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– Es para hacerse querer.

– Labrador rechaza. Doncella se lleva animal para dar azúcar. Rechaza bis. Doncella critica azúcar. Sv 1 la echa esa misma noche. O sea nervioso.

– ¿Porque doncella no logra dar azúcar perro?

– Sin interés. Ya dicho. Corto.

Zerk venía hacia ellos a grandes zancadas, con las cámaras de fotos en bandolera.

– Ha venido el conde. Quiere verte después de cenar, a las diez.

– ¿Es urgente?

– No lo ha dicho, más bien lo ha ordenado.

– ¿Cómo es?

– Se nota que es el conde. Es mayor, elegante, calvo, y lleva una vieja chaqueta de trabajo de loneta azul. Comandante, el pollo está hecho.

– ¿Has puesto la nata y las hierbas como te dije?

– Sí, en el último minuto. Le he llevado una parte al Palomo, y le ha encantado. Se ha pasado el día dibujando vacas con los lápices de colores.

– ¿Y dibuja bien?

– No mucho. Pero es que una vaca es muy difícil de dibujar. Más que un caballo.

– Nos tomamos el pollo, Danglard, y vamos allá.

Capítulo 24

Al caer la noche, Adamsberg detuvo el coche delante de la verja del castillo condal, que se erguía en la colina frente a Ordebec. Danglard sacó su gran cuerpo del vehículo con inusual agilidad y se plantó rápidamente delante del edificio, agarrando la verja con ambas manos. Adamsberg leyó en su rostro un arrobo bastante puro, un estado exento de melancolía que Danglard alcanzaba muy rara vez. Echó una ojeada al castillo de piedra clara, que sin duda representaba para su adjunto una especie de kugelhopf con miel.

– Ya le dije que el sitio le gustaría. ¿Es antiguo el castillo?

– Los primeros señores de Ordebec se remontan a principios del siglo XI, pero es sobre todo en la batalla de Orléans, en 1428, cuando el conde de Valleray se distinguió reuniéndose con las tropas francesas encabezadas por el conde de Dunois, es decir Jean, bastardo de Louis, duque de Orléans.

– Sí, Danglard, pero ¿y el castillo?

– Es lo que estoy explicando. El hijo de Valleray, Henri, lo mandó edificar después de la Guerra de los Cien Años, a finales del siglo XV. Toda el ala izquierda que ve aquí y la torre oeste datan de esa época. En cambio, el cuerpo del castillo fue construido en el siglo XVII, y las grandes aberturas de abajo son reformas del siglo XVIII.

– ¿Y si llamáramos, Danglard?

– Hay al menos tres o cuatro perros aullando. Llamamos y esperamos una escolta. No sé qué tiene esta gente con los perros.

– Y con el azúcar -dijo Adamsberg tocando la campana.

Rémy François de Valleray, conde de Ordebec, los esperaba sin ceremonia en la biblioteca, todavía con su chaqueta de loneta azul que le daba aspecto de obrero agrícola. Pero Danglard se fijó en que cada uno de los vasos grabados que ya estaban dispuestos en la mesa costaba fácilmente un mes de su sueldo. Y en que, sólo por el color, el alcohol que les servirían bien valía el viaje desde París. Nada comparable con el oporto tomado en casa de los Vendermot en vasos de mostaza, que le había incendiado el estómago. La biblioteca debía de contener aproximadamente unos mil volúmenes, y las paredes estaban cubiertas de arriba abajo con una cuarentena de cuadros que enloquecían la vista a Danglard. En definitiva, la decoración que cabía esperar en una morada condal aún no venida a menos, salvo un desorden inaudito que quitaba cualquier solemnidad a la estancia. Botas, sacos de grano, medicamentos, bolsas de plástico, pernos, velas derretidas, cajas de clavos, papelotes esparcidos por el suelo, las mesas y las estanterías.

– Señores -dijo el conde dejando el bastón y dándoles la mano-, gracias por haber respondido a mi llamada.

