– Ahora viene el doctor Merlán -dijo Émeri inclinado sobre el pecho de Danglard-. En mi opinión, está completamente drogado, pero no en peligro. Los latidos son lentos, pero regulares. ¿Qué ha pasado, teniente?
– Un tipo -dijo Veyrenc con voz todavía lacia.
– ¿No puedes levantarte? -le preguntó Adamsberg.
– No creo. ¿No tendrás un poco de aguardiente, o algo?
– Yo sí -dijo Blériot sacando una petaca barata-. No son ni las ocho, va a ser fuertecillo.
– Es lo que me hace falta -aseguró Veyrenc.
– ¿Ha desayunado?
– No, he estado toda la noche en vela.
Veyrenc tomó un trago con la mueca convencional que señala que, efectivamente, el líquido era fuertecillo. Después de tomar otro, devolvió la petaca a Blériot.
– ¿Puedes hablar? -preguntó Adamsberg, que se había sentado con las piernas cruzadas a su lado, fijándose en los surcos claros que habían dejado las lágrimas en las mejillas de Veyrenc.
– Sí. Es el susto, nada más. He sobrepasado mi medida física.
– ¿Por qué has estado en vela?
– Porque Danglard meditaba una jugada imbécil en solitario.
– ¿Tú también lo habías notado?
– Sí. Quería adelantarme, y a mí me pareció peligroso. Creí que Danglard saldría anoche, pero no se fue hasta las seis y media de la mañana. Cogí el otro coche y lo seguí de lejos. Llegamos aquí -dijo Veyrenc mostrando el lugar con gesto vago-. Un tipo lo golpeó en el cuello, y creo que luego le inyectó algo, antes de tirarlo a la vía, atravesado. Corrí, el tipo también. Y cuando traté de sacar de allí a Danglard, imposible. Entonces llegó el tren.
– El rápido Caen-París -dijo con gravedad Émeri-, el que pasa a las seis cincuenta y seis.
– Sí -dijo Veyrenc bajando un poco la cabeza-. Y realmente, se puede decir que es rápido.
– Joder -dijo Adamsberg entre dientes.
¿Por qué había sido Veyrenc quien había vigilado a Danglard? ¿Por qué no él? ¿Por qué había dejado al teniente precipitarse a ese infierno? Porque el plan de Danglard estaba dirigido contra Veyrenc, y Adamsberg lo había considerado como algo nimio. Un asunto entre hombres.
– Sólo tuve tiempo para desplazarlo y estirarlo entre los raíles, no sé ni cómo, y de subirme al andén, no sé ni cómo. Joder, Danglard pesaba mucho, y el borde del andén estaba muy alto. El viento del tren me rozó la espalda. Veinte centímetros. Hay veinte centímetros entre la parte superior de un cuerpo, de un cuerpo flojo, de un cuerpo ebrio, y la parte inferior de un tren.
– No sé si se me habría ocurrido -dijo Blériot, que miraba a Veyrenc con una expresión un tanto alelada. Al mismo tiempo, observaba fascinado la cabellera castaña de ese teniente, sembrada de una quincena de mechas rojas anormales, que formaban como amapolas en un campo de tierra parda.
– ¿Y el tipo? -preguntó Émeri-. ¿Podría tener la corpulencia de Hippolyte?
– Sí, era fuerte. Pero yo estaba lejos, y él llevaba pasamontañas y guantes.
– ¿Qué más llevaba de ropa?
– Zapatillas deportivas y una especie de sudadera. Azul marino o verde oscuro, no lo sé. Ayúdame, Jean-Baptiste, ahora me puedo levantar.
– ¿Por qué no me llamaste cuando lo seguiste? ¿Por qué te fuiste solo?
– Era un asunto entre él y yo. Una iniciativa grotesca de Danglard, era inútil meterte en eso. No imaginaba que la cosa cobrara esas proporciones. Y así, solo, se fue, llena de hiel el alma…
Veyrenc interrumpió su principio de versificación encogiéndose de hombros.
– No -masculló-, no me apetece.
El doctor Merlán había llegado y se afanaba junto al comandante Danglard. Iba sacudiendo regularmente la cabeza, repitiendo «le ha pasado un tren por encima, le ha pasado un tren por encima», como tratando de convencerse del carácter excepcional del acontecimiento que vivía.
