Выбрать главу

Merlán observó el cuerpo de Mortembot y sacudió la cabeza.

– Si uno no puede ni mear tranquilo… -dijo simplemente.

Una oración fúnebre un poco cutre, pensó Adamsberg, pero no desprovista de acierto. Merlán confirmó que el disparo se había producido entre la una y las dos de la madrugada, en todo caso antes de las tres. Extrajo el perno sin desplazar el cuerpo, para dejar las cosas preparadas para su colega.

– Menuda salvajada -dijo agitándolo delante de Adamsberg-. Mi colega lo abrirá, pero, por el impacto, el perno debe de haber atravesado la laringe hasta el esófago. Supongo que murió de asfixia antes de que la hemorragia hiciera su efecto. ¿Lo vestimos?

– No podemos, doctor. Tienen que pasar los técnicos.

– De todos modos -dijo Merlán con una mueca.

– Sí, doctor, ya lo sé.

– Y usted -dijo Merlán mirando fijamente a Adamsberg-, debería ir a dormir ahora mismo. El también -añadió señalando a Danglard con el pulgar-. Aquí hay gente que no descansa lo suficiente. Van a caer como bolos sin necesidad de bola.

– Ve -dijo Émeri dando una ligera palmada en el hombro a Adamsberg-. Esperaré a los técnicos. Blériot y yo hemos dormido.

Hellebaud había dejado por la habitación señales de su paseo matutino, abandonando granos de alpiste aquí y allí. Pero había vuelto a ocupar el zapato izquierdo y lanzó un arrullo al ver a Adamsberg. El asunto del zapato, por contra natura que fuera, tenía al menos una gran ventaja. El palomo ya no dejaba sus deposiciones al vuelo por toda la habitación, sino estrictamente en el zapato. Cuando hubiera dormido, rasparía el interior. ¿Con qué?, se preguntó acurrucándose en el surco del colchón. ¿Un cuchillo? ¿Una cucharilla? ¿Un calzador?

La violencia de esa saeta de caza lo había estomagado, con las afiladas aletas horadando al tipo en plena meada. Mucho más que la miga de pan embutida en la garganta de la anciana, Lucette Tuilot, método que, por su aspecto inédito y rudimentario, tenía algo conmovedor. Y Danglard lo había irritado con su comentario sobre Ricardo Corazón de León, como si les importara. Incluso Veyrenc, al preguntarse por qué Mortembot se había cambiado de ropa. Irritación rápida y poco justa que demostraba su estado de fatiga. Mortembot se había quitado la chaqueta azul, que debía de tener el olor de la celda, por mucho que se dijera, aunque fuera al antiséptico, y se había puesto un conjunto de algodón gris pálido con el pantalón ribeteado de gris oscuro. ¿Y qué? ¿Y si Mortembot quería ponerse cómodo? ¿O elegante? Émeri también lo había irritado con su manera de anunciarle de nuevo que le dejaba toda la responsabilidad del desastre. Soldado cobarde, ese Émeri. Ese tercer asesinato iba a incendiar Ordebec y la región entera. Los periódicos locales ya estaban llenos de la furia asesina de Hellequin, algunas cartas al director señalaban a los Vendermot sin nombrarlos todavía, y el día anterior le había parecido que las calles se habían vaciado antes que de costumbre. Y ahora que el asesino mataba de lejos con ballesta, nadie estaba a salvo en su agujero de rata. Si el asesino supiera hasta qué punto se sentía ignorante y desamparado, no se habría tomado la molestia de convocar un tren para aniquilarlo. Quizá el pecho de Lina le quitaba toda visibilidad sobre la culpa de la familia Vendermot.

Capítulo 41

Adamsberg abrió los ojos tres horas después, atento al fragor de una mosca que atravesaba la habitación como una furia sin que pareciera haberse percatado, igual que Hellebaud, de que la ventana estaba abierta de par en par. En ese primer instante del despertar, no pensó ni en Zerk ni en Mo al borde del peligro, ni en las muertes del señor Hellequin, ni en la vieja Léo. Se preguntó simplemente por qué había creído que la chaqueta que llevaba Mortembot en la celda era azul si era marrón.

