– Un rastro de terror.
– A la gente le importa un carajo que Mortembot la palme también. Pero se desconoce el nombre de la cuarta víctima. Podemos proteger a Mortembot, pero no a toda la ciudad. Si me diera por averiguar quién tiene mala conciencia aquí, quién teme haber sido señalado por Hellequin, sería el momento de estar al acecho. Bastaría espiar a la gente, ver quién tiembla y quién permanece plácido. Y haría mi lista.
– Espérame -dijo Adamsberg cerrando el teléfono-. El comandante Danglard está fuera, voy a buscarlo.
– ¿No puede entrar solo?
– No quiero que vea a Glayeux.
– ¿Por qué?
– No soporta la sangre.
– ¿Y es policía?
– Tranquilo, Émeri.
– Menudo culero habría sido en un campo de batalla.
– No importa, no desciende de ningún mariscal. Todos sus antepasados eran picadores en la mina. Eso es igual de brutal, sólo que sin gloria.
Ya se había constituido una pequeña multitud delante de la casa de Glayeux. Sabían que era uno de los prendidos del señor Hellequin, habían visto el coche de la gendarmería, y eso bastaba para comprender. Danglard se mantenía a la zaga, iu movilizado.
– Estoy con Antonin -explicó a Adamsberg-, Quiere hablar con usted y con Émeri, pero no se atreve a cruzar solo el gentío, hay que abrirle camino.
– Vamos a pasar por la puerta trasera -dijo Adamsberg cogiendo con suavidad la mano de Antonin.
Había comprendido, durante el masaje del hermano, que la mano era sólida, pero toda la muñeca era de arcilla. Había, pues, que ir con precaución.
– ¿Cómo va el conde? -preguntó Adamsberg a Danglard.
– Está levantado. Y sobre todo vestido, y furioso de que haya tenido la osadía de quitarle la camisa. El doctor Merlán ha cambiado por completo de tercio. Ha puesto humildemente una sala a disposición del colega Hellebaud, que está perorando y comiendo con sus vigilantes. Merlán no se aparta de él ni un minuto; tiene la expresión de alguien cuyas certezas han sido derribadas por un ciclón. ¿Cómo se presenta lo de Glayeux?
– De tal manera que más vale que evite verlo.
Adamsberg rodeó la casa. El y Danglard iban a cada lado de Antonin, protegiéndolo. Se cruzaron con Mortembot -que caminaba con la cabeza gacha del buey exhausto- a quien guiaba con bastante amabilidad el cabo Blériot hasta el coche. Blériot llamó discretamente al comisario.
– El capitán le reprocha la muerte de Glayeux -murmuró-. Dice, con todo mi respeto, que usted no ha dado un palo al agua. Se lo digo para que esté preparado, porque sabe tener muy mala baba.
– Ya lo he visto.
– No se lo tenga en cuenta, se le pasa rápido.
Antonin se sentó prudentemente en una de las sillas de la cocina de Glayeux y colocó los brazos encima de la mesa.
– Lina está en el trabajo. Hippo ha ido por leña, y Martin está en el bosque -explicó-. Por eso he venido.
– Te escuchamos -dijo Adamsberg.
Émeri se había situado aparte, indicando ostensiblemente que ése no era su caso, y que a Adamsberg no se le había dado mejor que a él. Dicen que Glayeux ha sido asesinado.
– Es exacto.
– ¿Sabe que Lina lo había visto gritar rogando piedad en la Mesnada?
– Sí, con Mortembot y otro, desconocido.
– Lo que quiero decir es que, cuando la Mesnada mata, lo hace a su manera. Nunca con un arma moderna, a eso me refiero. No con un revólver ni con un fusil. Porque Hellequin no conoce esas armas. Hellequin es demasiado viejo.
– Eso no encaja con lo de Herbier.
– De acuerdo, pero quizá no fue Hellequin quien se encargó de él.
– En cambio, sí es verdad en lo que respecta a Glayeux. No lo han matado con arma de fuego.
– ¿Con hacha?
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque la nuestra ha desaparecido. Eso es lo que quería decir.
