– No puedo, señor comisario.
– ¿No se entiende usted con la gendarmería local?
– Eso es. Por eso el vicario me dio su nombre. Por eso he hecho este viaje.
– ¿Para decirme qué, señora Vendermot?
La mujer se alisó la bata floreada, cabizbaja. Hablaba más fácilmente si no la miraban.
– Lo que le ha pasado. O lo que le va a pasar. Ha muerto, o va a morir si no se hace nada para evitarlo.
– Aparentemente, el hombre se ha ido, sin más, puesto que su moto ha desaparecido. ¿Se sabe si se ha llevado equipaje?
– Nada, salvo uno de sus fusiles. Tiene muchos fusiles.
– Entonces volverá dentro de un tiempo, señora Vendermot. Ya sabe usted que no nos está permitido buscar a un hombre adulto sólo porque se ausente unos días.
– No volverá, comisario. Lo de la moto no cuenta. Ha desaparecido para que nadie lo busque.
– ¿Lo dice porque recibió amenazas?
– Sí.
– ¿Tiene algún enemigo?
– Santa madre de Dios, el más espantoso de los enemigos, comisario.
– ¿Sabe cómo se llama?
– Dios mío, no se puede pronunciar su nombre.
Adamsberg suspiró, sintiéndolo más por ella que por sí mismo.
– Y según usted, ¿Michel Herbier huyó?
– No, no lo sabía. Seguramente ya está muerto. Estaba prendido, ¿entiende?
Adamsberg se levantó y anduvo unos instantes de una pared a la otra, con las manos en los bolsillos.
– Señora Vendermot, me parece muy bien escucharla, incluso alertar a la gendarmería de Ordebec. Pero no puedo hacer nada sin entender por qué. Deme un segundo.
Salió del despacho y fue a ver al comandante Danglard que, muy enfurruñado, consultaba el archivador de carpetas. Entre varios miles de datos más, Danglard almacenaba en su cerebro casi todos los nombres de los jefes y subjefes de las gendarmerías y comisarías de Francia.
– ¿Le suena el capitán de la gendarmería de Ordebec, Danglard?
– ¿En Calvados?
– Sí.
– Es Émeri, Louis Nicolas Émeri. Se llama Louis Nicolas en referencia a su antepasado por la rama bastarda, Louis Nicolas Davout, mariscal del Imperio, comandante del tercer cuerpo del Gran Ejército de Napoleón. Batallas de Ulm, Austerlitz, Eylau, Wagram; duque de Auerstädt y príncipe de Eckmühl, nombre de una de sus célebres victorias.
– Danglard. Lo que me interesa es el hombre de ahora, el policía de Ordebec.
– Precisamente. Su ascendencia cuenta mucho, no permite que nadie la olvide. Puede ser altanero, orgulloso, marcial. Aparte de la herencia napoleónica, es un hombre bastante simpático, un buen policía, prudente; quizá demasiado prudente. De unos cuarenta años. No se ha lucido especialmente en sus anteriores destinos, en el extrarradio de Lyon, creo. Se hace olvidar en Ordebec. Es un sitio tranquilo.
Adamsberg volvió a su despacho, donde la mujer había reanudado su observación minuciosa de las paredes.
– No es fácil, ya me hago cargo, comisario. Es que normalmente está prohibido hablar de ello. Es algo que puede atraer problemas espantosos. Oiga, ¿están bien sujetas las estanterías murales? Porque ha puesto documentos pesados arriba y ligeros abajo. Podrían caerse sobre alguien. Siempre hay que poner lo pesado abajo.
Miedo a la policía, miedo a la caída de las librerías.
– ¿Por qué odia a ese Michel Herbier?
– Todo el mundo lo odia, comisario. Es una bestia parda, siempre lo ha sido. Nadie le habla.
– Eso podría explicar que se haya ido de Ordebec.
Adamsberg volvió a coger el periódico.
– Es soltero -dijo-, y jubilado. Tiene sesenta y cuatro años. ¿Por qué no va a empezar una nueva vida en otro lugar? ¿Tiene familia en algún sitio?
– Estuvo un tiempo casado. Es viudo.
– ¿Desde hace cuánto?
– Uf, más de quince años.