Conde lo era, no cabía duda. El tono de la voz, el movimiento bastante imperioso de los gestos, la mirada altiva y hasta su derecho natural de presentarse en chaqueta de campesino. Al mismo tiempo, se distinguía sin dificultad en él al viejo normando rural, el rubor de la tez, las uñas un poco negras, la mirada divertida y secreta sobre sí mismo. Llenó los vasos con una mano, apoyándose con la otra en el bastón, y ofreció los asientos con un movimiento del brazo.

– Espero que aprecien este calvados, es el que doy a Léo. Pasa, Denis. Les presento a mi hijo. Denis, estos señores son de la Brigada Criminal de París.

– No creí que te interrumpiría -dijo el hombre saludándolos con la punta de los dedos y sin sonrisa.

Dedos blancos y uñas cuidadas. Cuerpo sólido pero gordo, cabello gris, peinado hacia atrás.

Así que ése era el famoso ollupac de cuidado, según los Vendermot; el que había abreviado la estancia al joven Hippolyte en el refugio del castillo. Efectivamente, observó Adamsberg, el hombre tenía una pinta bastante ollupaquiana, con sus mejillas bajas, sus labios delgados, sus ojos furtivos y distantes, o que, al menos, trataban de marcar las distancias. Se sirvió un vaso, más por cortesía que por deseo de quedarse. Toda su postura indicaba que los invitados no le interesaban, y su propio padre apenas.

– Sólo pasaba a decirte que el coche de Maryse lo arreglan mañana. Habría que decir a Georges que esté aquí para recepcionarlo, porque estaré todo el día en la subasta.

– ¿No has encontrado a Georges?

– No, el animal se habrá ido a dormir la mona en la cuadra; no pienso ir a sacudirlo debajo de los vientres de los caballos.

– Muy bien, ya me ocuparé.

– Gracias -dijo Denis dejando el vaso.

– No te echo.

– Pero yo salgo. Te dejo con tus invitados.

El conde torció levemente el gesto al oír cerrarse la puerta.

– Lo siento, señores -dijo-. Mi relación con mi hijo no es de las mejores; además, sabe de qué quiero hablarles y no le gusta. Se trata de Léo.

– Tengo mucho aprecio a Léo -dijo Adamsberg sin haber meditado su réplica.

– Le creo. Y aún, sólo la conoció unas horas. Usted la encontró herida. Y usted consiguió hacerla hablar. Lo cual nos ha evitado sin duda que el doctor Merlán decrete su muerte cerebral.

– Tuve unas palabras con ese médico.

– No me sorprende. Es un ollupac a sus horas, pero no siempre.

– ¿Le gustan las palabras de Hippolyte, señor conde? -preguntó Danglard.

– Llámeme Valleray, saldremos todos ganando. Conozco a Hippolyte desde que nació. Y encuentro ese término más bien acertado.

– ¿A partir de cuándo supo invertir las letras?

– A los trece años. Es un hombre excepcional. Lo mismo que sus hermanos y hermana. Lina posee una luz absolutamente inusual.

– El comisario se ha fijado en ello -dijo Danglard, a quien la suculencia del calvados, tras la visión del castillo, sosegaba profundamente.

– ¿Y usted no? -preguntó Valleray sorprendido.

– No -reconoció Danglard.

– Muy bien. ¿Qué tal el calvados?

– Perfecto.

El conde mojó un terrón de azúcar en su vaso y lo chupó sin distinción. Adamsberg se sintió fugazmente asaltado por terrones de azúcar llegados de todas partes.

– Con Léo siempre hemos tomado este calvados. Deben saber que estuve apasionadamente enamorado de esa mujer. Me casé con ella, y mi familia, que contiene un gran número de sollupac, pueden creerme, me hicieron la vida imposible. Yo era joven, débil, cedí, y nos divorciamos a los dos años.

»Les parecerá extraño -prosiguió-, y no me importará; pero, si Léo sobrevive al golpe que recibió de ese asesino infecto, volveré a casarme con ella. Así lo he decidido si ella lo acepta. Y es allí donde interviene usted, comisario.