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– Según los primeros resultados, no me queda nada en el cuerpo. Piensa que se trata de un anestesiante usado por los veterinarios y calculado para dejarme k.o. un cuarto de hora y volatilizarse. Clorhidrato de ketamina en dosis baja, puesto que no tuve alucinaciones. Comisario, ¿se puede hacer algo? Quiero decir: ¿se puede hacer que la Brigada no se entere de este episodio?

– No veo ninguna objeción en lo que a mí respecta. Pero somos tres los que lo sabemos. Así que no es conmigo con quien hay que tratar el asunto, sino con Veyrenc. Después de todo, él podría tener la tentación de tomar la revancha. Sería comprensible.

– Sí.

– ¿Se lo mando?

– Todavía no.

– En el fondo -dijo Adamsberg dirigiéndose hacia la puerta-, no se equivocaba usted imaginando que se iba a jugar la vida en Ordebec. En cuanto al porqué habrán querido matarlo, comandante, tendrá usted que reflexionar, reunir todos los fragmentos. Encontrar qué es lo que el asesino temió en usted.

– ¡No! -gritó casi Danglard cuando Adamsberg abría la puerta-. No, no era yo. El tipo me tomó por usted. La nota empezaba con «Comisario». Es a usted a quien quiso matar. Usted no tiene pinta de un policía de París, yo sí. Cuando llegué a la casa de Glayeux con el traje gris, el tipo creyó que yo era el comisario.

– Es lo que piensa también Lina. Y no sé por qué lo piensa. Le dejo, Danglard, tengo que distribuir las rondas alrededor de la casa de Mortembot.

– ¿Va a ver a Veyrenc?

– Si se ha despertado.

– ¿Podría decirle una cosa? De mi parte.

– Ni hablar, Danglard. Eso le corresponde a usted.

Capítulo 38

Las características del lugar de intervención, según la expresión de Émeri -es decir, la casa de Mortembot- habían sido ampliamente expuestas a los agentes del equipo mixto Ordebec-París, y las horas de ronda distribuidas. El medio hombre que había podido conseguir Émeri -el cabo Faucheur- había sido cedido a tiempo completo por la gendarmería de Saint-Venon, consciente de la urgencia de la situación. Disponían de cuatro grupos de dos hombres, lo cual permitía establecer cuatro rondas de seis horas por cada veinticuatro horas. Un hombre en la parte trasera, frente a los prados, encargado de esa fachada y del flanco este. Un hombre delante, responsable de la parte de la calle y del lado oeste. La casa no era larga; ningún ángulo quedaba sin vigilancia. Eran las dos treinta y cinco de la tarde, y Mortembot, arrellanando su grueso cuerpo en la pequeña silla de plástico, sudaba escuchando las instrucciones. Encerrado en casa hasta nueva orden, con las contraventanas cerradas. No le parecía mal. De haber podido, habría pedido que lo encerraran en un módulo de cemento. Establecieron el código que permitía a Mortembot asegurarse de que quien llamara a su puerta era policía, para el abastecimiento y la información. El código sería modificado todos los días. Prohibido, claro, abrir al cartero, a cualquier mensajero enviado desde los viveros, a un amigo deseoso de noticias. Los cabos Blériot y Faucheur harían la primera guardia, hasta las nueve de la noche. Justin y Estalére los relevarían hasta las tres de la madrugada. Adamsberg y Veyrenc hasta las nueve, y Danglard y Émeri cerrarían el ciclo hasta las tres de la tarde. Adamsberg había tenido que negociar, con pretextos falaciosos, para que Danglard y Veyrenc no estuvieran juntos. Las reconciliaciones forzadas le parecían vanas y de mal gusto. El programa era para tres días.

– Pero ¿y pasados los tres días? -preguntó Mortembot pasándose los dedos una y otra vez por el pelo mojado.

– Ya veremos -dijo Émeri sin miramientos-. No vamos a pasar semanas protegiéndote si atrapamos al asesino.

