– Y me lo han denegado. Y me he atenido a ello.
– Y eso no le gusta.
El conde dejó el resto del terrón en un platito, se chupó los dedos y se los secó en la chaqueta azul.
– ¿Qué le habría gustado averiguar exactamente? Acerca de los Clermont.
– Cómo se había desarrollado la velada que antecedió al incendio. Al menos eso. De qué humor estaban los dos hijos.
– Normal, incluso muy alegre, si es que se puede decir que Christophe esté alegre alguna vez. Había corrido el champán, y del mejor.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque yo estaba allí.
El conde tomó otro terrón de azúcar y lo mojó con precisión en el vaso.
– Existe en este mundo un pequeño núcleo atómico en que los industriales buscan desde siempre a los aristócratas y viceversa. El intercambio entre ellos, eventualmente marital, para aumentar la fuerza de deflagración de todos. Yo pertenezco a ambos círculos, nobleza e industria.
– Sé que usted vendió sus acerías a Antoine Clermont.
– ¿Se lo ha dicho nuestro amigo Émeri?
– Sí.
– Antoine era un ave rapaz pura y dura que volaba alto, pero que de alguna manera resultaba digno de admiración. No se puede decir lo mismo de sus dos hijos. Pero si se le ha pasado a usted por la cabeza que uno de ellos haya podido prender fuego a su padre, se equivoca.
– Antoine quería casarse con la asistenta.
– Rose, sí -confirmó el conde chupando el azúcar-. Creo que más bien se divertía provocando a su familia, y yo se lo advertí. Lo que ocurre es que leer en los ojos de sus hijos la ardiente espera de su muerte lo sacaba de quicio. Llevaba un tiempo desanimado, herido y tendente a los extremos.
– ¿Quién quería ponerlo bajo tutela?
– Sobre todo Christian. Pero no podía. Antoine estaba sano de la cabeza, y eso era fácilmente demostrable.
– Y oportunamente, un joven prende fuego al Mercedes, precisamente en un momento en que Antoine está solo, esperando en el coche.
– Entiendo lo que le llama la atención. ¿Quiere saber por qué estaba solo Antoine?
– Mucho. Y por qué el chófer no los acompañó.
– Porque el chófer había sido invitado en la cocina, y Christophe consideró que estaba demasiado ebrio para conducir. Abandonó, pues, la velada con su padre, fueron a pie hasta el coche, en la calle Henri-Barbusse. Una vez al volante, se dio cuenta de que no llevaba el móvil. Pidió a su padre que lo esperara y desanduvo el camino. Encontró el aparato en la acera de la calle Val-de-Gráce. Al doblar la esquina, vio el coche en llamas. Escúcheme, Adamsberg, Christophe estaba a unos quinientos metros del Mercedes, y lo vieron dos testigos. Gritó, echó a correr, y los dos testigos corrieron con él. Fue Christophe quien llamó a la policía.
– ¿Se lo dijo él?
– Su mujer. Nos llevamos muy bien, yo la presenté a su futuro marido. Christophe quedó hecho polvo, horrorizado. Sea cual sea el tipo de relación que uno tiene con su padre, no resulta agradable verlo arder vivo.
– Entiendo -dijo Adamsberg-. ¿Y Christian?
– Christian se había ido antes. Estaba muy achispado y quería dormir.
– Pero parece ser que volvió muy tarde a su domicilio.
El conde se rascó la cabeza calva un rato.
– No hay nada malo en decir que Christian se ve con otra mujer, incluso con varias, y que aprovecha las veladas oficiales para volver tarde a su casa. Y vuelvo a decirle que los dos hermanos estaban de muy buen humor. Christian estuvo bailando. Nos hizo una excelente imitación del barón de Salvin, y Christophe, que no tiene la sonrisa fácil, se lo pasó bomba durante unos momentos.
– Entente cordiale, velada normal.
– Exactamente. Mire, encima de la chimenea, encontrará un sobre con una decena de fotos de la velada, que me envió la mujer de Christophe. No comprende que, a mi edad, a uno no le guste verse retratado. Pero mírelas, le informarán sobre el ambiente.
