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De nuevo los rostros de los hermanos se iluminaron son sendas sonrisas, como si la triste historia del sexto dedo los divirtiera profundamente.

– Cuenta -dijo Antonin, ilusionado ante la perspectiva de volver a oír esa historia tan graciosa.

– Una noche, cuando yo tenía ocho años, puse las dos manos sobre la mesa, sin manoplas, y a padre le entró una ira más terrorífica que la cólera de Hellequin. Cogió el hacha. La misma que más tarde lo partió en dos.

– La bala se le había girado en el cerebro -intervino súbitamente la madre, con voz un poco implorante.

– Sí, mamá, seguramente fue la bala -dijo Hippo con impaciencia-. Me cogió la mano derecha y seccionó el dedo. Lina dice que me desmayé, que mamá chillaba, que había sangre por toda la mesa, que mamá se lanzó sobre él. Pero luego cogió la mano izquierda y se cargó el otro dedo.

– La bala se le había girado.

– Se le había girado muchísimo, mamá -dijo Martin.

– Mamá me cogió en brazos y corrió al hospital. Me habría desangrado antes de llegar si no se hubiera encontrado por el camino con el conde. Volvía de una velada muy elegante, ¿verdad?

– Muy elegante -confirmó Antonin poniéndose la camisa-. Y llevó a mamá y a Hippo a toda máquina, se le quedó el cochazo lleno de sangre. El conde es bueno, a eso me refiero. Y a él no lo prenderá nunca la Mesnada. Llevaba todos los días a mamá al hospital para que pudiera ver a Hippo.

– El médico no lo cosió bien -dijo Martin con rencor-. Hoy en día, cuando te quitan un dedo, no queda ninguna marca. Pero ese Merlán, porque ya estaba él en aquella época, es un merluzo. Le destrozó las manos.

– No pasa nada, Martin -dijo Hippolyte.

– Nosotros vamos al médico a Lisieux, nunca vamos a ver al Merluzo.

– Hay gente que va a que le quiten el sexto dedo, pero que luego se arrepiente toda la vida. Cuentan que uno pierde su identidad con el dedo que deja. Hippo dice que a él le da igual. Una chica en Marsella fue a buscar sus dedos en la basura del hospital y los conservó siempre en un bote. ¿Se imagina? Creemos que es lo que hizo mamá, aunque no quiera decirlo.

– Idiota -dijo escuetamente la madre.

Martin se limpió las manos con un trapo y se volvió hacia Hippolyte con la misma sonrisa seductora.

– Cuenta lo que pasó después -dijo.

– Por favor -insistió Antonin-. Cuéntalo.

– Igual no es necesario -dijo prudentemente Lina.

– Edeup euq on el etsug a Grebsmada. Al fin y al cabo, es policía.

– Dice que puede que no le guste.

– ¿Grebsmada es mi nombre?

– Sí.

– Me recuerda al serbio. Me parece que sonaba más o menos así.

– Hippo tenía un perro -dijo Antonin- Era su animal exclusivo, no se separaban nunca, me daba celos. Se llamaba Suif.

– Un animal perfectamente amaestrado.

– Cuenta, Hippo.

– Dos meses después de cortarme los dedos, mi padre me sentó en el suelo, en el rincón, castigado. Fue la noche en que obligó a Martin a comerse todo lo que había metido en la pata de la mesa, y yo lo defendí. Ya sé, mamá, la bala había vuelto a girar.

– Sí, cariño, había girado.

– Había dado varias vueltas, incluso.

– Hippo estaba encogido en el rincón -prosiguió Lina-, con la cabeza pegada al perro. Entonces le susurró algo al oído, y Suif saltó hecho una furia, lanzándose a la garganta de mi padre.

– Quise que lo matara -explicó tranquilamente Hippolyte-. Le di esa orden. Pero Lina me pidió que parara el ataque, y mandé a Suif soltar la presa. Entonces le pedí que se comiera lo que quedaba en la pata de la mesa.

– A Suif no le molestó lo más mínimo -precisó Antonin-. En cambio, Martin tuvo cólicos durante cuatro días.