– Anda -dijo Émeri con una risita-, ¿vienes hasta aquí, con lo frágil que eres, para revelarnos el arma del crimen?
– Mi madre dice que eso puede ayudar.
– ¿No temes que, por el contrario, eso pueda perjudicaros? A menos que pienses que vamos a encontrarla y que quieras adelantarte.
– Tranquilo, Émeri -interrumpió Adamsberg-, ¿Cuándo visteis que el hacha no estaba en su sitio?
– Esta mañana, pero antes de saber lo de Glayeux. Yo no la uso, no me lo puedo permitir. Pero he visto que no estaba donde solemos dejarla, apoyada en el montón de leña.
– ¿O sea que la puede coger cualquiera?
– Sí, pero nadie lo hace.
– ¿Esa hacha tiene algo especial, algo que permita reconocerla?
– Hippo grabó una V en el mango.
– ¿Crees que alguien la ha utilizado para que os acusen?
– Es posible, pero lo que quiero decir es que no sería muy astuto por su parte. Si hubiéramos querido matar a Glayeux, no habríamos usado nuestra propia hacha, ¿verdad?
– Sí que sería astuto -intervino Émeri-. Precisamente, la metedura de pata sería tan burda que nadie pensaría que habríais podido cometerla. Vosotros menos que nadie, los Vendermot, los más listos de Ordebec.
Antonin se encogió de hombros.
– Tú nos tienes manía, Émeri, así que no escucho tu opinión. A lo mejor tu antepasado sabía desenvolverse bien en el terreno, incluso con inferioridad de número…
– No te metas con mi familia, Antonin.
– Tú bien que te metes con la mía, a eso me refiero. Pero tú ¿qué conservas de él? Corres campo a través tras la primera liebre que pasa, pero nunca miras alrededor, nunca te preguntas qué piensa la gente. Además, ya no llevas el caso. Me dirijo al comisario de París.
– Haces bien -contestó Émeri con su sonrisa de guerrero-. Ya ves lo eficaz que ha sido desde su llegada.
– Es normal. Preguntarse qué piensa la gente lleva su tiempo.
El equipo técnico de Lisieux entraba en la casa, y Antonin alzó su delicado rostro, alertado por el ruido.
– Danglard te acompaña, Antonin -dijo Adamsberg levantándose-. Gracias por venir a vernos. Émeri, te veo esta noche para cenar si aceptas. No me gustan los contenciosos. No por virtud, sino porque me cansan, tanto si son justificados como si no.
– De acuerdo -dijo Émeri al cabo de un momento-. ¿En mi casa?
– En tu casa. Te dejo con tus técnicos. Que se quede Mortembot lo más posible en la celda, con la excusa de la detención provisional. En la gendarmería, al menos, estará a salvo.
– Pero ¿qué vas a hacer? ¿Comer? ¿Ver a alguien?
– Andar. Tengo que andar.
– ¿Qué quieres decir? ¿Vas a explorar algo?
– No, sólo voy a caminar. ¿Sabes que el doctor Hellebaud me ha dicho que las bolas de electricidad no existen?
– Entonces ¿qué son?
– Hablamos esta noche.
Todo mal humor había desaparecido del semblante del capitán. El cabo Blériot tenía razón. Se le pasaba rápido, una cualidad bastante excepcional en definitiva.
Capítulo 31
La inquietud iba a aumentar un grado en Ordebec; un espanto, una búsqueda de respuesta que, pensaba Adamsberg, se volvería más hacia el miedo al Ejército Furioso que contra la impotencia del comisario de París. Porque ¿quién, en ese lugar, iba a imaginar en serio que un hombre, un simple hombre, pudiera tener el poder de desviar las saetas del señor Hellequin? Adamsberg eligió sin embargo un camino poco frecuentado, que le evitaría encuentros y preguntas. Y eso que los normandos eran poco dados a inquirir directamente; pero sabían compensar ese aspecto mediante miradas largas o insinuaciones cargadas de sobreentendidos que lo agarraban a uno por la espalda y acababan colocándolo ante la pregunta frontal.