– Para atrapar al asesino.
– No, para hacerla revivir. No crea que se trata de una súbita chifladura de anciano. Llevo más de un año pensando en ello. Esperaba que mi hijastro lo comprendiera, pero no hay esperanza. Lo haré, pues, sin su consentimiento.
El conde se puso en pie con dificultad, avanzó con bastón hasta la inmensa chimenea de piedra y echó dos leños al fuego. El hombre seguía teniendo fuerza, al menos la suficiente para decidir esa boda insólita entre los dos casi nonagenarios, más de setenta años después de su primera unión.
– ¿Nada chocante en esa boda? -preguntó al reunirse con ellos.
– Al contrario -respondió Adamsberg-, Incluso vendré con mucho gusto si me invitan.
– Cuente con ello, comisario, si la saca de ésta. Y lo hará. Léo me llamó una hora antes de su asesinato. Estaba encantada de la velada pasada con usted, y su opinión me basta. Hay en todo esto algo del destino, si me permite esta apreciación un tanto simple. Somos todos un poco fatalistas, los que vivimos cerca del camino de Bonneval. Usted, y sólo usted, ha sido capaz de sacarla de su afasia, de hacerla hablar.
– Sólo tres palabras.
– Las conozco. ¿Cuánto tiempo llevaba usted junto a su lecho cuando habló?
– Casi dos horas, creo.
– Dos horas hablándole, peinándola, con una mano en su mejilla. Lo sé. Lo que le pido es que esté con ella diez horas al día, quince si es necesario. Hasta que ella vuelva a la superficie. Usted lo conseguirá, comisario Adamsberg.
El conde se interrumpió, y su mirada recorrió lentamente las paredes de la estancia.
– Y si es así le daré eso -dijo señalando al desgaire, con el bastón, un cuadrito colgado junto a la puerta-. Está hecho para usted.
Danglard se sobresaltó y examinó el lienzo. Era un airoso jinete posando delante de un paisaje de montaña.
– Acérquese, comandante Danglard -dijo Valleray-. ¿Reconoce el lugar, Adamsberg?
– El pico de Gourgs Blancs, me parece.
– Exactamente. Cerca de su tierra si no me equivoco.
– Está usted bien informado sobre mí.
– Claro. Cuando necesito saber algo, suelo conseguirlo. Es un residuo poderoso de los privilegios. Del mismo modo en que sé que está yendo por el grupo Clermont-Brasseur.
– No, señor conde. Nadie va por los Clermont, tampoco yo.
– ¿Finales del XVI? -preguntó Danglard, inclinado sobre el cuadro-, ¿Escuela de Clouet? -añadió más bajo, menos seguro.
– Sí, o, si uno quiere soñar, obra del maestro mismo, que habría abandonado por una vez su fardo de retratista. Pero no tenemos elementos probados para asegurar que viajara a los Pirineos. Aun así, pintó a Jeanne d'Albret, reina de Navarra, en 1570. Y quizá en su ciudad de Pau.
Danglard volvió a sentarse, intimidado, con el vaso vacío. El cuadro era una rareza, valía una fortuna, y Adamsberg no parecía tener conciencia de ello.
– Sírvase, comandante. Me resulta difícil desplazarme. Y lléneme el vaso a mí también. Una esperanza así no entra en casa todos los días.
Adamsberg no miraba el cuadro, ni a Danglard, ni al conde. Pensaba en la palabra maquinaria, que se había liberado bruscamente de su traba, entrechocándose con el doctor Merlán primero, y luego con el joven de arcilla y la imagen de los dedos de Martin aplicando la mixtura a la piel de su hermano.
– No puedo -dijo-. No estoy capacitado para ello.
– Sí que lo está -afirmó el conde con un golpe de bastón en el parquet encerado, descubriendo que la mirada de Adamsberg, que encontraba de por sí borrosa, parecía haberse alejado a los limbos.
– No puedo -repitió Adamsberg con voz lenta-. Soy responsable de un caso.
– Hablaré con sus superiores. No puede dejar tirada a Léo.
– No.
