– ¿Y la segunda vez, hubo un «prendido»?
– Había una anciana. Era conocida, por las noches lanzaba piedras a las contraventanas de las casas. Murmuraba imprecaciones, era el tipo de mujer que da miedo a todos los críos de la zona.
– ¿Acusada de asesinato?
– Ni idea, no creo. Quizá su marido, que falleció muy pronto.
– ¿Y ella murió?
– Nueve días después de la aparición del Ejército Furioso, en su cama. Luego la Mesnada ya no pasó más, hasta que la vi el mes pasado.
– ¿Y el cuarto prendido? ¿No lo reconoció? ¿Hombre, mujer?
– Hombre, pero no estoy segura. Porque se le había caído encima un caballo, y tenía el pelo ardiendo, ¿entiende? No se distinguía bien.
Se puso la mano en el vientre orondo, como para apreciar con sus dedos la comida que tan rápidamente había engullido.
Eran las cuatro y media cuando Adamsberg fue a pie a la posada de Léo, con el cuerpo un poco entumecido de haber luchado contra sus deseos. De vez en cuando, sacaba la servilleta de papel, observaba la palabra «maquinaria» y la volvía a guardar. No le sugería absolutamente nada. Si había una idea en ello, debía de estar profundamente hundida, pillada bajo alguna roca marina, oculta por matas de algas. Algún día, se liberaría, ascendería a la superficie, fluctuante. Adamsberg no conocía otra manera de reflexionar. Esperar, lanzar sus redes sobre el agua, mirar dentro.
En la posada, arremangado, Danglard cocinaba mientras discurría, bajo la mirada atenta de Zerk.
– Es muy excepcional -decía Danglard- que el dedo meñique del pie esté bien formado. Por lo general, está contrahecho, torcido, encogido, por no hablar de la uña, que está muy atrofiada. Ahora que ya está dorado por un lado, puedes dar la vuelta a los trozos.
Adamsberg se apoyó en el marco de la puerta y miró a su hijo ejecutar las consignas del comandante.
– ¿Es por culpa de los zapatos? -preguntaba Zerk.
– Es por la evolución. El hombre anda menos, el último dedo se atrofia, está en vías de extinción. Algún día, dentro de unos cuantos cientos de miles de años, sólo quedará de él un fragmento de uña en el costado del pie. Como en el caballo. Los zapatos no arreglan las cosas, por supuesto.
– Lo mismo pasa con las muelas del juicio. Ya no tienen sitio para crecer.
– Exactamente. El dedo meñique es la muela del juicio del pie, en cierto modo.
– O la muela del juicio es el dedo meñique de la boca.
– Sí, pero dicho así, se entiende menos.
Adamsberg entró y se sirvió una taza de café.
– ¿Cómo ha ido?
– Me ha irradiado.
– ¿Ondas nefastas?
– No, doradas. Está un poco gorda, tiene los dientes hacia delante, pero me ha irradiado.
– Peligroso -comentó Danglard en tono de desaprobación.
– No creo haberle hablado nunca del kugelhopf con miel que comí de niño en casa de una tía mía. Pues es eso, pero con un metro sesenta y cinco de altura.
– Recuerde que esa Vendermot es una pirada morbosa.
– Es posible. No lo parece. Es a la vez segura de sí misma e infantil, parlanchina y prudente.
– Y lo mismo tiene unos dedos de los pies feos.
– Atrofiados -completó Zerk.
– Me da igual.
– Si tanto le ha gustado -masculló Danglard-, no está usted hecho para llevar la investigación. Le dejo la cena y tomo el relevo.
– No. Voy a visitar a los hermanos a las siete. Veyrenc llega esta noche, comandante.
Danglard se tomó su tiempo para echar medio vaso de agua encima del pollo troceado, cubrirlo y bajar el fuego.
– Déjalo así media hora -dijo a Zerk antes de volverse hacia Adamsberg-. No necesitamos a Veyrenc, ¿por qué le ha pedido que venga?
