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«Las desgracias nunca vienen solas», le había dicho su abuela, y le había ofrecido la que parecía una solución sencilla. Lo primero que tenía que hacer era recuperar el amor de su novio. El resto iría resolviéndose poco a poco. Y cuando Claire le había preguntado por la manera de hacerlo. Orla ya tenía la respuesta: un viaje a la isla de Trall resolvería sus problemas.

– Y aquí estoy -musitó para sí.

El capitán maniobró con destreza en un muelle vacío. Cuando chocó contra los pilotes de madera, saltó del barco y aseguró las cuerdas. A continuación, ayudó a Claire a sallar al muelle. Unos segundos después. Claire tenía el equipaje a sus pies.

– El barco sale el lunes y el viernes a las doce. Puede regresar conmigo o hacerlo en el ferry, que hace tres viajes al día.

– ¿Por dónde se va a la posada? -le preguntó Claire.

– Está a una milla de aquí por la carretera -le indicó Billy, señalando hacia el norte. Alzó la mirada hacia el cielo-. Y será mejor que se dé prisa. Parece que va a llover.

– ¿No encontraré ningún taxi?

En aquella ocasión. Billy miró el reloj.

– Bueno, cuando se espera que llegue algún huésped, suele haber taxis esperando. Pero usted no ha anunciado su llegada, ¿verdad? Dougal Fraser es el taxista de la isla, pero ya son casi las cuatro. Me temo que a estas alturas se estará tomando la segunda pinta en el pub. El pub está justo allí, se llama Jolly Farmer.

– ¿Y no podría llevarme usted?

– No. no. no. Eso sería meterme en el terreno de Dougal y a él no le haría ninguna gracia. Además, yo siempre dejo el coche en la península. En esta isla no hay ningún lugar a donde ir.

– ¿Entonces tengo que recorrer una milla con el equipaje?

– Oh, estoy seguro de que en seguida aparecerá alguien y se ofrecerá a llevarla. Lo único que tiene que hacer es hacer algún gesto cuando vea pasar un coche. Vamos, le enseñaré el camino -se acercaron hasta el final del muelle y Billy señaló una casa blanca situada en una esquina de una calle empedrada-. Vaya por allí recto y pregunte por Dougal en el pub. Y corra, no se vaya a mojar.

La que en un principio era solamente una lluvia ligera comenzó a hacerse más fuerte cuando Claire llegó a la puerta del pub. Una vez allí, se secó los ojos y entró. Tardó algunos segundos en acostumbrarse a la penumbra del interior, pero cuando lo hizo, vio a un camarero y a dos clientes mirándola con curiosidad.

– Estoy buscando a Dougal Fraser -les explicó Claire.

Will Donovan echó otro montón de turba en la chimenea del salón de la posada y fijó la mirada en las llamas. La turba prendió, enviando una bienvenida ráfaga de calor al salón.

– Ponme otro whisky -musitó Sorcha, mirándole fijamente a través de su melena cobriza.

Will miró por encima del hombro y la vio acurrucada en el sofá, alargando hacia él un vaso de cristal y curvando los labios en una sonrisa que conocía demasiado bien. Era la misma sonrisa que había utilizado con gran éxito con muchos hombres: conseguía hechizarlos hasta dejarlos absolutamente indefensos ante sus encantos, Will ya se había convertido en su presa cuando había vuelto a la isla, tres años atrás. Durante aquel verano, se había entregado a una breve, pero apasionada aventura con Sorcha.

Aunque tras seis tempestuosos meses de relación, habían llegado a la conclusión de que eran mejores amigos que amantes. Sin embargo, hasta el año anterior, Sorcha continuaba estando convencida de que Will era el único hombre posible para ella. Incluso había utilizado todos sus poderes de druida para intentar convertir su vida en un infierno. De hecho, todavía pendían sobre Will dos de sus maldiciones.

– ¿Por qué voy a tener que servirte un whisky? -preguntó Will mientras se sentaba en una butaca, en frente del sofá.