– Probablemente, una buena dosis de anestesia -dijo volviéndose a levantar y llamando a dos enfermeros-; pero tengo la impresión de que el efecto se ha disipado casi. Nos lo llevamos, voy a acelerar suavemente el despertar. Pero la elocución no se restablecerá hasta dentro de dos horas, no venga antes, comisario. Tiene contusiones, debidas al golpe en la carótida y la caída a las vías. Pero no se ha roto nada, creo. Le ha pasado un tren por encima, no me lo puedo creer.
Adamsberg vio alejarse la camilla con una vaharada de quebranto retroactivo. Pero no reapareció la bola de electricidad en su nuca. Efecto del tratamiento del doctor Hellebaud, sin duda.
– ¿Léo? -preguntó a Merluza.
– Anoche, se sentó y comió. Le hemos quitado la sonda. Pero no habla, sólo sonríe de vez en cuando, con pinta de tener su idea sobre lo ocurrido sin ser capaz de alcanzarla. Es como si su doctor Hellebaud le hubiera bloqueado la función del habla, como si hubiera bajado el disyuntor para volver a ponerlo en marcha cuando le parezca.
– Es su estilo.
– Le he escrito a su casa de Fleury para darle noticias. Mandando la carta al director, tal como usted me aconsejó.
– Su prisión de Fleury -precisó Adamsberg.
– Lo sé, comisario, pero no me gusta ni decirlo ni pensarlo. Igual que sé que usted fue quien mandó arrestarlo, y no quiero saber nada de sus delitos. ¿No será nada médico, al menos?
– No.
– Le ha pasado un tren por encima, no me lo puedo creer. Sólo los suicidas se tiran a las vías.
– Precisamente, doctor. No es un arma usual. En cambio, como es un método conocido para darse muerte, lo de Danglard tenía que pasar sin problemas por un suicidio. Para todo el personal del hospital, mantenga la versión del suicidio y, en la medida de lo posible, que no haya filtraciones. No quiero alertar al asesino. Que en estos momentos debe de suponer que la víctima está destrozada por las ruedas del rápido. Dejémosle esa certeza durante unas horas.
– Ya veo -dijo Merlán arrugando los ojos, componiendo una expresión más perspicaz de lo necesario-. Quiere usted sorprender, espiar, acechar.
Adamsberg no hizo nada de eso. La ambulancia se alejó, y él echó a andar dando vueltas por el andén A, en un corto recorrido de veinte metros, reacio a alejarse de Veyrenc, a quien el cabo Blériot -lo había visto- había hecho tomar tres o cuatro terrones de azúcar. Blériot el chupador. Sin querer, se fijó en que el cabo no dejaba caer los envoltorios al suelo. Los arrugaba formando una bolita apretada que luego se metía en el bolsillo delantero del pantalón. Émeri, cuyo uniforme estaba por una vez mal coleado, por la prisa que se había dado en vestirse para reunirse con ellos, volvió hacia él sacudiendo la cabeza.
– No veo ninguna pista alrededor del banco. Nada, Adamsberg, no tenemos nada.
Veyrenc pidió con una seña un cigarrillo a Émeri.
– Y no creo que Danglard pueda ayudarnos -dijo Veyrenc-. El tipo llegó por detrás, sin darle tiempo a volverse.
– ¿Cómo puede ser que el conductor del tren no lo viera? -preguntó Blériot.
– A esas horas, tenía el sol de frente -dijo Adamsberg-, iba hacia el este.
– Aunque lo hubiera visto -dijo Émeri-, no habría podido detener el tren hasta varios cientos de metros más allá. Teniente, ¿cómo tuvo usted la idea de seguirlo?
– Por obediencia al reglamento, supongo -dijo Veyrenc son- riendo-. Lo vi salir y lo seguí. Porque uno no va solo en este tipo de casos.
– ¿Y por qué se fue solo? Me parece un hombre más bien prudente, ¿no?
– Pero solitario -añadió Adamsberg para disculparlo.
– Y el que lo citó aquí debió de exigirle que viniera sin escolta -suspiró Émeri-, Como siempre. Nos vemos en la gendarmería para organizar las rondas en casa de Mortembot. Adamsberg, ¿has visto a tus dos hombres de París?