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Sorcha se metió otro par de patatas en la boca y asintió.

– Sí, acabo de liberarte completamente de la maldición -se interrumpió-. Bueno, no del todo. En realidad, he intentado contrarrestarla con otro hechizo, sólo algo que pueda permitimos seguir siendo buenos amigos.

– Sorcha…

– Éste es un buen hechizo. La próxima mujer que conozcas, te deseará locamente y tendréis un apasionado encuentro sexual. Nada la detendrá a la hora de meterse en tu cama.

Una impaciente llamada a la puerta quebró el silencio del salón, Sorcha se echó a reír.

– ¡Ah! El hechizo ha funcionado. ¡Es ella! Me pregunto quién podrá ser. Mmm, supongo que Eveleen Dooly no será muy mala en la cama. Y también está Mary Carlisle. No es joven, pero conserva el espíritu.

– Por lo menos Eveleen no me maldeciría -musitó Will-. Mientras abro a la puerta, tú dedícate a quitarme el hechizo.

– De acuerdo, pero no vayas muy deprisa. Me llevará algún tiempo.

Will se dirigió a grandes zancadas hasta el vestíbulo y esperó unos segundos antes de abrir la puerta. Cuando lo hizo, se encontró a una mujer empapada por la lluvia y con los pies llenos de barro.

– Ya era hora -musitó, con el pelo pegado a la cara-. Me he empapado hasta los huesos. Y no podía encontrar la llave. Se suponía que estaba debajo del macetero.

– Lo siento -respondió Will, alargando la mano hacia su equipaje-. Sorcha debe haber utilizado… Bueno, no importa. Pase, por favor, y bienvenida.

Claire pasó al interior de la posada, dejando un rastro de barro sobre el parqué. Al mirar hacia atrás, se dio cuenta de lo que estaba haciendo, maldijo suavemente y se quitó los zapatos.

– No he podido encontrar un taxi. Se suponía que el taxista estaba en el pub. pero no. no estaba allí. Un granjero se ha ofrecido a traerme a caballo. Un buen ofrecimiento, porque, al parecer, las millas irlandesas son bastante más largas que las estadounidenses. He tardado una eternidad en llegar hasta aquí -recogió los zapatos. La ropa mojada comenzaba a hacer un charco a su alrededor-. Necesito una habitación.

Will la estudió con atención mientras se metía detrás del mostrador. Resultaba difícil describir el aspecto de aquella mujer. Se había puesto un pañuelo en la cabeza para protegerse de la lluvia y el pelo caía empapado y revuelto sobre sus ojos. Tenía una mejilla manchada de barro y la otra con restos de máscara de ojos.

Los vaqueros eran tan anchos y estaban tan mojados que resultaba difícil adivinar la forma de su silueta. Pero tenía unos pies bonitos, se dijo Will, y llevaba las uñas pintadas de color rosa intenso. Parecía joven, probablemente no tendría más de veinticinco o veintiséis años, Will la observó rebuscar en el bolso.

– ¿Es usted estadounidense?

La joven se echó el pelo hacia atrás y Will pudo mirarla a los ojos por primera vez. Tenía gotitas de agua en las pestañas y cuando parpadeó, cayeron sobre sus mejillas sonrosadas.

– Perdone, ¿qué me ha preguntado?

– Que si es usted estadounidense -repitió Will suavemente, clavando la mirada en sus labios.

– Sí, ¿algún un problema?

Cuando alzó la mirada, Will se encontró frente a un par de chispeantes ojos turquesas. Ella le tendió una tarjeta de crédito.

– No, no, en absoluto -respondió mientras lomaba la tarjeta-. Era simple curiosidad. Me ha parecido que tenía acento… norteamericano.

A los labios de la recién llegada asomó una sonrisa.

– Probablemente porque lo soy -se estremeció y se frotó los brazos-. Bueno, ¿va a poder darme una habitación? Estoy deseando quitarme toda esta ropa y…

– Sí, por supuesto -dijo Will-. A mí también me gustaría quitarle… bueno, quiero decir, que estoy seguro de que estará mucho más cómoda si se quita esa ropa de encima -agarró la llave de la habitación más bonita del segundo piso-. Habitación número siete -le dijo.