– Porque tú eres el anfitrión y yo la invitada.

– Te has invitado tú misma a cenar -le recordó Will.

– Por favor, ponme un whisky -lloriqueó Sorcha-, o te lanzaré una maldición.

Will agarró el vaso y se acercó a la mesita sobre la que tenía la licorera. Sirvió un par de dedos de whisky y regresó al sofá. Pero cuando Sorcha alargó la mano hacia el vaso, él lo apartó.

– Te daré el whisky si me haces un favor a cambio.

Sorcha se apartó el pelo de los ojos.

– Esto parece interesante. ¿Qué ha pasado? ¿Hace demasiado tiempo que no estás con nadie?

– No vamos a volver por ahí, Sorcha. Ya lo probamos y la cosa no funcionó.

– Lo sé, pero esta vez lo único que haremos será acostarnos. No tenemos por qué intentar sacar adelante ningún tipo de relación.

– Seamos honestos. Tú eres una devora hombres. Quieres que los hombres te idolatren y te satisfagan hasta convertirse en unos absolutos estúpidos. Y después los abandonas para ir a buscar a otro.

– ¿Cómo puedes decir eso? Yo adoro a los hombres.

– Sí, a lo mejor hasta demasiado -dijo Will.

– Si vas a comenzar a insultarme, dame el whisky.

– No hasta que no hagas algo por mí.

– ¿Qué es lo que quieres? Evidentemente, no mi cuerpo. Supongo que debería sentirme humillada, pero no es así. He llegado a considerarte como una especie de… ¿cómo lo diría? ¿De hermano? Probablemente me sentiría culpable si volviera a acostarme contigo.

– Quiero que me quites la maldición.

Sorcha sonrió satisfecha.

– Pensaba que no creías en mis poderes.

– Y no creo en ellos.

– ¿Cuál de ellas? -preguntó Sorcha.

Will gimió.

– ¿Cuántas tengo?

– Dos, no tres… No, espera, cuando me ayudaste a arreglar el coche te quité una.

– ¿Y cuáles son las que me quedan?

– Bueno, una que le condena a no conocer a ninguna otra mujer tan guapa y tan sexy como yo. Y la segunda tiene que ver con tu… con tus capacidades amatorias en el dormitorio -alzó lentamente el dedo índice.

Will frunció el ceño. Desde que habían terminado su relación, no había tenido mucha suerte con las mujeres, pero había sido capaz de actuar cuando había hecho falta. Había tenido tres relaciones serias en los últimos tres años y todas ellas habían terminado al cabo de unos meses. Entre relación y relación, había tenido algún encuentro ocasional con algunas amigas de Londres o Dublín. Viviendo en una isla, no eran muchas las oportunidades que se tenían de disfrutar del sexo sin ataduras.

– Por el espíritu de la amistad -dijo Will-, me gustaría que revocaras las dos maldiciones. Ahora mismo, y delante de mí.

Sorcha suspiró y le quitó el whisky de la mano.

– Muy bien.

Se bebió el whisky de un solo trago, se enderezó, cerró los ojos y se inclinó hacia delante, de manera que la melena cayera como una cortina sobre su rostro. Comenzó a balancearse lentamente, musitando una ristra de palabras en gaélico. Aunque Will tenía algunas nociones sobre aquella lengua, no comprendió lo que estaba diciendo. De pronto, Sorcha abrió los ojos.

– Estoy hambrienta -dijo-. Tengo que nutrirme para este trabajo -cerró los ojos y continuó recitando.

Will se acercó a la cocina y agarró una bolsa de patatas fritas. Cuando regresó al salón, Sorcha estaba tumbada en el sofá. Le tendió la bolsa y ella la abrió inmediatamente y se metió una patata en la boca.

– Dios mío, que hambre tengo -musitó-. ¿Tienes algo de chocolate?

– Vamos a cenar dentro de una hora. ¿Ya has terminado?