– Porque no eres nada, Adamsberg. Viento, nubes, un ectoplasma analfabeto incapaz del menor inicio de razonamiento.
– Estás bien informado.
– Por supuesto. Era mi caso, no tenía ganas de que ningún policía eficaz viniera a quitármelo. En cuanto te vi, comprendí que lo que decían de ti era verdad. Que podría hacer lo que me viniera en gana mientras tú te alejabas en tus brumas. Incluso fuiste a ninguna parte, Adamsberg, no pegaste ni chapa, de eso todo el mundo es testigo. Incluida la prensa. Lo único que has hecho es impedirme detener a ese cabrón de Hippo. ¿Y por qué lo proteges? ¿Lo sabes al menos? Para que nadie toque a su hermana. Eres inepto, y un obseso. Lo único que has hecho en Ordebec es mirarle el pecho y cuidar de tu puto palomo. Eso sin contar que la policía de las policías vino para registrar la zona. ¿Te crees que no me enteré? ¿Qué demonios hacías aquí, Adamsberg?
– Recogía envoltorios de azúcar.
Émeri abrió los labios, tomó aire y se calló. Adamsberg creyó saber que había estado a punto de decir: «Pobre cretino, tus envoltorios de azúcar no te servirán para nada».
Muy bien, no encontraría huellas. Papeles vírgenes sin más.
– ¿Cuentas convencer a un tribunal con tus papelitos?
– Olvidas una cosa, Émeri. El que trató de matar a Danglard mató a los demás.
– Evidentemente.
– Un hombre fuerte que resultó ser un buen corredor. Tú dijiste, como yo, que Denis de Valleray había cometido los asesinatos y que él era también quien había citado a Danglard en Cérenay. Así figura en tu primer informe.
– Evidentemente.
– Y que se había suicidado cuando el secretario del club le informó de que estaba empezando a ser investigado.
– El «club» no, la Compañía de la Marcha.
– Como quieras, no me impresiona. Mi antepasado personal fue recluta durante las guerras napoleónicas y murió con veinte años, por si te interesa. En Eylau, si quieres comprender por qué ese nombre se me quedó grabado. Con las dos piernas hundidas en barro mientras tu tatarabuelo desfilaba por la victoria.
– Fatalidad familiar -dijo Émeri sonriente, con la espalda más derecha que nunca y un brazo arrogantemente colocado tras el respaldo de la silla-. No tendrás más suerte que tu antepasado, Adamsberg. Ya estás en el barro hasta los muslos.
– Denis se suicidó, tú lo has escrito. Acusado de los asesinatos de Herbier, Glayeux y Mortembot, y de las tentativas de asesinato de Léo y Danglard.
– Por supuesto. No tuviste conocimiento del resto del informe del laboratorio. Dosis de caballo de ansiolíticos, neurolépticos, y casi cinco gramos de alcohol en la sangre.
– ¿Por qué no? Es fácil echar todo eso en la garganta de un hombre medio inconsciente. Le levantas la cabeza y le provocas el efecto de deglución. Pero dime, Émeri: ¿por qué iba a querer Denis matar a Danglard?
– Tú mismo me lo explicaste paleador. Porque Danglard sabía la verdad acerca de los hijos Vendermot. Por la mancha en forma de insecto.
– De crustáceo.
– Me la suda -se irritó Émeri.
– Te lo dije y me equivoqué. Porque dime, ¿cómo iba Denis de Valleray a enterarse tan rápidamente de que Danglard había visto el crustáceo y comprendido lo que significaba, cuando yo mismo no lo supe hasta la noche en que se fue.
– Por los rumores.
– Es lo que yo había supuesto. Pero llamé a Danglard, y no había hablado de ello con nadie, aparte de Veyrenc. El hombre que deslizó la nota en su bolsillo lo hizo muy poco después del vahído del conde en el hospital. Los únicos que pudieron ver a Danglard volver a poner el chal en los hombros de Lina y descubrir el torso desnudo del conde, mirar esa mancha violeta y sorprenderse, eran, pues, Valleray padre, el doctor Merlán, las enfermeras, los vigilantes de la cárcel, el doctor Hellebaud, Lina y tú. Elimina a los vigilantes y a Hellebaud, que están fuera de la historia. Elimina a los enfermeros, que nunca llegaron a ver la mancha en los hijos Vendermot. Elimina a Lina que nunca ha visto la espalda del conde.
– La vio ese día.
