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Repasando los acontecimientos del día anterior, Danglard había adquirido la certidumbre de que el autor de la nota sólo había podido deslizársela en el bolsillo cuando se encontraba en medio del gentío que se había formado delante de la casa de Glayeux. Antes, en el hospital, no la tenía.

El comandante aparcó bajo una hilera de árboles y fue al andén A rodeando discretamente la pequeña estación. El edificio estaba situado en las afueras del pueblo, y estaba cerrado y desierto. Tampoco había nadie en las vías. Danglard consultó el panel de los horarios, y comprobó que no paraba ningún tren en Cérenay antes de las once y doce minutos. O sea que no habría nadie por los parajes en cuatro horas. La persona había elegido un lugar excepcional donde la soledad estaba garantizada.

A las seis y cuarenta y ocho en el reloj de la estación, Danglard se sentó en un banco del andén, encogido, como de costumbre, impaciente y un poco agotado. No había dormido más que unas horas y, con menos de nueve horas de sueño, su energía quedaba hecha trizas. Pero la idea de dejar clavado a Veyrenc en el poste de salida lo estimuló, aportándole una nueva sonrisa y un sentimiento de expansión. Llevaba más de veinte años trabajando con Adamsberg, y la complicidad espontánea del comisario y del teniente Veyrenc lo horripilaba en sentido propio. Danglard era demasiado inteligente para alimentarse de engaños, y sabía que su aversión era una simple cuestión de celos vergonzosos. Ni siquiera estaba seguro de que Veyrenc tratara de disputarle el puesto, pero la tentación era irreprimible. Marcar el paso para tomar ventaja a Veyrenc. Danglard alzó la cabeza, tragó saliva, apartando una vaga sensación de indignidad. Adamsberg no era ni su referencia ni su modelo. Todo lo contrario, las maneras de actuar y de pensar de ese hombre solían contrariarlo. Pero su estima, incluso su afecto, le era necesario, como si ese ser flotante pudiera protegerlo o justificarlo de ser. A las seis y cincuenta y un minutos, sintió un violento dolor en la nuca, se llevó a ella la mano y cayó al suelo del andén. Un minuto después, el cuerpo del comandante estaba tendido, atravesado, en la vía.

La visibilidad en el andén era tan total que Veyrenc sólo había podido encontrar un punto de observación a doscientos metros de Danglard, detrás de un puesto de desvío. El ángulo de visión no era bueno, y cuando vislumbró al hombre, éste estaba ya a dos metros del comandante. El golpe que le dio en la carótida con el canto de la mano y el hundimiento de Danglard duraron sólo unos segundos. Cuando el hombre se puso a hacer rodar el cuerpo hacia el borde del andén, Veyrenc ya había iniciado su carrera. Estaba todavía a unos cuarenta metros cuando Danglard cayó sobre los raíles. El hombre ya huía, a zancadas seguras y eficaces.

Veyrenc saltó a las vías, agarró el rostro de Danglard, que le pareció lívido a la luz del amanecer. La boca estaba abierta y blanda, los ojos cerrados. Veyrenc encontró el pulso, levantó los párpados sobre los ojos vacíos. Danglard estaba sonado, drogado, o moribundo. Un gran hematoma se estaba formando ya a un lado del cuello, alrededor de una clara marca de pinchazo. El teniente deslizó los brazos bajo los hombros del comandante para izarlo al andén, pero los noventa y cinco kilos de ese cuerpo inerte parecían imposibles de desplazar. Necesitaba ayuda. Se levantaba sudoroso para llamar a Adamsberg cuando oyó el silbido característico de un tren avanzando a lo lejos a gran velocidad. Horrorizado, vio llegar por la izquierda la masa ruidosa de la máquina, lanzada en línea recta. Veyrenc se tiró sobre el cuerpo de Danglard y, multiplicando su esfuerzo, lo tumbó entre los raíles, estirándole los brazos a lo largo del cuerpo. El tren lanzó un pitido que pareció un grito desesperado; el teniente se subió de un salto al andén, se apartó rodando. Los vagones pasaron mugiendo, y el fragor se alejó, dejándolo incapaz de moverse, ya fuera porque la potencia del esfuerzo le había desgarrado los músculos, o porque enfrentarse a la visión de Danglard le resultaba intolerable. Con la cabeza rodeada por su brazo, sintió sus mejillas mojadas de lágrimas. Un fragmento de información, uno solo, revoloteaba en su mente vacía. El espacio entre la parte superior del cuerpo y la parte inferior del tren es sólo de veinte centímetros.

Quince minutos después, probablemente, el teniente acabó apoyándose en los codos y aproximándose a la vía. Sujetándose la cabeza con las manos, abrió los ojos de golpe. Danglard parecía un muerto cuidadosamente dispuesto entre los raíles relucientes, como en una camilla de lujo; pero Danglard estaba intacto. Veyrenc dejó caer la frente sobre el brazo, extrajo el móvil y llamó a Adamsberg. Venir enseguida, estación de Cérenay. Luego sacó el revólver, quitó el seguro y lo asió firmemente con la mano derecha, el índice en el gatillo. Y cerró los ojos. El espacio entre la parte superior del cuerpo y la parte inferior del tren es sólo de veinte centímetros. Recordó la historia, el año pasado, en la vía del rápido París-Granville. El hombre estaba tan ebrio e inerte cuando el tren le pasó por encima que su ausencia total de reflejos le había salvado la vida. Sintió un hormigueo en las piernas y empezó a moverlas lentamente. Parecían reaccionar como algodón y, al mismo tiempo, pesar como bloques de granito. Veinte centímetros. Era una suerte que la ausencia radical de musculatura en Danglard le hubiera permitido aplastarse entre los raíles como un harapo.

Cuando oyó correr detrás de él, estaba sentado con las piernas cruzadas en el andén, con la mirada clavada en Danglard, como si esa atención de cada instante hubiera podido evitarle el paso de otro tren o el deslizamiento hacia la muerte. Le había hablado con frases ineptas, aguanta, no te muevas, respira, sin obtener ni un parpadeo por respuesta. Pero ahora veía con claridad los blandos labios estremecerse con cada respiración, y vigilaba esa pequeña palpitación. Empezaba a recobrar el entendimiento. El tipo que había citado a Danglard había concebido un plan irreprochable haciendo que lo arrollara el rápido Caen-París a una hora en que no intervendría ningún testigo. Lo habrían descubierto varias horas después, y para entonces el anestesiante, fuera cual fuera, ya habría desaparecido del cuerpo. Ni siquiera se les habría ocurrido buscar un anestesiante. ¿Qué habrían dicho en el informe? Que la melancolía de Danglard había empeorado mucho en los últimos tiempos, que temía morir en Ordebec. Que, completamente borracho, había ido a tumbarse sobre los raíles para suicidarse. Extraña elección, por supuesto, pero dado que el delirio de un hombre ebrio y suicida no se mide con regla, habrían llegado a esa conclusión.

Volvió los ojos hacia la mano que se posaba sobre su hombro, la de Adamsberg.

– Baja enseguida -dijo Veyrenc-. No puedo moverme.

Émeri y Blériot ya habían agarrado el cuerpo de Danglard por los hombros, y Adamsberg saltó a las vías para levantarle las piernas. Luego Blériot fue incapaz de subirse solo al andén, y hubo que ayudarlo tirándole de las manos.