– Se ha invitado solo y sin motivo, Danglard. ¿Por qué una mujer lleva un chal sobre los hombros con el tiempo que hace?
– Por si llueve -dijo Zerk-. Se está nublando al oeste.
– Para disimular una malformación -propuso Danglard-. Una pústula o una señal del Diablo.
– Me da igual -volvió a decir Adamsberg.
– Los que ven al Ejército Furioso, comisario, no son seres benéficos y solares. Son almas oscuras y nefastas. Irradiado o no, no lo olvide.
Adamsberg no respondió. Sacó de nuevo la servilleta de papel.
– ¿Qué es? -preguntó Danglard.
– Una palabra que no me dice nada. Maquinaria.
– ¿Quién la ha escrito?
– Yo, Danglard, ¿quién va a ser?
Zerk asintió, como si comprendiera perfectamente.
Capítulo 23
Lina lo hizo pasar a la sala principal, donde lo esperaban tres hombres, de pie y circunspectos, alineados junto a una gran mesa. Adamsberg había pedido a Danglard que lo acompañara para que viera por sí mismo la irradiación. Identificó fácilmente al tercero, Martin, larguirucho, flaco y moreno como una rama de madera seca; era el que había tenido que tragarse la comida podrida acumulada en la pata de la mesa. Hippolyte, el mayor de los hermanos, de unos cuarenta años, tenía una cabeza ancha y rubia, bastante similar a la de su hermana, pero sin el principio destellante. Era alto y de constitución muy sólida, y le tendió una mano grande y un poco deforme. Al extremo de la mesa, Antonin los miraba aproximarse con aprensión. Moreno y flaco como su hermano Martin, pero más proporcionado, con los brazos alrededor del vientre hueco, en postura de protección. Era el más joven, el que era de arcilla. Treinta y cinco años aproximadamente, acusados quizá por la estrechez de su rostro, donde los ojos ansiosos parecían demasiado grandes. Desde su sillón, disimulada en un rincón de la estancia, la madre hizo sólo un saludo con la cabeza. Había cambiado la bata floreada por una vieja blusa gris.
– A Émeri no le habríamos dejado entrar -explicó Martin con los gestos rápidos y bruscos de un largo saltamontes-. Pero con usted no es lo mismo. Lo esperábamos para el aperitivo.
– Muy amables -dijo Danglard.
– Somos buena gente -confirmó Hippolyte, más pausado, mientras disponía los vasos en la mesa-. ¿Quién de ustedes es Adamsberg?
– Yo -dijo Adamsberg, sentándose en una vieja silla cuyas patas habían sido reforzadas con cuerda-. Y éste es mi colaborador, el comandante Danglard.
Luego se dio cuenta de que todas las sillas estaban reforzadas con cuerda, sin duda para evitar que se rompieran y que cayera Antonin. El mismo motivo, seguramente, para los amortiguadores de goma clavados en los marcos de las puertas. La casa era grande, estaba apenas amueblada, era pobre, le faltaban placas de yeso, los muebles eran de contrachapado, pasaban corrientes de aire por debajo de las puertas, las paredes estaban prácticamente desnudas. Había tal zumbido en la sala que Adamsberg se llevó instintivamente un dedo al oído, como si los acúfenos de los meses pasados volvieran a visitarlo. Martin se precipitó hacia una cesta de mimbre cerrada.
– Me los llevo fuera -dijo-. Hacen un ruido molesto, cuando no se está acostumbrado.
– Son grillos -explicó Lina en voz baja-. Hay unos treinta en el cesto.
– ¿Martin se los va a comer de verdad esta noche?
– Los chinos lo hacen -aseguró Hippolyte-, y los chinos siempre han sido más que nosotros y desde hace más tiempo. Martin hará con ellos un paté, con picadillo, huevo y perejil. A mí me gustan más en quiche.
– La carne de grillo consolida la arcilla -añadió Antonin-, El sol también, pero hay que tener cuidado de que no se deseque.
– Émeri me habló de eso. ¿Lleva tiempo con este problema de arcilla?