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A lo largo de la cuerda atada a dos manzanos, Adamsberg ayudaba a la madre a desprender la ropa seca y echarla doblada en el barreño. No veía ningún modo delicado de abordar el tema.

– Herbier podría haber matado a su marido -dijo en voz baja-, ¿qué opina usted de eso?

– Está bien -susurró la mujer.

– Pero es falso. Lo mató usted.

La madre soltó la pinza y se agarró a la cuerda con las dos manos.

– Sólo lo sabemos usted y yo, señora Vendermot. El crimen ha prescrito, y nadie volverá sobre el tema. No tuvo usted elección. Era él o ellos. Me refiero a los dos hijos de Valleray. Él iba a matarlos. Usted los salvó de la única manera posible.

– ¿Cómo lo supo?

– Porque en realidad somos tres en saberlo. Usted, yo, y el conde. Si el asunto pudo silenciarse, fue porque intervino él. Me lo confirmó esta mañana.

– Vendermot quería matar a los niños. Se había enterado.

– ¿Por quién?

– Por nadie. Había ido a entregar unas piezas de carpintería al castillo, y Valleray le ayudaba a descargar. El conde se enganchó en uno de los dientes de la excavadora, y se le desgarró la camisa de arriba abajo. Vio la marca.

– Pero hay alguien más que lo sabe. A medias sólo.

La mujer volvió el semblante horrorizado hacia Adamsberg.

– Se trata de Lina. Ella le vio matarlo cuando era una niña. Por eso después limpió el mango. Quiso borrarlo todo, hundirlo todo en el olvido. Por eso tuvo esa primera crisis poco después.

– ¿Qué crisis?

– Su primera visión del Ejército Furioso. Vio a Vendermot prendido. Así, el señor Hellequin se convertía en responsable del crimen, ya no era usted. Y Lina siguió cultivando esa idea loca.

– ¿A propósito?

– No, para protegerse. Pero habría que desembarazarla de la pesadilla.

– No se puede. Son cosas que uno no puede evitar.

– Quizá pueda usted, diciéndole la verdad.

– Nunca -dijo la mujer menuda agarrándose de nuevo al tendedero.

– En algún repliegue de su cabeza, Lina lo sospecha. Y si Lina lo sospecha, sus hermanos también. Los ayudaría saber que lo hizo usted y por qué.

– Nunca.

– Usted elige, señora Vendermot. Usted imagina. La arcilla de Antonin se solidificará, Martin dejará de comer bichos. Lina quedará liberada. Piénselo, usted es la madre.

– Es sobre todo la arcilla lo que me preocupa -dijo muy flojo.

Tan flojo que Adamsberg no dudó que, si en ese instante hubiera soplado viento, la habría dispersado como los paracaídas plumosos del diente de león. Una mujer frágil y desamparada que había partido en dos a su marido con un par de hachazos. El diente de león es una flor humilde y muy resistente.

– Pero hay dos cosas que no cambiarán -añadió Adamsberg-. Hippo seguirá hablando al revés. Y el Ejército de Hellequin seguirá pasando por Ordebec.

– Por supuesto -dijo la madre con firmeza-. Eso no tiene nada que ver.

Capítulo 55

Veyrenc y Danglard llevaron sin miramientos a Mo hasta el despacho de Adamsberg, esposado, y lo sentaron a la fuerza en la silla. Adamsberg sintió verdadera alegría al verlo, en realidad una satisfacción un tanto orgullosa ante la idea de que había conseguido salvarlo de la hoguera.

Apostados a ambos lados de Mo, Veyrenc y Danglard interpretaban perfectamente sus papeles, con el rostro duro y vigilante. Adamsberg dirigió a Mo un guiño imperceptible.

– Ya ves como acaban las huidas, Mo.

– ¿Cómo me han encontrado? -preguntó el joven en tono insuficientemente agresivo.

– Habrías caído tarde o temprano. Teníamos tu libreta de direcciones.

– Me la suda. Tenía derecho a huir, tenía obligación. Yo no incendié ese coche.

– Lo sé -dijo Adamsberg.

Mo adoptó una expresión mediocremente estupefacta.

