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– Me ocuparé personalmente de ello, doctor Hellebaud -aseguró servilmente Merlán-. La habitación estará cerrada con llave, y nadie entrará en ella sin mi permiso. Y nadie le hablará sin que yo sea testigo.

– Cuento totalmente con usted, querido colega. Adamsberg, si me obtiene el derecho a otra excursión, debería volver a verla dentro de quince días. Ha sido un placer, de verdad.

– Y yo se lo agradezco, Hellebaud, de verdad.

– Vamos, amigo mío, es mi oficio. A propósito, ¿y su bola de electricidad? ¿Nos ocupamos de ella? René -consultó volviéndose al vigilante jefe-, ¿tenemos cinco minutos? Con el comisario no necesitaré más. Es anormalmente infrasintomático.

– Está bien -dijo René mirando el reloj de pared-. Pero debemos salir a las seis, doctor, no más tarde.

– Eso es más de lo que necesito.

El médico sonrió, se limpió los labios con una servilleta de papel y llevó a Adamsberg al pasillo, seguido de dos vigilantes.

– No hará falta que se tumbe. Siéntese en esta silla, será más que suficiente. Quítese sólo los zapatos. ¿Dónde está esa bola? ¿En qué parte de la nuca?

El médico trabajó unos instantes con la cabeza, el cuello y los pies del comisario, se entretuvo también con los ojos y los pómulos.

– Sigue siendo igual de singular, amigo mío -dijo finalmente, indicándole que ya podía calzarse-. Bastaría cortar aquí y allí alguno de sus escasos vínculos terrestres para que subiera usted a mezclarse con las nubes, sin tener siquiera un ideal. Como un globo. Tenga cuidado con eso, Adamsberg, ya se lo dije en otra ocasión. La vida real es una montaña de mierda, de bajeza y de mediocridad, bien, sobre esto estamos de acuerdo. Pero no nos queda más remedio que caminar por ella, amigo mío. No queda más remedio. Afortunadamente, usted es también un animal bastante simple, y una parte de usted está atrapada en el suelo como la pezuña de un toro en el barro. Es su suerte, y la he consolidado de paso en la escama occipital y en el malar.

– ¿Y la bola, doctor?

– La bola venía, fisiológicamente hablando, de una zona comprimida entre las cervicales Cl, que estaba bloqueada, y C2. Somáticamente hablando, se creó tras una gran conmoción de culpabilidad.

– No creo experimentar nunca sentimientos de culpabilidad.

– Feliz excepción. Pero no carece de fisuras. Yo diría, y ya sabe usted con cuánta atención seguí esa resurrección, que la irrupción en su vida de un hijo desconocido, y desequilibrado por su ausencia, incluso debilitado por su negligencia, podría pensar usted, generó una gran brazada de culpabilidad. De ahí la reacción en las cervicales. Tengo que dejarle, amigo mío. Nos veremos posiblemente en quince días si el juez vuelve a firmar una autorización. ¿Sabía usted que el viejo juez Varnier es totalmente corrupto, está podrido hasta la médula?

– Sí, gracias a eso está usted aquí.

– Buena suerte, amigo mío -dijo el médico estrechándole la mano-. Sería un placer recibir de vez en cuando su visita en Fleury.

Había dicho «Fleury» como si hubiera dado el nombre de su casa de campo, como si lo invitara sin formalismos a una tarde amistosa en su salón campestre. Adamsberg lo miró alejarse con un sentimiento de estima que lo emocionó un poco, hecho rarísimo en él y, sin duda, efecto inmediato del tratamiento que acababa de recibir.

Antes de que el doctor Merlán cerrara la puerta con llave, entró sin ruido en la habitación de Léo, tocó sus mejillas tibias, acarició su pelo. Tuvo la idea, inmediatamente reprimida, de hablarle de los envoltorios de azúcar.

– Hello, Léo, soy yo. Gand ha ido a ver a la chica de la granja. Está contento.

Capítulo 32

En el vestíbulo de un hotel bastante lúgubre de Granada, ubicado en la periferia de la ciudad, Zerk y Mo apagaron el vetusto ordenador que acababan de consultar y se dirigieron con paso voluntariamente despreocupado hacia las escaleras. Nadie piensa en su propia manera de andar salvo cuando se siente vigilado, ya sea por la policía o por el amor. Y entonces nada es más difícil que recobrar la naturalidad perdida. Habían decidido evitar el ascensor, un lugar en que los pasajeros, a falta de algo mejor que hacer, tienen más tiempo que en otros sitios para observarlo a uno.

– No sé si es muy prudente ir a consultar Internet -dijo Mo cerrando de nuevo la puerta de la habitación.

– Cálmate, Mo. Nada es más llamativo que un tipo crispado. Al menos así tenemos la información que buscábamos.

– No creo que sea buena idea llamar al restaurante de Ordebec. ¿Cómo lo llamas?

– El Jabalí corredor. No, no llamamos. Es sólo una garantía en caso de lío. Ahora tenemos el nombre de la puta tienda de juegos y diábolos «Al hilo». Será pan comido conseguir el nombre del dueño y averiguar si tiene hijos. Más bien un chico, entre doce y dieciséis años.

– Un hijo -confirmó Mo-. Sería menos probable que una chica tuviera la idea de atar las patas a una paloma para hacerle sufrir.

– O meter fuego a un coche.

Mo se sentó en la cama, estiró las piernas, se aplicó a respirar lentamente. Tenía la impresión de que otro corazón le latía permanentemente en el estómago. Adamsberg le había explicado, en la casa de las vacas, que se trataba seguramente de pequeñas bolas de electricidad que se le colocaban a uno aquí o allí. Se puso la mano en el vientre para tratar de disiparlas, hojeó el periódico del día anterior.

– En cambio, a una chica se le puede ocurrir reírse mientras mira al tío que ata a la paloma o que mete fuego a un coche -añadió Zerk-, ¿Alguna novedad en Ordebec?

– Nada. Pero pienso que tu padre debe de tener otra cosa que hacer que averiguar el nombre del dueño de la tienda de diábolos.

– No creo. Yo creo que el tío que torturó al palomo, el que mató en Ordebec y el que incendió a Clermont-Brasseur se pasean de la manita por su cabeza sin que él haga realmente una selección.

– Creía que no lo conocías.

– Ya, pero empiezo a tener la impresión de parecerme a él. Mañana, Mo, tenemos que salir a las nueve menos diez. Así todos los días. Hay que dar la impresión de que vamos a un trabajo regular. Eso si seguimos aquí mañana.

– Ah, ¿tú también te has fijado? -preguntó Mo masajeándose el vientre.

– ¿En el tipo que nos ha mirado abajo?

– Sí.

– Nos ha mirado mucho, ¿verdad?

– Sí. ¿Qué te sugiere?

– Un madero, Mo.

Zerk abrió la ventana para fumar fuera. Desde la habitación, sólo se veía un pequeño patio, gruesos tubos de salida de humos, ropa tendida y tejados de zinc. Tiró la colilla por la ventana, la miró aterrizar en la oscuridad.

– Mejor será que nos larguemos ahora -dijo.

Capítulo 33

Émeri había abierto, ufano, la doble puerta de su comedor Imperio, ansioso por captar las expresiones de sus invitados. Adamsberg pareció sorprendido pero indiferente -inculto, concluyó Émeri-, pero el asombro de Veyrenc y los comentarios admirativos de Danglard lo colmaron lo suficiente para borrar las últimas huellas del altercado del día. En realidad, si bien Danglard apreciaba la calidad del mobiliario, no le gustaba el exceso de esa reconstrucción demasiado meticulosa.