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– Pero ¿quién puede darme su palabra de que hará que se respete la consigna? -insistió el doctor Hellebaud.

– Yo -dijo Merlán, en quien nadie se había fijado y que seguía a Hellebaud, un poco encogido por la conmoción.

– Le tomo la palabra, querido colega. Usted acompañará, o hará acompañar, a cada visitante. O lo haré responsable de cualquier recaída.

– Confíe en mí. Soy médico, no permitiré que nadie eche a perder este trabajo.

Hellebaud asintió y dejó al conde aproximarse a la cama, con Danglard sosteniéndole el brazo tembloroso. Se quedó un momento inmóvil y boquiabierto frente a una Léo de mejillas sonrosadas, respiración regular, que lo saludó con una sonrisa y una mirada viva. El conde posó los dedos sobre las manos de la anciana, que habían recuperado su tibieza. Se volvió hacia el doctor para darle las gracias, o idolatrarlo, y vaciló de repente agarrándose al brazo de Danglard.

– Cuidado -dijo Hellebaud torciendo el gesto-. Shock, síncope vasovagal. Siéntelo, quítele la camisa. ¿Se le han puesto azules los pies?

Valleray se había derrumbado sobre una silla, y Danglard tuvo mucha dificultad en desvestirlo. El conde, en su confusión, lo rechazaba cuanto podía, como si se negara en rotundo a verse desnudo y humillado en una habitación de hospital.

– Le horroriza -comentó el doctor Merlán, lacónico-. Un día, en su casa, nos hizo el mismo numerito. Menos mal que yo estaba allí.

– ¿Se marea a menudo? -preguntó Adamsberg.

– No, la última vez fue hace un año. Un exceso de estrés, nada grave al final. Más miedo que otra cosa. ¿Por qué me pregunta eso, comisario?

– Por Léo.

– No se preocupe. Es un tipo robusto. Léo lo tendrá todavía muchos años.

Capítulo 29

El capitán Émeri entró en la habitación y sacudió el brazo a Adamsberg, con el rostro descompuesto.

– Mortembot acaba de encontrar a su primo Glayeux muerto, asesinado.

– ¿Cuándo?

– Aparentemente, esta noche. La forense está en camino. Y no sabes lo peor, tiene la cabeza partida. Con un hacha. El asesino vuelve a su primer método.

– ¿Hablas del padre Vendermot?

– Claro, está en el origen de todo. Quien siembra barbarie cosecha bestialidad.

– Tú no estabas aquí cuando mataron a ese tipo.

– Es igual. Pregúntate por qué no detuvieron a nadie en esa época. Por qué quizá no quisieron detener a nadie.

– ¿Quiénes no quisieron?

– Aquí, Adamsberg -dijo Émeri con dificultad, mientras Danglard se llevaba a Valleray, con el torso desnudo-, la verdadera ley, la única ley, es la que desea el conde de Valleray de Ordebec. Derecho de vida y muerte sobre sus tierras y mucho más, si supieras…

Adamsberg dudó, recordando las órdenes que había recibido la noche anterior en el castillo.

– Constata tú mismo -añadió Émeri-, ¿Necesita a tu prisionero para curar a Léo? Lo tiene. ¿Necesitas una prórroga para tu investigación? La obtiene.

– ¿Cómo sabes que me han dado una prórroga?

– Me lo ha dicho él. Le gusta dar a conocer la extensión de su poder.

– ¿A quién habría protegido?

– Siempre se pensó que uno de los críos había matado al padre. No olvides que encontraron a Lina limpiando el hacha.

– Ella no lo oculta.

– No puede, se dijo en la investigación. Pero pudo limpiar el hacha para proteger a Hippo. ¿Sabes lo que le hizo su padre?

– Sí, los dedos.

– Con el hacha. Pero Valleray también podría haberse encargado de matar a ese demonio para proteger a los críos. Supón que Herbier lo supiera. Supón que se hubiera puesto a hacer chantaje a Valleray.

– ¿Treinta años después?

– El chantaje pudo empezar hace años.

– ¿Y Glayeux?

