– No se sabe. Tuvo una visión funesta, la contó, y todo partió de allí.
– ¿Una visión de qué?
– Es una vieja leyenda local, un Ejército Furioso que pasa por aquí desde hace siglos, medio muerto, y que se lleva a los vivos culpables.
– ¿La Mesnada Hellequin? -preguntó con viveza el médico.
– Pues sí. ¿La conoce?
– ¿Quién no ha oído hablar de ella, amigo mío? ¿Así que el señor cabalga por estos parajes?
– A tres kilómetros de aquí.
– Maravilloso contexto -apreció el médico frotándose las manos, y ese gesto recordó a Adamsberg la noche en que el médico había elegido para él un vino excelente.
– ¿La anciana figuraba entre los prendidos?
– No, suponemos que sabía algo.
Cuando el médico se aproximó a la cama y miró a Léone, todavía demasiado blanca y demasiado fría, perdió súbitamente la sonrisa, y Adamsberg se sacudió de la nuca la bola de electricidad que había vuelto a ponérsele allí.
– ¿Le duele el cuello? -le preguntó el médico en voz baja sin apartar los ojos de Léone, como si inspeccionara una mesa de trabajo.
– No es nada. Sólo una bola de electricidad que se me pone allí de vez en cuando.
– Eso no existe -dijo el médico con desdén-. Ya lo veremos después. El caso de su anciana es mucho más urgente.
Pidió a los vigilantes que retrocedieran hasta la pared y guardaran silencio. Merlán agravaba su condición de ollupac ostentando un aire suspicaz y afectadamente divertido. Émeri estaba casi en posición de firmes, como para una revista especial del Emperador; y el conde, a quien habían traído una silla, se sujetaba las manos para que no le temblaran. Lina estaba de pie detrás de él. Adamsberg comprimió en su mano el teléfono que vibraba, el teléfono clandestino número dos, y echó una ojeada al mensaje. Están aquí. Registran casa Léo. LVB. Mostró discretamente el mensaje a Danglard.
Que registren, se dijo, dirigiendo un pensamiento lleno de gratitud al teniente Veyrenc.
El médico había puesto sus enormes manos en la cabeza de Léone, pareció escucharla un buen rato, y luego pasó al cuello y al pecho. Rodeó la cama en silencio y tomó entre sus dedos los escuálidos pies, que palpó y manipuló, con tiempos de inmovilidad, durante varios minutos. Luego volvió a Adamsberg.
– Todo está muerto, exhausto. Tiene los fusibles fundidos; los circuitos, desconectados; las fascias encefálica y del intestino medio, bloqueadas; el cerebro, suboxigenado; descompresión respiratoria; el sistema digestivo no solicitado. ¿Qué edad tiene?
Adamsberg oyó la respiración del conde acelerarse.
– Ochenta y ocho años.
– Bien. Tendré que hacerle un primer tratamiento de cuarenta y cinco minutos aproximadamente. Luego, otro más corto, hacia las cinco de la tarde. ¿Es posible, René? -preguntó al jefe de los vigilantes.
El jefe de los vigilantes, ex impotente, asintió inmediatamente, con veneración en la mirada.
– Si es receptiva al tratamiento, tendré que venir otra vez dentro de quince días para estabilizar.
– No hay problema -dijo el conde con voz tensa.
– Ahora, si tienen la amabilidad de dejarme, quisiera estar a solas con la paciente. El doctor Merlán puede quedarse si lo desea, siempre y cuando reprima su ironía, por muda que sea. O me veré en la obligación de rogarle que salga.
Los cuatro vigilantes se consultaron, cruzaron la mirada imperiosa del conde, la expresión de duda de Émeri y, finalmente, el jefe de los vigilantes dio su consentimiento.
– Nos quedaremos detrás de la puerta, doctor.
– Por supuesto, René. De todos modos, si no me equivoco, hay dos cámaras en la habitación.
– Exacto -dijo Émeri. Medida de protección.