Le tomó la mano y le plantó la llave en la palma. Tenía la piel húmeda y fría. Sin saber por qué, Will prolongó aquel contacto.

– La encontrará al final de las escaleras a la izquierda, al final del pasillo. Todas las habitaciones tienen cuarto de baño. ¿Por qué no sube y ya me encargo yo de llevarle los zapatos y el equipaje cuando estén secos?

– De acuerdo -contestó Claire y comenzó a subir las escaleras.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó Will.

– ¿Qué? -preguntó ella, volviéndose.

– Necesito su nombre para registrarla.

– Está en la tarjeta -contestó-. O'Connor. Claire O'Connor, de Chicago.

– Bienvenida a la posada Ivybrook, señorita O'Connor. Yo soy Will Donovan.

Ella asintió y continuó subiendo lentamente las escaleras, con la ropa goteando a medida que avanzaba.

Cuando se volvió para ocuparse de su equipaje, Will descubrió a Sorcha apoyada contra el marco de la puerta del salón, con la bolsa de patatas fritas a la altura del pecho y masticando con expresión pensativa.

– Una estadounidense. Y bastante atractiva -musitó-. He oído decir que son salvajes en la cama.

– No me dedico a seducir a mis huéspedes. ¿No tienes ninguna poción que preparar? Vete a casa, Sorcha.

– Ha sido una pena lo de la maldición -musitó Sorcha-. Me temo que has abierto la puerta demasiado rápido. No he tenido oportunidad de quitarte el hechizo -sonrió y se metió una patata frita en la boca-. Y, definitivamente, merece la pena darse un par de revolcones con una chica como ésa, Will. Bueno, creo que ahora me voy -se acercó a Will y le arregló el pelo y el cuello de la camisa-. Acuérdate de usar preservativo. Apuesta siempre por el sexo seguro.

– Fuera -le ordenó Will.

Sorcha agarró el impermeable que había dejado colgando en el perchero del vestíbulo y se lo puso.

– Que le diviertas, Will. Ya me darás las gracias más adelante.

Will se metió a la cocina para buscar unos trapos y limpió después el barro que Claire O'Connor había dejado en el vestíbulo. Los zapatos estaban destrozados, pero le secaría las maletas y se las llevaría a su habitación.

Al subir, vio que la puerta estaba ligeramente entreabierta y llamó suavemente.

– ¿Señorita O'Connor?

Nadie respondió. Will se asomó al interior y encontró la habitación vacía. Dejó las maletas al lado de la cama y se volvió de nuevo hacia la puerta. Y en el proceso, miró hacia el interior del cuarto de baño. Se quedó sin respiración. La puerta estaba suficientemente abierta como para permitirle ver a Claire tumbada en la bañera.

Lo último que él pretendía era violar su intimidad. Pero vio que se había quedado dormida con la cabeza apoyada en el borde de la bañera.

Se había apartado el pelo de la cara y a Will le impresionó la delicadeza de aquel perfil de nariz respingona y labios generosos. Se fijó en las pequeñas pecas que cubrían sus mejillas. Y su mirada descendió hacia los senos que sobresalían en el agua de la bañera.

El deseo elevó la temperatura de su cuerpo y tuvo que luchar contra el impulso de acercarse. Como propietario de la posada, tenía ciertas normas éticas que mantener y espiar a una huésped mientras estaba en la bañera no entraba dentro de lo aceptable. Pero, ¿y si Sorcha tenía razón? ¿Qué ocurriría en el caso de que aquella mujer estuviera destinada a ser suya?

La chica se movió ligeramente, suspiró y se hundió un poco más en la bañera. Will retrocedió y agarró las maletas para dejarlas más cerca de la puerta. Cuando llegó al pasillo, tomó aire y se apoyó contra la pared. Si el agua desbordaba la bañera, tendría una razón para volver, pero de momento, se quedaría en el pasillo.

La imagen del cuerpo desnudo de Claire O'Connor continuaba dándole vueltas en la cabeza. Sintió cómo su miembro se endurecía al pensar en acariciarla, y gimió frustrado. Por supuesto, había pasado mucho tiempo desde la última vez. Y, de vez en cuando, se deleitaba imaginando que llegaba una huésped atractiva y sin inhibiciones e intentaba seducirle. Pero jamás había pensado en hacer realidad aquella fantasía.