Adamsberg examinó las fotos y, efectivamente, ni Christian ni Christophe presentaban el semblante atormentado de un tipo que se dispone a quemar a su padre.
– Ya veo -dijo Adamsberg devolviéndole las fotos.
– Lléveselas si pueden convencerlo. Y dese prisa en encontrar al joven. Lo que puedo hacer fácilmente es hablar con los hermanos Clermont para conseguirle un plazo mayor.
– Me parece necesario -dijo súbitamente Danglard, que no había dejado de ir de un cuadro a otro, cual avispa desplazándose entre gotas de mermelada-. El joven Mo está ilocalizable.
– Ya acabará necesitando dinero tarde o temprano -dijo Adamsberg encogiéndose de hombros-. Se fue sin nada en el bolsillo. La ayuda de sus amigos durará un tiempo limitado.
– La ayuda siempre dura un tiempo limitado -murmuró Danglard-, y la cobardía una eternidad. Es el principio según el cual se acaba generalmente dando con el paradero de los huidos. Siempre y cuando no se tenga la espada del ministerio apuntando a la nuca. Eso nos coarta.
– He entendido -dijo el conde levantándose-. Vamos entonces a apartar esa espada.
Como si se tratara, pensó Danglard, hijo de obrero del norte, de desplazar una simple silla para moverse con más holgura. No dudaba de que el conde lo conseguiría.
Capítulo 25
Veyrenc los esperaba con Zerk delante de la puerta de casa de Léo. La noche era tibia, las nubes habían acabado alejándose, yendo a derramar su lluvia a otra parte. Los dos hombres habían sacado sillas y fumaban en la oscuridad. Veyrenc parecía tranquilo, pero Adamsberg no se fiaba. El rostro muy romano del teniente, redondeado, denso y confortable, dibujado con suavidad sin que apareciera ninguna arista, era una masa compacta de acción callada y de obstinación. Danglard le estrechó brevemente la mano y desapareció en la casa. Era más de la una de la madrugada.
– Vamos a dar una vuelta por el campo -propuso Veyrenc-. Deja aquí tus teléfonos.
– ¿Quieres ver las vacas moverse? -dijo Adamsberg cogiéndole un cigarrillo-. Ya sabes que aquí, a diferencia de lo que ocurre en nuestra tierra, las vacas se mueven muy poco.
Veyrenc hizo una seña a Zerk para que los acompañara y esperó a estar suficientemente lejos para detenerse delante de la barrera de un prado.
– Ha habido una nueva llamada del ministerio. Una llamada que no me ha gustado.
– ¿Qué es lo que no te ha gustado?
– El tono. La agresividad por el hecho de que Mo siga sin haber sido localizado. No lleva dinero, su foto está en todas partes, ¿adónde podía ir? Es lo que se preguntan.
– Agresivos lo son desde el principio. ¿Qué más hay en ese tono?
– Una burla, una ironía. El tipo que llamó no era muy listo. Tenía la voz de alguien tan orgulloso de saber algo que no consigue disimularlo.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, algo contra ti. No tengo gran cosa para interpretar esa burla, ese goce contenido, pero tengo la impresión aguda de que se imagina cosas.
Adamsberg tendió la mano para conseguir fuego.
– ¿Cosas que tú también imaginas?
– Eso no es lo importante. Yo sólo sé que tu hijo te ha acompañado aquí con otro coche. Ellos lo saben, como puedes suponer.
– Zerk está haciendo un reportaje sobre hojas podridas para una revista sueca.
– Sí, es curioso.
– El es así. Salta sobre las ocasiones.
– No, Jean-Baptiste, Armel no es así. No he visto el palomo en esa casa. ¿Dónde lo tenéis?
– Voló.
– Ah, muy bien. Pero ¿por qué Zerk vino en otro coche? ¿No había sitio en el maletero para vuestro equipaje?
– ¿Qué buscas, Louis?
– Trato de convencerte de que se imaginan algo.