Siete minutos después, tranquilizado por la presencia de otra botella, Danglard se sirvió otro vaso y empezó la historia de Gauchelin, pero se interrumpió, alzando los ojos hacia el techo.
– Pero quizá la crónica de Hélinand de Froidmont, de principios del siglo XIII, da una idea más nítida de los hechos. Deme unos instantes para hacer memoria, no es un texto que consulte todos los días.
– Hágalo -dijo Adamsberg desconcertado.
Desde que había comprendido que estaban alejándose hacia las oscuridades de la Edad Media, abandonando a Michel Herbier a su suerte, la historia de la mujer menuda y de su terror se presentaba bajo una perspectiva con la que no sabía qué hacer.
Se levantó, fue a servirse un vaso modesto y lanzó una mirada al palomo. El Ejército Furioso ya no tenía que ver con él, y se había equivocado acerca de la evanescente señora Vendermot. Esa mujer no lo necesitaba. Era una inofensiva demente, suficientemente loca para temer que las estanterías se le cayeran encima, incluso las del siglo XI.
– La historia la cuenta su tío Hellebaud -precisó Danglard, que ya se dirigía sólo al joven.
– ¿El tío de Hélinand de Froidmont? -preguntó Zerk muy concentrado.
– Exactamente, su tío paterno. Dice así: Cuando, hacia mediodía, yo y mi sirviente nos aproximábamos a dicho bosque, él, que me precedía cabalgando rápido para que fueran preparándome el albergue, oyó un gran tumulto en el bosque, como de numerosos relinchos de caballos, fragor de armas y clamor de una multitud de hombres yendo al asalto. Aterrorizados, él y su caballo volvieron hasta mí. Cuando le pregunté por qué había dado media vuelta, respondió: «No he conseguido que avance mi caballo, ni azotándolo ni espoleándolo, y yo mismo he sentido tal terror que no he podido seguir adelante, pues he visto y oído cosas asombrosas».
Danglard tendió el brazo hacia el joven.
– Armel -Danglard se negaba en rotundo a llamar al joven por su nombre de guerra, «Zerk», y recriminaba enérgicamente al comisario por hacerlo-, lléname el vaso y sabrás lo que vio esa mujer, Lina. Sabrás el terror de sus noches.
Zerk sirvió al comandante con la solicitud de quien teme que una historia se interrumpa, y volvió a sentarse junto a Danglard. No había tenido padre, nadie le había contado historias. Su madre trabajaba por las noches limpiando en la fábrica de pescado.
– Gracias, Armel. Y el sirviente prosiguió: El bosque está lleno de almas de muertos y de demonios. Les he oído decir y gritar: «Ya tenemos al preboste de Arques, vamos a prender al arzobispo de Reims». A lo que respondí: «Imprimamos en nuestra frente la señal de la cruz y avancemos sin peligro».
– Eso lo dijo el tío Hellebaud.
– Así es. Y dijo Hellebaud: Cuando avanzamos y llegamos al bosque, ya se extendía la oscuridad y, sin embargo, oí las voces confusas y el fragor de las armas y los relinchos de los caballos, pero no logré ver las sombras ni entender sus voces. Cuando volvimos a casa, encontramos al arzobispo en las últimas, y no sobrevivió quince días después de que oyéramos las voces. Dedujimos que se lo habían llevado los espíritus que habían dicho que lo prenderían.
– No se corresponde con lo que contó la madre de Lina -intervino Adamsberg con voz sorda-. No dijo que su hija oyera voces ni relinchos, ni que hubiera visto sombras. Sólo vio a Michel Herbier y a otros tres con los hombres de ese Ejército.
– Eso es porque la madre no se habrá atrevido a decirlo todo. Y porque en Ordebec no hace falta dar precisiones. Allí, cuando alguien dice: «He visto pasar al Ejército Furioso», todo el mundo sabe de qué va la cosa. Voy a describirle mejor al Ejército que ve Lina, y entenderá que sus noches no sean dulces. Y si hay algo seguro, comisario, es que en Ordebec debe de llevar una vida muy difícil. Sin duda la rehúyen, la temen más que a un nublado. Creo que la madre habrá venido a hablar con usted para proteger a su hija, sobre todo por eso.
– ¿Qué ve? -preguntó Zerk con el cigarrillo colgando de los labios.
– Armel, ese viejo ejército que extiende su fragor no está intacto. Los caballos y sus jinetes están descarnados, les faltan brazos y piernas. Es un ejército muerto, medio putrefacto, aullante y feroz, que no encuentra el cielo. Imagina eso.