– Pero si no lo atraparéis nunca -dijo Mortembot casi gimiendo-. No se atrapa al señor Hellequin.

– Porque ¿tú crees en eso? Y yo que pensaba que tu primo y tú erais incrédulos.

– Jeannot sí. Yo siempre pensé que había una fuerza en el bosque de Alance.

– ¿Y se lo dijiste, eso, a Jeannot?

– No, no. Consideraba que eran idioteces de retrasados.

– Entonces, si crees, sabrás por qué Hellequin te ha elegido, ¿no? ¿Sabes por qué le tienes miedo?

– No, no lo sé.

– Claro.

– A lo mejor porque era amigo de Jeannot.

– ¿Y porque Jeannot mató al joven Tétard?

– Sí -dijo Mortembot frotándose los ojos.

– ¿Lo ayudaste?

– No, no, palabra de Dios.

– ¿Y no te molesta denunciar a tu primo ahora que está muerto?

– Hellequin exige arrepentimiento.

– Ah, es por eso. Para que el Señor te perdone. En ese caso, más te vale contar lo que le pasó a tu madre.

– No, no, a ella no la toqué. Es mi madre.

– Sólo tocaste el pie de la escalera con una cuerda. No vales nada, Mortembot. Levántate, vamos a encerrarte en tu casa. Y como vas a tener tiempo para pensar, ponte al día con Hellequin, redacta tu confesión.

Adamsberg pasó por la posada, donde encontró a Hellebaud instalado en la cama, en el hueco del colchón, y a Veyrenc des- pierio, duchado, vestido, sentado delante de una ración de pasta calentada que comía directamente de la cazuela.

– Nos toca hacer guardia a los dos desde las tres de la madrugada hasta las nueve de la mañana, ¿Te va bien?

– Muy bien, creo que ya estoy normal. Ver un tren echársete encima es indescriptible. Por poco me rajo, por poco dejo a Danglard en la vía y me subo al andén.

– Serás condecorado -dijo Adamsberg con una breve sonrisa-, Recibirás la medalla de honor de la Policía. Toda la medalla de plata.

– Ni siquiera. Para eso habría que contarlo todo y hundir a Danglard. Y él no se recuperaría de ésa. El albatros caído, la inteligencia venida a menos.

– Ya está remando por tierra, Louis. No sabe cómo salir de su propia debacle.

– Normal.

– Sí.

– ¿Quieres pasta? No me la voy a acabar -dijo Veyrenc tendiéndole la cazuela.

Adamsberg estaba comiendo la pasta tibia cuando le sonó el móvil. Lo abrió con una mano y leyó el mensaje de Retancourt. Por fin.

Según Sv 1 a mayordomo, cortó pelo jueves noche por duelo, 3 madrugada. Pero según doncella despedida, ya corto jueves regreso fiesta. Pero doncella vengativa, testigo sospechosa. Me voy. Me ocupo coche.

Adamsberg enseñó el texto a Veyrenc, con el corazón un poco palpitante.

– No entiendo -dijo Veyrenc.

– Te explico.

– Yo también te explico -dijo Veyrenc bajando sus larguísimas pestañas-. Están de nuevo en la carretera.

Veyrenc se interrumpió y dibujó el contorno de África en una hoja de papel que había servido para hacer una lista de la compra.

– ¿Cuándo lo has sabido? -escribió Adamsberg bajo las palabras queso, pan, mechero, alpiste palomo.

– Mensaje recibido hace una hora -escribió Veyrenc.

– ¿De quién?

– De un amigo cuyo número tiene tu hijo.

– ¿Qué ha pasado?

– Un policía en Granada.

– ¿Dónde están?

– En Casares, a quince kilómetros de Estepona.

– ¿Dónde está eso?

– Enfrente de África.

– Salimos -dijo Adamsberg-. Ya no tengo hambre.

Capítulo 39

– Nada que señalar -dijo Justin cuando Veyrenc y Adamsberg fueron a tomar el relevo a las dos cincuenta y cinco de la madrugada.