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– Maravilloso, capitán -concluyó mientras aceptaba el vaso de aperitivo, pues sabía comportarse de manera mucho más cortés que los dos bearneses.

Razón por la cual el comandante Danglard condujo prácticamente toda la conversación durante la cena, con la sincera vivacidad que tan bien sabía fingir y por la que Adamsberg siempre le estaba agradecido. Más aún teniendo en cuenta que la cantidad de vino distribuida en jarras de época con los escudos grabados del príncipe de Eckmühl, era ampliamente suficiente para evitar en el comandante cualquier posible angustia por escasez. Animado por Danglard, que brillaba por su conocimiento de la historia del conde de Ordebec al igual que de las batallas del mariscal Davout, Émeri bebía bastante y se volvía más abierto, incluso familiar, y hasta sentimental. A Adamsberg le parecía que el manto del mariscal y la postura que imponía a su heredero, iba deslizándose cada vez más hasta caer al suelo.

Al mismo tiempo, un nuevo aspecto alisaba el rostro de Danglard. Adamsberg lo conocía suficientemente para saber que ese toque de divertimiento íntimo no era el efecto usual del relajo que el alcohol producía en él. Era una nota de travesura, como si el comandante preparara una divertida trastada que contaba con mantener en secreto. Y, pensó Adamsberg, una trastada dirigida, por ejemplo, contra el teniente Veyrenc, con quien, por una vez, se mostraba casi amable, señal potencialmente peligrosa. Una trastada que le permitía sonreír esa noche a aquél de quien iba a burlarse más tarde.

El drama de Ordebec, enterrado, relegado mientras duraron los fastos imperiales, acabó haciendo su aparición a la hora del calvados.

– ¿Qué vas a hacer con Mortembot, Émeri? -preguntó Adamsberg.

– Si tus hombres vienen a ayudar, podríamos montar una vigilancia entre seis o siete durante una semana. ¿Podrás conseguirlo?

– Tengo una teniente que vale por diez hombres, pero está en inmersión. Puedo liberar a uno o dos hombres normales.

– ¿No podría tu hijo echarnos una mano?

– No expongo a mi hijo, Émeri. De hecho, no está formado para eso y no sabe disparar. Además, se ha ido de viaje.

– ¿Ah, sí? Creí que hacía un reportaje sobre las hojas podridas.

– Y era verdad. Pero una chica lo llamó de Italia, y allá se fue. Ya sabes lo que son estas cosas.

– Sí -dijo Émeri arrellanándose en la medida en que su recta butaca Imperio se lo permitía-. Pero tras muchas locuras pasajeras, conocí a mi mujer aquí. Cuando se fue conmigo a Lyon, enseguida sintió añoranza, y yo seguía enamorado de ella. Pensé que el traslado a Ordebec le gustaría. Volver a su tierra, reanudar amistades. Por eso me empeñé en volver aquí. Pero no, se quedó en Lyon, obstinadamente. Durante mis dos primeros años en Ordebec, no hice nada bien. Luego recorrí sin disfrutar los burdeles de Lisieux. Todo lo contrario de mi antepasado, amigos míos, si es que puedo llamarlos así. No he librado una sola batalla sin perderla, salvo algunos pequeños arrestos que cualquier imbécil habría podido llevar a cabo.

– No sé si ganar o perder son términos adecuados para evaluar la vida -murmuró Veyrenc-. Es decir, que pienso que no hay que evaluar la vida. Uno se ve constantemente obligado a ello, y eso es un crimen.

– «Peor que un crimen, es una falta» -completó mecánicamente Danglard, citando la supuesta réplica de Fouché al emperador.

– Me gusta -dijo Émeri revitalizado, levantándose de un modo impreciso para servir una segunda ronda de calvados-. Hemos encontrado el hacha -anunció sin transición-. La tiraron detrás del muro que bordea la casa de Glayeux; cayó en el campo que hay debajo.

– Si lo mató uno de los Vendermot -dijo Adamsberg-, ¿crees de verdad que habría usado una herramienta de su casa? Y si es que sí, lo más sencillo habría sido llevársela, ¿no?

– Se puede ver desde ambos lados, Adamsberg, ya te lo he dicho. Eso los hace parecer inocentes y, por lo tanto, sería muy astuto por su parte.

