Recogió con cuidado los seis papeles pringosos exhumados por Gand. Otra persona había consumido azúcar allí. Debía de hacer dos semanas que los papeles estaban allí, uno junto al otro, como si hubieran sido tirados al mismo tiempo. ¿Y entonces? ¿Y qué? Aparte del hecho de que estaban en el camino de Bonneval… Precisamente. Un adolescente podría haberse sentado en ese tronco una noche, esperando ver pasar el Ejército -puesto que ése era el desafío que algunos se imponían- y podría haber comido esos terrones de azúcar para darse fuerza. ¿O esperar durante la noche del crimen? ¿Ver pasar al asesino?
– Gand -dijo al perro-. ¿Enseñaste los papeles a Léo, con la esperanza de que te diera un suplemento?
Adamsberg se remitió a la cama del hospital y consideró de otro modo las tres únicas palabras que le había susurrado la anciana: «Hello, Gand, azúcar».
– Gand -repitió-, Léo vio esos papeles, ¿verdad? Incluso voy a decirte cuándo los vio. El día en que descubrió el cuerpo de Herbier. De otro modo, no habría hablado de eso en el hospital, con la poca fuerza que tenía. Pero ¿por qué no dijo nada esa noche? ¿Crees que lo comprendió más tarde? ¿Como yo? ¿Con retraso? ¿Al día siguiente? ¿Qué comprendió, Gand?
Adamsberg metió delicadamente los papelitos en el sobre de las fotos.
– ¿Qué, Gand? -insistió desandando por el mismo atajo que había tomado Léo-. ¿Qué entendió? ¿Qué había habido un testigo del asesinato? ¿Cómo sabía que los papeles habían sido tirados allí esa noche? ¿Porque había venido contigo la noche anterior y no estaban?
El perro trotaba con brío por el sendero, meando en los mismos árboles de la última vez, camino de la posada de Léo.
– Sólo puede ser eso, Gand. Un testigo que comía azúcar. Que no comprendió la importancia de lo que había visto hasta más tarde, cuando se enteró del asesinato y de la fecha en que se produjo. Pero un testigo que no habla porque tiene miedo. A lo mejor Léo sabía qué chico había ido a pasar la prueba en el camino esa noche.
A cincuenta pasos de la posada, Gand salió corriendo hacia un coche parado en el arcén. El cabo Blériot fue al encuentro del comisario. Adamsberg aceleró el paso, con la esperanza de que el hombre viniera del hospital con noticias.
– No hay nada que hacer, no encuentran lo que tiene -dijo a Adamsberg sin saludarlo, abriendo los brazos con un gran suspiro.
– Joder, Blériot, ¿qué pasa?
– Se oye un tintineo en el costado.
– ¿Un tintineo?
– Sí, no resiste el esfuerzo, se fatiga enseguida. En cambio, va normal en las bajadas o en terreno llano.
– Pero ¿de quién está hablando, Blériot?
– Pues del coche, comisario. Y de aquí a que la jefatura nos lo cambie, pueden caer las manzanas cinco veces.
– Vale, cabo. ¿Cómo ha ido el interrogatorio de Mortembot?
– No sabe nada, de verdad. Es un blandengue -dijo Blériot con cierta tristeza, mientras acariciaba a Gand, que se había puesto de patas sobre él-. Sin Glayeux, este tipo no aguanta en pie.
– Quiere su terrón -explicó Adamsberg.
– Sobre todo, lo que quiere es quedarse en la celda. El muy cretino me ha insultado y ha intentado partirme la cara con la esperanza de que lo mandáramos una temporada a la cárcel. Me sé la canción.
– A ver si nos entendemos, Blériot -dijo Adamsberg enjugándose la frente con la manga de la camiseta-. Sólo trato de decirle que el perro quiere un terrón de azúcar.
– Pues no es la hora.
– Ya lo sé, cabo. Pero venimos del bosque, ha ido a ver a la chica de la granja y quiere azúcar.
– Pues entonces tendrá que dárselo usted, comisario. Porque acabo de manosear el motor, y cuando me huelen las manos a gasolina no hay nada que hacer, lo rechaza todo.