– Una pura puesta en escena.

– Supones que Lina y Valleray se entienden. Que anuncia el paso del Ejército para que Valleray pueda deshacerse de Herbier. Que el resto, Glayeux, Mortembot, sean un simple decorado para hacerte buscar a un demente que cree en la Mesnada Hellequin y ejecuta las voluntades de su señor.

– Encaja, ¿no?

– Quizá, Émeri. Pero yo creo que existe realmente un demente que teme al Ejército. Ya sea uno de los prendidos que trata de salvar el pellejo, o un futuro prendido que trata de congraciarse con Hellequin haciendo de sirviente.

– ¿Por qué lo crees?

– No lo sé.

– Porque no conoces a la gente de aquí. ¿Qué te ha prometido Valleray si sacas a Léo de ésta? ¿Una obra de arte acaso? No cuentes con ella. Siempre lo hace. ¿Y por qué quiere a toda costa que se cure Léo? ¿Te lo has preguntado?

– Porque le tiene cariño, Émeri, lo sabes.

– ¿O para saber qué es lo que sabe ella?

– Joder, Émeri, acaba de estar a punto de desmayarse. Quiere casarse con ella si sobrevive.

– Le convendría. El testimonio de una esposa no vale nada ante la justicia.

– Decídete, Émeri. ¿Sospechas de Valleray o de los Vendermot?

– Vendermot, Valleray, Léo, son el mismo batallón. El padre Vendermot y Herbier son la cara diabólica. El conde y los niños, la cara inocente. Mezclas ambas y obtienes una maldita calaña incontrolable.

Capítulo 30

– Atacado por la noche, hacia las doce -afirmó la forense Chazy-. Ha recibido dos hachazos. El primero habría bastado ampliamente.

Glayeux estaba en el suelo de su despacho, vestido, con dos hendiduras en la cabeza. La sangre se había derramado abundantemente en la mesa y en la alfombra, cubriendo los esbozos preparatorios que había esparcido por el suelo. Se distinguía todavía el rostro de la Madona a través de las manchas.

– Mala cosa -dijo Émeri señalando los dibujos-. La Santísima Virgen cubierta de sangre -dijo con asco, como si esa ofensa le produjera más repugnancia que la carnicería que tenía ante los ojos.

– El señor Hellequin no se ha andado con chiquitas -murmuró Adamsberg-. Y la Madona no lo ha impresionado en absoluto.

– Evidentemente -dijo Émeri desabrido-. Glayeux tenía un encargo para la iglesia de Saint-Aubin. Y trabajaba siempre hasta tarde. El asesino, hombre o mujer, entró, se conocían. Glayeux lo recibió aquí. Si llevaba el hacha encima, debía de tener un impermeable. Un poco incongruente, con el calor que hace.

– Recuerda que amenazaba lluvia. Había nubes al oeste.

Desde el despacho, se oían los sollozos de Mortembot, gritos más que llanto, como los que producen los hombres a quienes cuesta llorar.

– No gimió tanto por la muerte de su madre -dijo Émeri malévolo.

– ¿Sabes dónde estaba ayer?

– Llevaba dos días en Caen por un encargo importante de perales. Eso lo confirmará un montón de gente. Ha vuelto hoy, a última hora de la mañana.

– ¿Y hacia las doce de la noche?

– Estaba en una discoteca, la Sens dessus dessous. Pasó la noche con putas y sarasas, y tiene remordimientos. Cuando haya acabado de sonarse, el cabo se lo llevará a que haga la declaración.

– Tranquilo, Émeri, no sirve para nada ponerse así. ¿Cuándo llega tu equipo técnico?

– Tienen que salir de Lisieux, o sea que calcula. Si al menos el cabronazo de Glayeux hubiera seguido mis consejos, si hubiera aceptado una vigilancia…

– Tranquilo, Émeri. ¿Lo echas de menos o qué?

– No, que Hellequin se lo lleve. Yo lo que veo es que dos prendidos de la Mesnada han sido asesinados. ¿Sabes qué va a provocar esto en Ordebec?