– Sí -asintió Zerk llenándole de nuevo el vaso-. ¿Me permite un momento, comandante? Son las diez, debo ocuparme del palomo. Son las instrucciones que me han dado.
– ¿Quién?
– Violette Retancourt.
– Entonces hazlo.
Zerk se activó concienzudamente con la rebanada de pan tostado mojada, el frasco y el cuentagotas. Empezaba a cogerle el tranquillo. Volvió a sentarse, turbado.
– No mejora -dijo con tristeza a su padre-. Hijo de puta.
– Lo encontraré -dijo Adamsberg con suavidad.
– ¿De verdad piensa investigar sobre el torturador del palomo? -preguntó Danglard bastante sorprendido.
– No lo dude, Danglard -contestó Adamsberg-. ¿Por qué no?
Danglard esperó que la mirada de Zerk se posara sobre él para reemprender la narración sobre el Ejército Furioso. Estaba cada vez más asombrado por el parecido entre padre e hijo, por la similitud de sus miradas anegadas, sin fulgor ni precisión, de pupilas indistintas, inasibles. Salvo, en el caso de Adamsberg, cuando una pavesa brillaba fugaz, como destella a veces el sol en las algas pardas, en marea baja.
– Ese Ejército Furioso siempre lleva consigo unos cuantos hombres o mujeres vivos, que van lanzando alaridos, lamentos por los tormentos que sufren y el fuego. A ellos reconoce el testigo. Exactamente como Lina reconoció al cazador y a los otros tres individuos. Los vivos suplican para que un alma caritativa repare sus inmundas fechorías y así puedan salvarse del tormento. Es lo que cuenta Gauchelin.
– No, Danglard -rogó Adamsberg-, no más Gauchelin. Ya basta, ya tenemos una buena visión de conjunto.
– Ha sido usted quien me ha pedido que venga a contarle lo del Ejército -dijo Danglard en tono pretencioso.
Adamsberg se encogió de hombros. Esos relatos tendían a adormecerlo, y habría preferido que Danglard se limitara a resumirlos. Pero sabía con qué disfrute se regodeaba con ellos el comandante, como si se revolcara en un lago del mejor vino blanco del mundo. Sobre todo ante la mirada patidifusa y admirada de Zerk. Esa diversión borraba al menos el tenaz mal humor de Danglard, que ahora parecía más satisfecho de la vida.
– Gauchelin nos dice -prosiguió Danglard sonriendo, consciente del hastío de Adamsberg-: En esto, pasó una tropa inmensa de gentes a pie. Llevaban sobre los hombros y la nuca, bestias, ropas, objetos de todo tipo y diversos utensilios de los que los bandoleros suelen llevar consigo. Es un texto bello, ¿verdad? -preguntó a Adamsberg con sonrisa acentuada.
– Precioso -concedió Adamsberg sin pensarlo.
– Sobriedad y elegancia, lo tiene todo. Nada que ver con los versos de Veyrenc, que pesan como yunques.
– No es culpa suya, a su abuela le gustaba Racine. Se lo recitaba cada día de su infancia, nada más que Racine. Porque había salvado los volúmenes de su obra en un incendio que hubo en su internado.
– Habría hecho mejor salvando manuales de urbanidad, de cortesía, y enseñándolos a su nieto.
Adamsberg permaneció callado, sin apartar la mirada de Danglard. El proceso de habituación sería largo. De momento, iban hacia un duelo entre ambos hombres, más exactamente -y ésa era una de las causas- entre los dos pesos pesados intelectuales de la Brigada.
– Pero pasemos -añadió Danglard-, Dijo Gauchelin: Todos se lamentaban y se exhortaban, a ir más deprisa. El sacerdote reconoció en ese cortejo a varios de sus vecinos muertos hacía poco y los oyó quejarse de los grandes tormentos que sufrían por sus fechorías. También vio, y aquí nos aproximamos a lo que contó Lina, vio a Landri. En los casos y sesiones judiciales, juzgaba según su capricho y, merced a los presentes que recibía, modificaba sus juicios. Estaba más al servicio de la avaricia y del engaño que al de la equidad. Por eso Landri, vizconde de Ordebec, había sido prendido por el Ejército Furioso. Hacer mala justicia era entonces tan grave como un crimen de sangre. No como ahora, en que a nadie le importa.