– De eso se encargaron los hijos de Clermont-Brasseur. A estas horas, mientras te estoy hablando, están siendo inculpados de homicidio con premeditación.

Antes de abandonar Ordebec tres días antes, Adamsberg había obtenido del conde la promesa de intervenir ante el magistrado en funciones. Promesa que el hombre le concedió sin dificultad, conmocionado por el salvajismo de los dos hermanos. Ya había visto suficientes atrocidades en Ordebec, y no estaba dispuesto a la indulgencia, ni siquiera hacia sí mismo.

– ¿Sus hijos? -se indignó falsamente Mo-. ¿Sus propios hijos le pegaron fuego?

– Arreglándoselas para que te acusaran a ti. Tus zapatillas de basket, tu método. Salvo que Christian Clermont no sabía anudarse los cordones. Y que el aire del incendio le quemó unas cuantas mechas.

– Siempre pasa.

Mo se volvió a diestra y siniestra, como alguien que tomara súbitamente consciencia de un nuevo estado de cosas.

– Pero entonces me puedo ir, ¿no?

– ¿Eso crees? -dijo Adamsberg con dureza-. ¿No recuerdas cómo saliste de aquí? Amenaza a mano armada a un oficial de policía, agresión y delito de fuga.

– Pero estaba obligado -repitió Mo.

– Puede ser, pero la ley es la ley. Quedas detenido provisionalmente. Irás a juicio en cosa de un mes.

– Pero si ni siquiera le hice daño -protestó Mo-. Sólo un puñetazo de nada.

– Un puñetazo que te lleva ante el juez. Ya estás acostumbrado. Él decidirá.

– ¿Cuánto me puede caer?

– Dos años -estimó Adamsberg-, teniendo en cuenta las circunstancias excepcionales y el perjuicio sufrido. Podrás salir a los ocho meses por buena conducta.

– ¡Ocho meses, joder! -dijo Mo, esta vez casi sinceramente.

– Deberías estarme agradecido por haber encontrado a los incendiarios. Y eso que no tenía ninguna razón para quererte bien. ¿Sabes qué le puede pasar a un comisario que deja escapar a un detenido?

– Me la suda.

– Ya me imagino -dijo Adamsberg levantándose-. Llévenselo.

Adamsberg dirigió a Mo una seña con la mano que significaba: Ya te lo dije, ocho meses. No tenemos elección.

– Es verdad, comisario -dijo de repente Mo tendiéndole las muñecas esposadas-. Debería darle las gracias.

Al estrechar la mano a Adamsberg, Mo le deslizó una bolita de papel. Una bolita más gruesa que la de un envoltorio de azúcar. Adamsberg cerró la puerta cuando Mo salió, se apoyó en la hoja para evitar cualquier intrusión y desplegó el mensaje. Mo había escrito, con letra diminuta, los detalles de su razonamiento acerca de la cuerda que había servido para atar las patas al palomo. Al final de la nota, daba el nombre y la dirección del hijo de puta que lo había hecho. Adamsberg sonrió y se metió cuidadosamente el papel en el bolsillo.

Capítulo 56

Mediante el mismo procedimiento de la vez anterior, el conde de Valleray había hecho venir de nuevo al osteópata a la habitación de Léo el día previsto. El médico llevaba veinte minutos oficiando, acompañado únicamente del doctor Merlán, que no quería perderse un solo detalle, y del vigilante René. En el pasillo se repetía casi la misma escena, las idas y venidas de los que esperaban: Adamsberg, Lina, la enfermera, el conde sentado y tamborileando con el bastón en el linóleo del suelo, los vigilantes de Fleury delante de la puerta. El mismo silencio, la misma tensión. Pero para Adamsberg la ansiedad había cambiado de naturaleza. Ya no se trataba de salvar la vida a Léo, sino de ver si el doctor le devolvía el habla. Habla que diría, o no, el nombre del asesino de Ordebec. Sin ese testimonio, Adamsberg dudaba que el juez siguiera con la inculpación del capitán Émeri. El magistrado no iba a hacer algo tan aparatoso por seis papelitos de azúcar, que, efectivamente, se habían revelado vírgenes de huellas. Ni por el ataque a Hippolyte junto al pozo, que no demostraba nada de los demás asesinatos.