– ¿Entonces?
– Yo no puedo, pero hay alguien que sí. Léo está viva, Léo está consciente, pero lo tiene todo averiado. Conozco a un hombre que repara este tipo de averías, averías que no tienen nombre.
– ¿Un charlatán? -preguntó el conde alzando las blancas cejas.
– Un científico. Pero que practica su ciencia con talento inhumano. Que vuelve a poner en funcionamiento los circuitos, que reoxigena el cerebro, que hace que gatos recién nacidos vuelvan a mamar, que desbloquea los pulmones paralizados. Un experto en el movimiento de la maquinaria humana. Un maestro. Sería nuestra única posibilidad, señor conde.
– Valleray.
– Sería nuestra única posibilidad, Valleray. El podría sacarla de ésta. Sin prometer nada.
– ¿Cómo practica? ¿Con medicamentos?
– Con las manos.
– ¿Es una especie de magnetizador?
– No. Acciona válvulas, recoloca órganos, tira de las palancas, desatasca los filtros; en fin, que vuelve a arrancar el motor [7].
– Hágalo venir -dijo el conde.
Adamsberg caminó por la estancia, haciendo crujir el viejo parquet, mientras sacudía la cabeza.
– Imposible -dijo.
– ¿Está en el extranjero?
– Está en la cárcel.
– Caramba.
– Necesitaríamos una autorización de puesta en libertad provisional.
– ¿Quién puede darla?
– El juez de aplicación de las penas. En el caso de nuestro médico, se trata del viejo juez Varnier, que es una especie de chivo terco que no querrá ni oír hablar del tema. Hacer salir a un prisionero de Fleury para mandarlo a que ejerza su talento en una anciana de Ordebec es un tipo de urgencia que nunca admitirá.
– Ningún problema, es amigo mío.
Adamsberg se volvió hacia el conde, que sonreía, con las cejas en alto.
– Raymond de Varnier no me negará nada. Haremos venir a su experto.
– Necesitaremos un motivo sólido, verdadero y fiable.
– ¿Desde cuándo necesitan eso nuestros jueces? Usted apúnteme el nombre del médico y el de su lugar de detención. Llamaré a Varnier en cuanto amanezca, cabe esperar que ese hombre esté aquí mañana a última hora.
Adamsberg miró a Danglard, que asintió aprobador. Adamsberg se reprochaba a sí mismo haber comprendido demasiado tarde. Nada más oír al doctor Merlán hablar irrespetuosamente de Léo como de una maquinaria averiada, debería haber pensado en el médico prisionero, que empleaba también ese término. Probablemente, lo había hecho, pero sin ser consciente de ello. Ni siquiera cuando Lina había pronunciado la palabra «maquinaria». Aunque sí lo suficiente como para escribirla en la servilleta. El conde le dio una libreta, y Adamsberg anotó los datos.
– Hay otro obstáculo -dijo devolviéndole la libreta-. Si salto, ya no dejarán salir a nuestro protegido. Pero si el doctor la saca de ésta, necesitará varias sesiones. Y yo puedo saltar dentro de cuatro días.
– Ya estoy al corriente.
– ¿De todo?
– De muchas cosas acerca de usted. Temo por Léo y por los Vendermot. Usted llega aquí, y yo me informo. Sé que saltará si no atrapa al asesino de Antoine Clermont-Brasseur, que se fugó de su comisaría y, lo que es peor, de su despacho, burlando su propia vigilancia.
– Exactamente.
– De hecho, es usted sospechoso, comisario. ¿Lo sabía?
– No.
– Pues más vale que vaya con cuidado. Hay en el ministerio varios señores que desean con ansia poder investigarlo. No están lejos de pensar que usted dejó que se fugara el joven.
– Eso no tiene sentido.
– Por supuesto -dijo Valleray sonriendo-. Entretanto, el tipo sigue estando ilocalizable. Y usted anda husmeando del lado de la familia Clermont.
– El acceso está cerrado, Valleray. No husmeo.
– Pero ha querido interrogar a los dos hijos de Antoine. Christian y Christophe.