– No, estaba muy atrás, en el pasillo. Danglard me lo ha confirmado. De modo que Denis de Valleray no sabía que el comandante había descubierto la existencia de sus hermanos.Pollo tanto, no tenía ninguna razón para empujarlo a las vías del Caen-París. Tú sí. ¿Quién más?
– Merlán. Él operó los dedos a Hippo cuando era pequeño.
– Merlán no se encontraba en la multitud delante de la casa de Glayeux. Aparte de que los descendientes de Valleray ni le van ni le vienen.
– Lina pudo verlo, por mucho que diga tu comandante.
– No estaba delante de la casa de Glayeux.
– Pero el arcilloso de su hermano sí, Antonin. ¿Quién te dice que ella no se lo dijo?
– Merlán. Lina salió del hospital mucho después que los demás, estaba hablando con una amiga en la entrada. Elimínala.
– Queda el conde, Adamsberg -afirmó altanero Émeri-, Que no quería que se supiera que eran hijos suyos. Al menos, no mientras viviera.
– Tampoco él estaba delante de la casa de Glayeux, sino en observación en el hospital. Sólo tú lo viste, lo comprendiste, y sólo tú pudiste deslizar la nota en el bolsillo de Danglard. Probablemente cuando entró en casa de Glayeux.
– ¿Y a mí qué coño me importaba que el conde hubiera engendrado a esas criaturas del diablo? Yo no soy un hijo Valleray. ¿Quieres ver mi espalda? Encuentra al menos una relación entre yo y la muerte de todos esos desgraciados.
– Es sencillo, Émeri. El terror. Y la necesaria erradicación de la causa del terror. Siempre fuiste miedoso, y siempre te mortificó no tener la arrogancia de tu antepasado. Por desgracia, te dieron su nombre.
– ¿El terror? -dijo Émeri abriendo las manos-. Pero ¿de qué, por el amor de Dios? ¿Del mierda de Mortembot, que murió con el pantalón bajado?
– De Hippolyte Vendermot. El responsable, a tus ojos, de todas tus impotencias. Desde hace treinta y dos años. La perspectiva de acabar como Régis te obsesiona, tenías que destruir a quien lo había condenado de niño. De esa «condena» estás seguro. Porque después de eso tuviste una caída de bicicleta casi mortal. Pero no me lo contaste, ¿me equivoco?
– ¿Para qué iba a contarte mi infancia? Todos los niños se la pegan en bicicleta. ¿Nunca te ha pasado?
– Sí. Pero no justo después de ser «condenado» por el pequeño Hippo satánico. No después de haberme enterado del trágico accidente de Régis. Luego todo te fue de mal en peor. Tus fracasos escolares, tus problemas profesionales en Valence, en Lyon, tu esterilidad, tu mujer que se larga. Tu miedo, tu pusilanimidad, tus vértigos. No eres un mariscal, como le habría gustado a tu padre, ni siquiera eres un soldado. Y ese inmenso fiasco es un drama a tus ojos, un drama que va a peor. Pero ese drama no es culpa tuya, Émeri, es Hippo quien lo generó «condenándote». Prohibiéndote toda descendencia, impidiendo que tuvieras una vida feliz, o gloriosa, que para ti es lo mismo. Hippo es el origen de tu mal, de tu mala suerte, y aún hoy te aterroriza.
– Sé razonable, Adamsberg, ¿quién va a tener miedo de ese degenerado que habla al revés?
– ¿Crees que hace falta ser degenerado para saber invertir las letras? Por supuesto que no, hay que estar dotado de una genialidad especial. Diabólica. Tú lo sabes, como sabes que Hippo debe ser destruido para salvarte. Sólo tienes cuarenta y dos años, puedes rehacer tu vida. Desde que se fue tu mujer y desde el suicidio de Régis hace tres años, que te llevó al súmmum del terror, es tu idea fija. Porque eres un hombre de ideas fijas. Tu sala Imperio entre otras.
– Simple respeto, no eres capaz de comprenderlo.
– No, manía megalómana. Tu uniforme impecable, que ningún terrón de azúcar debe deformar. Tu postura de valeroso soldado. No hay más que un responsable de lo que consideras una debacle injusta, insoportable, vergonzosa y, sobre todo, amenazadora: Hippolyte Vendermot. Pero el hechizo que te hizo sólo puede extinguirse con su muerte. En cierto modo, habría sido un caso de legítima defensa neurótica, de no ser porque mataste a cuatro más.