– No lo suficientemente astuto para ellos.

– Te caen bien, ¿verdad?

– No tengo nada contra ellos. Nada que sea lo suficientemente serio aún.

– Pero te caen bien.

Émeri salió unos instantes y volvió con una vieja foto de clase que depositó en las rodillas de Adamsberg.

– Mira -dijo-. Aquí teníamos todos entre ocho y diez años. Hippo era ya muy alto, es el tercero a partir de la izquierda. Todavía tenía los seis dedos en cada mano. ¿Conoces esa historia atroz?

– Sí.

– Yo estoy en la fila de delante, soy el único que no sonríe. Como ves, lo conozco desde hace tiempo. Pues bien, puedo decirte que era el terror. En absoluto el tipo amable que se esmera en parecerte. Nadie se atrevía a plantarle cara. Ni yo, que tenía dos años más que él.

– ¿Pegaba?

– No lo necesitaba. Tenía un arma mucho más poderosa. Sus seis dedos. Decía que era un soldado del Diablo y que podía hacer que nos cayeran encima todas las desgracias que le diera la gana si nos metíamos con él.

– ¿Y os metíais con él?

– Al principio, sí. Ya te puedes imaginar cómo reacciona un patio de alumnos ante un compañero con seis dedos. Cuantío él tenía cinco, seis años, lo acosábamos, le tomábamos el pelo sin piedad. Eso es verdad. Había una pandilla particularmente feroz con él, encabezada por Régis Vernet. Una vez, Régis plantó clavos en la silla de Hippo, punta arriba. Hippo se sentó encima. Le sangraba el culo, seis agujeros, y todo el mundo se tronchaba de risa en el patio. Otra vez, lo atamos a un árbol, y todos le meamos encima. Pero, un día, Hippo reaccionó.

– Volvió contra vosotros sus seis dedos.

– Exactamente. Su primera víctima fue el cabrón de Régis. Hippo lo amenazó y dirigió hacia él sus manos, con mucha gravedad. Y, lo creerás o no, pero a los cinco días, el pequeño Régis fue atropellado por el coche de un parisino y se vio privado de sus dos piernas. Horrible. Pero en el colegio sabíamos que el responsable no había sido el coche, sino la maldición que le había echado Hippo. Y él, Hippo, no lo desmintió, al contrario. Decía que al próximo que se metiera con él le quitaría los brazos, las piernas e incluso los cojones. Entonces todo se invirtió, y empezamos a vivir en el terror. Más tarde, Hippo dejó esas chiquilladas. Pero puedo asegurarte que todavía hoy, tanto los que creen en eso como los que no, a nadie se le ocurre buscar pelea con él. Ni con él ni con su familia.

– ¿Se puede ir a ver a ese Régis?

– Murió. No me invento nada, Adamsberg. La desgracia la tomó con él sin tregua. Enfermedades, paro, duelos, pobreza. Acabó tirándose al Touques hace tres años. Tenía sólo treinta y seis años. Nosotros, los antiguos alumnos de la escuela, sabíamos que era la venganza de Hippo, que nunca había dejado de ejercerse. Hippo lo había dicho. Que cuando apuntaba con sus dedos hacia alguien, ese alguien estaba condenado para siempre.

– ¿Y qué opinas tú de eso ahora?

– Felizmente, me fui de aquí con once años y pude olvidarlo todo. Si diriges la pregunta a Émeri el gendarme, te responderá que esas historias son aberraciones. Si la diriges a Émeri el niño, a veces pienso que Régis fue condenado. Digamos que el pequeño Hippo se defendió como pudo. Lo llamaban servidor de Satán, desecho inválido del infierno, así que al final se puso a jugar al Diablo. Pero jugó a un nivel espectacular, incluso después de que le cortara su padre los dedos. Lo que sí puedo decirte es que, si no es un enviado del Diablo, como mínimo es duro, y posiblemente peligroso. Con su padre sufrió más de lo imaginable. Pero, cuando lanzó al perro contra él, se trataba de un asalto mortal, ni más ni menos. No juraría que se le haya pasado. ¿Cómo quieres que los niños Vendermot se hayan vuelto angelitos con todo lo que tuvieron que soportar?

– ¿Incluyes a Antonin?