresentable.

– Sí.

– Y es verdad. Cuando conté a mi madre lo que había visto -y en esa época yo lloraba mucho, chillaba-, ella creyó que yo estaba enferma, que era víctima de una especie de «trastorno de los nervios», como se decía entonces. Ella nunca había oído hablar de la Mesnada Hellequin, tampoco mi padre. De hecho, solía volver tarde de sus cacerías, por el camino de Bonneval. Y eso que los que conocen la historia nunca pasan por el camino cuando cae la noche. Incluso los que no creen en eso lo evitan.

– ¿Cuándo fue esa primera vez?

– Cuando tenía once años. Sucedió justo dos días después de que un hacha partiera en dos la cabeza de mi padre. Tomaré una isla flotante -dijo a la camarera-, con mucha almendra fileteada.

– ¿Un hacha? -dijo Adamsberg un tanto aturdido-. ¿Así murió su padre?

– Partido en dos como un cerdo, exactamente -dijo Lina, que imitó tranquilamente la acción abatiendo el filo de la mano sobre la mesa-. Un golpe en la cabeza y otro en el esternón.

Adamsberg observó esa ausencia de emoción y se planteó la posibilidad de que su kugelhopf con miel pudiera no ser tan tierno.

– Luego tuve pesadillas durante mucho tiempo. El médico me daba calmantes. No por lo de mi padre cortado en dos, sino porque la idea de volver a ver a los jinetes me aterrorizaba. ¿Entiende? Están podridos, como el rostro del señor Hellequin. Dañados -añadió con un ligero estremecimiento-. Ni los hombres ni sus monturas tienen todos sus miembros; hacen un ruido espantoso, pero los gritos de las personas que llevan con ellos son todavía peores. Afortunadamente, luego no se produjo nada durante ocho años, y me creí liberada, sólo afectada en mi infancia por ese «trastorno de los nervios». Pero a los diecinueve años, volví a verlo. ¿Lo ve, comisario? No es una historia divertida, no es una anécdota que me inventaría para hacerme la interesante. Es una fatalidad espantosa, y quise suicidarme dos veces. Pero un psiquiatra de Caen me hizo vivir a pesar de todo, con el Ejército. Me molesta, me estorba, pero ya no me impide ir y venir. ¿Cree que puedo pedir más almendras?

– Claro -dijo Adamsberg levantando la mano hacia la camarera.

– ¿No saldrá muy caro?

– Paga la policía.

Lina se echó a reír agitando la cuchara.

– Por una vez que paga la policía por exceso de velocidad…

Adamsberg la miró sin comprender.

– He comido como una exhalación y encima pido suplemento de postre, cuando usted apenas tiene tiempo de probar lo que tiene en el plato. Era una broma.

– Ah, ya, claro -dijo Adamsberg sonriendo-. Perdone, no soy rápido de entendederas. ¿Le molestaría seguir hablándome de su padre? ¿Se sabe quién lo mató?

– Nunca se supo.

– ¿Se sospechó de alguien?

– Claro.

– ¿De quién?

– De mí -dijo Lina recobrando la sonrisa-. Cuando oí los alaridos, corrí al piso de arriba y lo encontré ensangrentado en su habitación. Mi hermano Hippo, que sólo tenía ocho años, me vio con el hacha y se lo dijo a los gendarmes. No creyó hacer nada malo, sólo respondía a las preguntas que le hacían.

– ¿Cómo, con el hacha?

– Yo la había recogido. Los gendarmes pensaron que había limpiado el mango, porque no encontraron huellas aparte de las mías. Al final, gracias a la ayuda de Léo y del conde, me dejaron en paz. La ventana de la habitación estaba abierta. Resultaba muy fácil al asesino fugarse por allí. Mi padre caía mal a todo el mundo, igual que Herbier. Cada vez que tenía una crisis de violencia, la gente decía que era la bala, que se le movía en la cabeza. De niña, yo no lo entendía.

– Yo tampoco. ¿Qué es lo que se le movía?

– La bala. Mi madre dice que, antes de la Guerra de Argelia, cuando se casó con él, era más o menos buen hombre. Luego recibió esa bala, que no pudieron extraerle de la cabeza. Lo declararon inepto para el servicio y lo destinaron al pelotón de información. O sea de torturador. Le dejo un momento, que voy a fumar fuera.

Adamsberg se reunió con ella y sacó de su bolsillo un cigarrillo medio aplastado. Veía de muy cerca el cabello color de miel con kugelhopf, muy denso para una mujer normanda. Y las pecas sobre los hombros, cuando resbaló el chal, antes de que ella lo volviera a colocar con presteza.

– ¿Le pegaba?

– ¿Y a usted, le pegaba el suyo?

– No. Era zapatero remendón.

– Eso no tiene nada que ver.

– No.

– A mí nunca me puso la mano encima. Pero a mis hermanos los hizo papilla. Cuando Antonin era bebé, lo cogió por el pie y lo tiró por las escaleras. Así, sin más. Catorce fracturas. Estuvo envuelto en yeso todo un año. Martin no comía. Vaciaba discretamente sus platos en el hueco metálico de la pata de la mesa. Un día, mi padre lo descubrió. Lo obligó a vaciar la pata de la mesa con un anzuelo y a comérselo todo. Estaba podrido, claro. Y todo así.

– ¿Y al mayor, Hippo?

– Peor.

Lina aplastó el cigarrillo en el suelo y empujó limpiamente la colilla hasta el arroyo. Adamsberg sacó el móvil -el segundo, el clandestino-, que vibraba en el bolsillo. Voy a verte esta tarde. Da dirección. LVB.

Veyrenc. Veyrenc, que iba a venir a zamparse el kugelhopf delante de sus narices, que se iba a llevar el pastel, con su cara tierna y su labio de chica.

– No hace falta. Todo bien -contestó Adamsberg.

– No todo bien. Da dirección.

– ¿No basta teléfono?

– Da dirección, joder.

Adamsberg volvió a la mesa y tecleó a regañadientes la dirección de la casa de Léo, con el humor momentáneamente oscurecido. Se acumulaban nubes al oeste, llovería esa noche.

– ¿Pasa algo?

– Va a venir un colega -dijo Adamsberg guardándose el móvil en el bolsillo.

– Entonces, íbamos siempre a casa de Léo -prosiguió Lina sin lógica-. Ella nos educó, ella y el conde. Dicen que Léo no saldrá de ésta, que la maquinaria está rota. Creo que usted la encontró. Y que a usted le habló un poco.

– Un momento -dijo Adamsberg tendiendo el brazo.

Sacó un bolígrafo del bolsillo y escribió «maquinaria» en la servilleta de papel. Una palabra que ya había pronunciado el médico con nombre de pez. Una palabra que acababa de traer una nube ante sus ojos, y quizá una idea dentro de la nube, pero no sabía cuál. Se guardó la servilleta y alzó de nuevo los ojos hacia Lina, ojos de alguien que acaba de levantarse.

– ¿Vio a su padre en el Ejército cuando tenía once años?

– Había un «prendido», sí, un hombre. Pero había fuego y mucho humo, tenía las manos crispadas sobre la cara y gritaba. No estoy segura de que fuera él. Pero supongo que sí. Reconocí sus zapatos, en cualquier caso.