– Así que no voy a esfumarme. De todos modos, no es mi intención en absoluto, el caso es fascinante. Un efecto indiscutible del terror que, por reflejo inconsciente de supervivencia, ha paralizado las funciones. No quiere revivir su agresión, no quiere volver para afrontarla. Deduzca, pues, comisario, que conoce a su asaltante y que ese conocimiento le resulta intolerable. Está huida, muy lejos, demasiado lejos.
Dos de los vigilantes se apostaron delante de la puerta, y los otros dos bajaron a montar guardia debajo de la ventana. El conde, renqueando con el bastón por el pasillo, atrajo hacia sí a Adamsberg.
– ¿Va a curarla sólo con los dedos?
– Sí, Valleray, ya se lo dije.
– Dios mío.
El conde consultó el reloj.
– Sólo lleva siete minutos, Valleray.
– Pero ¿no podría usted entrar a ver qué tal va todo?
– Cuando el doctor Hellebaud hace un tratamiento difícil, pone tanta intensidad en ello que sale por lo general empapado de sudor. No se lo puede molestar.
– Comprendo. ¿No me pregunta si he podido desplazar la espada?
– ¿La espada?
– Con la que el ministerio apunta a su nuca.
– Dígame.
– No resultó fácil convencer a los hijos de Antoine. Pero ya está. Tiene ocho días de prórroga suplementaria para echar el guante a ese Mohamed.
– Gracias, Valleray.
– Sin embargo, el jefe de gabinete del ministro me pareció extraño. Cuando dio su aprobación, añadió «si no lo encontramos hoy». Se refería a ese Mohamed. Un poco como si se divirtiera. ¿Tienen alguna pista?
Adamsberg sintió la bola de electricidad picarle más intensamente en el cuello, casi hasta hacerle daño. Nada de bolas, había declarado el médico, no existen.
– No estoy informado -dijo.
– ¿Están haciendo una investigación paralela a sus espaldas o qué?
– Ni idea, Valleray.
En esos momentos, el equipo especial de la policía secreta del ministerio debía de haber acabado de peinar todos los lugares en que Adamsberg había puesto los pies desde su llegada a Ordebec. La posada de Léo, la casa de los Vendermot -y Adamsberg deseaba con todas sus fuerzas que Hippolyte les hubiera hablado todo el rato al revés-, la gendarmería -y Adamsberg deseaba con todas sus fuerzas que Gand se les hubiera abalanzado encima-. Había pocas probabilidades de que hubieran visitado también la casa de Herbier, pero un lugar abandonado siempre puede interesar a los maderos fisgones. Pasaba revista al trabajo llevado a cabo con Veyrenc. Las huellas borradas, los platos lavados con agua hirviendo, las sábanas quitadas -con encargo a los dos jóvenes de que las tiraran a más de cien kilómetros de Ordebec-, los precintos colocados. Sólo quedaban las cagadas de Hellebaud, que habían raspado como habían podido, pero de las que aún quedaban marcas. Había preguntado a Veyrenc si conocía el secreto de la resistencia fenomenal de los excrementos de ave, pero Veyrenc no tenía más conocimientos que él sobre el particular.
Capítulo 27
Los dos jóvenes se habían ido relevando en la carretera, durmiendo por turnos; Mo con el pelo recién cortado y luciendo gafas y bigote, modificación superficial pero tranquilizadora, puesto que así aparecía en la foto que Veyrenc había puesto en el carnet de identidad. Mo estaba fascinado por ese falso documento, e iba dándole vueltas para admirarlo, pensando que los policías estaban mucho más dotados en ilegalidades de alta calidad que su banda de aficionados de la Cité des Buttes. Zerk había tomado exclusivamente carreteras sin peajes, y encontraron el primer control en la vía rápida que rodeaba Saumur.
– Haz como que duermes, Mo -dijo entre dientes-. Cuando me paren, te despierto, rebuscas en tus cosas, sacas el carnet. Pon cara de tío que no comprende, que nunca comprende gran cosa. Piensa en algo simple, piensa en Hellebaud, concéntrate bien en él.
– O en las vacas -dijo Mo con voz azorada.