– Luego -dijo Hippolyte más sombrío-, cuando nuestro padre salió del hospital con la garganta cosida, cogió el fusil y mató a Suif mientras estábamos en la escuela. Puso el cadáver delante de la puerta para que lo viéramos desde lejos al volver a casa. Fue entonces cuando el conde vino a buscarme. Consideró que aquí yo ya no estaba a salvo y me tuvo varias semanas en su castillo. Me compró un perrito. Pero su hijo y yo no nos entendíamos.

– Su hijo es un merluzo -afirmó Martin.

– Nu ollupac ed odadiuc -confirmó Hippolyte.

Adamsberg interrogó a Lina con la mirada.

– Un capullo de cuidado -tradujo ella reticente.

– Ollupac suena adecuado -opinó Danglard con aire intelectualmente satisfecho.

– Por culpa de ese ollupac volví a casa, y mamáme escondiódebajo de la cama de Lina. Yo vivía aquí de incógnito, y mama no sabía qué hacer. Pero Hellequin encontró la solución y cortó a mi padre en dos pedazos. Y fue justo después de que Lina lo viera por primera vez.

– ¿Al Ejército Furioso? -dijo Danglard.

– Sí.

– ¿Cómo queda del revés?

– No, no hay que pronunciar el nombre del Ejército al revés.

– Comprendo -dijo Adamsberg-. ¿Cuánto tiempo después de su regreso del castillo murió su padre?

– Trece días.

– De un hachazo en la cabeza.

– Y en el esternón -precisó alegremente Hippolyte.

– La bestia ya estaba muerta -confirmó Martin.

– Fue la bala -murmuró la madre.

– A fin de cuentas, Lina no debería haberme hecho retener a Suif. Todo habría quedado solucionado esa misma noche.

– No puedes reprochárselo -dijo Antonin encogiéndose de hombros con precaución-, Lina es demasiado buena, eso es todo.

Al levantarse para despedirse, el chal de Lina cayó al suelo, y ella lanzó un gritito. Con gesto elegante, Danglard lo recogió y se lo volvió a poner sobre los hombros.

– ¿Qué opina, comandante? -preguntó Adamsberg mientras avanzaban lentamente por el camino de regreso a la posada de Léo.

– Una posible familia de asesinos -dijo Danglard pausadamente-. Bien compacta, protegida del mundo exterior. Todos dementes, rabiosos, destrozados, superdotados y tremendamente simpáticos.

– Me refería a la irradiación. ¿Se ha dado cuenta? Y eso que, con los hermanos, se cohíbe.

– He percibido -admitió Danglard con la boca pequeña-. La miel en su pecho y todo eso. Pero es una irradiación mala. Infrarroja o ultravioleta, o luz negra.

– Eso lo dices por Camille. Pero Camille ya sólo me besa en las mejillas. Con besos precisos y certeros que señalan que nunca nos acostaremos juntos. Es despiadado, Danglard.

– Modesto castigo respecto al perjuicio causado.

– ¿Y qué quiere que haga yo, comandante? ¿Que me siente bajo un manzano durante años a esperar a Camille?

– El manzano no es obligatorio.

– ¿Que no me fije en el fabuloso pecho de esa mujer?

– Es el adjetivo adecuado -concedió Danglard.

– Un momento -dijo Adamsberg parándose bruscamente-. Mensaje de Retancourt. Nuestro acorazado en inmersión en los abismos escualosos.

– En los fondos -corrigió Danglard inclinándose hacia la pantalla del teléfono-. Y «escualosos» no existe. Además, un acorazado no se sumerge.

Sv 1 volvió muy tarde noche incendio, no informado. Actitud casi normal. Confirmaría su no implicación. Pero estaba nervioso.

– ¿Cómo de nervosio? -escribió Adamsberg.

– Nervioso, no nervosio.

– No me toque las narices, Danglard.

– Echó doncella.

– ¿Por qué?

– Largo de explicar, sin interés.

– Explique igual.

– Sv 1 dio azúcar al labrador al volver.

– ¿Qué es esta manía que tiene la gente, Danglard, de dar azúcar a los perros?