– ¿Se lo encuentra de vez en cuando?
– No lo veo nunca. Como vive un poco en las afueras de Ordebec, es fácil no toparse con él. Y todo el mundo contento.
– Pero aún así algún vecino se ha preocupado por él.
– Sí, los Hébrard. Son buena gente. Lo vieron irse hacia las seis de la tarde. Viven al otro lado de la carretera, ¿sabe? En cambio, él vive a cincuenta metros de allí, metido en el bosque Bigard, cerca del antiguo vertedero. Es un sitio muy húmedo.
– ¿Por qué se preocuparon si lo vieron irse en moto?
– Porque de costumbre, cuando se ausenta, les deja la llave del buzón. Pero esta vez no. Y no lo oyeron volver. Y las cartas se salían del buzón. Eso quiere decir que Herbier se había ido por poco tiempo y que algo le impidió volver. Los gendarmes dicen que no lo han encontrado en ningún hospital.
– Cuando fueron a visitar la casa, el contenido de los congeladores estaba tirado por los suelos.
– Sí.
– ¿Por qué tiene toda esa carne? ¿Tiene perros?
– Es cazador, mete sus piezas en congeladores. Mata mucho y no comparte.
La mujer se estremeció ligeramente.
– El cabo Blériot, que es bastante amable conmigo, a diferencia del capitán Émeri, me contó la escena. Era espantoso, dijo. Había en el suelo media jabalina, con la cabeza entera, piernas de cierva, liebres hembras, jabatos, perdigones. Todo ello tirado de cualquier manera, comisario. Llevaba días pudriéndose cuando entraron los gendarmes. Con el calor que hace, la podredumbre es peligrosa.
Miedo a las librerías y miedo a los microbios. Adamsberg echó una mirada a las grandes cuernas de ciervo, que seguían en el suelo de su despacho, cubiertas de polvo. Regalo suntuoso de un normando, precisamente.
– ¿Liebres hembras, ciervas? Es observador ese cabo. ¿También es cazador?
– Qué va. Es que todo el mundo lo dice sistemáticamente, sabiendo como es Herbier. Es un cazador asqueroso, un malhechor. Sólo mata hembras y crías, carnadas enteras. Dispara incluso a hembras preñadas.
– ¿Cómo lo sabe?
– Todo el mundo lo sabe. Herbier fue condenado una vez por haber matado una jabalina con sus jabatos todavía pequeños. Y cervatos también. Qué lástima. Pero normalmente, como lo hace de noche, Émeri no lo pilla nunca. Lo que sí es seguro es que ningún cazador quiere ir con él. Ni siquiera los más carniceros lo admiten. Ha sido expulsado de la Liga de Caza de Ordebec.
– Entonces tiene decenas de enemigos, señora Vendermot.
– Más que nada es que nadie lo frecuenta.
– ¿Piensa usted que algún cazador podría querer matarlo? ¿Es eso? ¿O algún anti-caza?
– Oh no, comisario. Ha sido algo muy distinto.
Tras un rato de cierta fluidez, la mujer volvía a tener dificultades para hablar. Seguía teniendo miedo, pero aparentemente ya no la preocupaban las estanterías. Era un temor resistente, profundo, lo que llamaba la atención a Adamsberg; en cambio, el caso de Herbier no requería ese viaje desde Normandía.
– Si usted no sabe nada -insistió en tono cansado-, o si le está prohibido hablar, no puedo ayudarla.
El comandante Danglard se había apoyado en el marco de la puerta y le dirigía señales de urgencia. Había noticias de la niña de ocho años, que se había fugado al bosque de Versalles tras haber roto una botella de zumo de frutas en la cabeza de su tío abuelo. El hombre había conseguido llegar al teléfono antes de desmayarse. Adamsberg dio a entender a Danglard y a la mujer que cerraba. Las vacaciones de verano iban a empezar y, al cabo de tres días, la Brigada iba a verse mermada en un tercio de sus efectivos. Había que cerrar los casos en curso. La mujer comprendió que no le quedaba mucho tiempo. En París la gente no se toma su tiempo, se lo había advertido el vicario, por muy amable y paciente que hubiera sido con ella el comisario bajito.