Abrió la puerta, esparció un poco de alpiste por el umbral, para invitar a Hellebaud a aventurarse a por lo menos un metro del zapato, y se fue a prepararse un café en la cocina. Danglard estaba allí, callado, el rostro inclinado hacia un periódico sin leerlo, y Adamsberg empezó a experimentar cierta compasión por su viejo amigo incapaz de salir del foso de estiércol.

– Dicen en El Reportaje de Ordebec que los policías de París no dan una. Resumiendo.

– No se equivocan -dijo Adamsberg echando agua sobre el poso de café.

– Recuerdan que, ya en 1777, el señor Hellequin había aplastado la gendarmería sin combatir siquiera.

– Tampoco es falso.

– Sin embargo, hay algo. No tiene nada que ver con el caso, pero lo pienso igualmente.

– Si se trata del corazón de Ricardo, no vale la pena, Danglard.

Adamsberg salió al patio grande dejando el agua hervir en el fogón. Danglard sacudió la cabeza, levantó su cuerpo, que le pareció diez veces más pesado que de costumbre, y acabó de colar el café. Se aproximó a la ventana para ver a Adamsberg dar vueltas bajo los manzanos, con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón deformado, con la mirada -o eso le pareció a él- vacía, desertada. Danglard se preocupaba por el café, sin dejar de vigilar el patio de reojo: ¿había que llevarlo afuera? ¿O beberlo solo sin avisar? Adamsberg desapareció de su campo de visión, y emergió del sótano antes de volver a la casa con paso rápido. Se sentó de golpe en un banco, sin su flexibilidad habitual, puso las palmas de las dos manos sobre la mesa y lo miró rígidamente sin hablar. Danglard, que en esos momentos no se sentía con derecho de cuestionar ni de criticar, colocó dos tazas en la mesa y sirvió el café como una buena esposa, a falta de saber qué otra cosa hacer.

– Danglard -dijo Adamsberg-, ¿de qué color era la chaqueta de Mortembot cuando estaba en la gendarmería?

– Marrón.

– Exacto. Y yo la vi azul. Vamos, pensando en ello más tarde, dije «azul».

– ¿Sí? -dijo Danglard con prudencia, más alarmado por las fases de fijeza de Adamsberg que cuando se encendía el fulgor en sus ojos algosos.

– ¿Y por qué, Danglard?

El comandante se llevó la taza a los labios, mudo. Sentía tentaciones de echarle una gota de calvados, como se hacía allí, para «animar el cuerpo», pero presentía que ese gesto, a las tres de la tarde, podría despertar la ira apenas aplacada de Adamsberg, sobre todo desde que El Reportaje de Ordebec publicaba que no daban una y -pero eso no se lo había dicho al comisario- que no daban un palo al agua. O al contrario, Adamsberg estaba tan lejos que quizá ni se daría cuenta. Iba a levantarse para servirse esa gotita, cuando Adamsberg se sacó del bolsillo un puñado de fotografías que expuso ante él.

Los hermanos Clermont-Brasseur -dijo.

De acuerdo -dijo Danglard-. Las fotos que le dio el conde.

Precisamente. Con los trajes que llevaban en la famosa fiesta. Aquí Christian, con chaqueta azul de raya diplomática. Aquí Christophe con la chaqueta de yachtman.

– Vulgar -juzgó Danglard en voz baja.

Adamsberg sacó el móvil, se saltó unas cuantas imágenes y se lo pasó a Danglard.

– Aquí tiene la foto que envió Retancourt, la del traje que llevaba Christian al volver a su casa por la noche. Traje que no ha sido enviado a la tintorería, igual que el de su hermano. Todo eso lo comprobó Retancourt.

– Habrá que creerla -dijo Danglard examinando la pequeña instantánea.

– Traje azul a rayas para Christian. ¿Lo ve? No marrón.

– No.

– Entonces, ¿por qué pensé que la chaqueta de Mortembot era azul?

– Por error.

– Porque se cambió, Danglard. ¿Comprende la relación?