– Yo no tengo azúcar, cabo -explicó Adamsberg con paciencia.
Sin responder, Blériot se señaló el bolsillo de la camisa, repleto de terrones de azúcar envueltos en papel.
– Sírvase -dijo.
Adamsberg sacó un terrón, le quitó el envoltorio y dio el azúcar a Gand. Por fin un asunto resuelto. Minúsculo.
– ¿Siempre lleva tanto azúcar encima?
– ¿Qué tiene eso de malo?
Adamsberg sintió que la pregunta había sido infinitamente demasiado directa y tocaba a un punto personal que Blériot no tenía intención de aclarar. Quizá el orondo cabo fuera propenso a sufrir crisis de hipoglucemia, a esas brutales bajadas del nivel de azúcar que le dejan a uno las piernas de algodón y sudor en la frente, como un blandengue cualquiera al borde del desvanecimiento. O quizá mimaba algún caballo. O quizá deslizaba terrones en los tanques de gasolina de sus enemigos. O quizá los empapaba en un vaso de calvados matinal.
– ¿Podría llevarme hasta el hospital, cabo? Debo ver al médico antes de que se vaya.
– Al parecer, ha repescado a Léo como se saca una carpa del cieno -dijo Blériot sentándose de nuevo al volante, con Gand atrás-. Un día así, saqué una trucha fario del Touques. Lo cogí directamente con la mano. Debió de darse un golpe con una roca o algo así. No tuve el valor de comérmelo; no sé por qué, lo devolví al agua.
– ¿Qué hacemos con Mortembot?
– El blandengue prefiere quedarse en la gendarmería esta noche. Tiene derecho, hasta mañana a las dos de la tarde. Luego, la verdad, no lo sé. Ahora sí que debe de arrepentirse de haber matado a su madre. Con ella, habría estado a salvo, no era una mujer que se dejara contar chorradas. Además, si se hubiera quedado tranquilito, Hellequin no habría lanzado a su Ejército contra él.
– ¿Usted cree en el Ejército, cabo?
– Qué va -masculló Blériot-. Es lo que dicen, nada más.
– ¿Suele haber jóvenes que van al camino por la noche?
– Sí. Cretinos que no se atreven a negarse.
– ¿A quién obedecen?
– A cretinos más mayores que ellos. Aquí es lo que se estila. O vas a pasar la noche en Bonneval, o no tienes cojones. Así de simple. Yo también lo hice cuando tenía quince años. Puedo decirle que, a esa edad, los lleva uno de corbata. Encima, no puedes encender fuego, lo prohíbe la regla de los cretinos.
– ¿Se sabe quiénes han ido este año?
– Ni este año ni ninguno. Nadie presume de eso. Porque los amigos te esperan fuera y ven que te has meado encima. O peor. Así que no andan fardando de eso. Es como una secta, comisario, es secreto.
– ¿Y las chicas, también tienen que hacerlo?
– Entre nosotros, comisario, las chicas son mil veces menos cretinas que los chicos para estas cosas. Y no se van a meter en líos por nada. No, por supuesto que no van.
El doctor Hellebaud acababa una pequeña comida en la sala que habían puesto a su disposición. Charlaba ligeramente con dos enfermeras y con el doctor Merlán, conquistado y afable.
– Aquí me ve, amigo mío -dijo saludando a Adamsberg-, tomando una merienda-cena antes del viaje de regreso.
– ¿Cómo se encuentra ella?
– He realizado un segundo tratamiento comprobatorio; todo está en su sitio, me siento satisfecho. Si no me equivoco, las funciones se pondrán tranquilamente en marcha de nuevo, día tras día. Los efectos serán visibles sobre todo dentro de cuatro días. Luego entrará en fase de consolidación. Pero cuidado, Adamsberg, recuerde. No le haga preguntas de policía, qué vio, quién fue, qué pasó. Todavía no es capaz de enfrentarse a ese recuerdo, y obligarla a ello anularía nuestros esfuerzos.