Me dijo que un día me enseñaría ese papel, y también algunas cartas que le escribió, pero nunca lo hizo. También le gustaba recordar que, siendo muy niña, su padre solía levantarla con un solo brazo hasta casi rozar la fúlgida lámpara del comedor, una lámpara muy antigua que un día, años después, se desplomó de pronto sin que nadie la tocara y se hizo añicos; y que ella tenía muy viva en la memoria esa escena, tenía muy presente el vigor del brazo de su padre, la tensión amorosa y la seguridad que transmitía allá en lo alto, vino a decirme, y también la cegadora luz de la araña de cristal y el vértigo del descenso y la risa de su madre. Y que todavía hoy, sobre todo en las noches que se sentía muy mal, con punzadas en el pecho y sin fuerzas para nada, iluminando súbitamente los recuerdos que guardaba de su padre, sentía a veces en la sangre esa explosión de luz cegadora que ya no estaba en casa y aquel impulso del cariño que la alzaba de nuevo por encima de la fiebre y la soledad, del espanto de los vómitos de sangre y los presagios de muerte.
CAPÍTULO TERCERO
1
Crucé la calle de las Camelias con mi carpeta y mi caja de lápices Faber bajo el brazo, me entretuve un rato con los Chacón frente a la verja, como de costumbre, y cuando me disponía a entrar en el jardín, un chirrido de frenos de automóvil me hizo volver la cabeza. Era un miércoles, único día de la semana que la señora Anita no trabajaba, y justamente esa tarde a primera hora se hallaba en el jardín, más allá del sauce, tendiendo la colada con una tonadilla y dos pinzas entre los dientes.
La brusca maniobra del Balilla que echaba humo por el radiador tuvo lugar un poco más acá de la esquina Alegre de Dalt y el frenazo parecía deberse a que el conductor se había pasado de esa calle; ahora se disponía a dar marcha atrás para enfilarla correctamente. Estuvo parado apenas dos segundos y no vimos a nadie apearse del auto ni oímos el golpe de ninguna puerta, y sin embargo, después que el Balilla hubo retrocedido para corregir su despiste y volvió a ponerse en marcha para desaparecer en la esquina, allí estaba él de pie como surgido repentinamente del asfalto y sosteniendo una vieja maleta de cartón atada con una cuerda, la otra mano hundida en el bolsillo del pantalón, un hombre de mediana edad y aspecto algo desastrado pero a la vez decoroso, mandíbula prominente y mirada furtiva bajo el ala del sombrero gris. Moviendo muy lentamente la cabeza, miró a un lado y a otro de la calle y luego al jardín y la torre, antes de clavar la barbilla sobre el pecho y mirarse los pies; parado allí en medio de la calle, ni desorientado ni confuso, parecía simplemente constatar el lamentable estado de sus zapatos marrones y blancos. Sobre sus hombros un poco encogidos flotaba un amago de tensión nerviosa que me resultaba familiar.
Llegó a pasarme por la cabeza que podía ser el padre de Susana, pero inmediatamente le reconocí: Nandu Forcat. Estaba cambiado. No llevaba gafas de sol y se le veía más flaco y vulnerable que cinco meses atrás, cuando se nos apareció por primera vez parado en el umbral de su casa y al borde de la zanja erizada de peligros. Inmóvil y pensativo lo mismo que entonces, también ahora parecía, más que venir de quién sabe dónde pero de muy lejos, disponerse a partir otra vez desde el borde de otra zanja, el cuerpo vencido un poco hacia delante y recelando algo. Cambié una mirada con Finito y con su hermano, que también le habían reconocido, y mientras él se ponía en movimiento mantuve la verja medio abierta. Se acercó despacio, con la maleta en la mano y el ala del sombrero sobre los ojos, y, al alzar ligeramente la cabeza para hablarnos, su mirada estrábica me desconcertó y no supe a cuál de nosotros dirigía la pregunta:
– ¿Vive aquí la señora Anita Franch?
– Sí, señor -respondimos los tres a la vez.
Estoy seguro que ya la había visto y que preguntó porque sí, por no parecer un intruso. Terminé de abrir la verja y le vimos adentrarse en el jardín con paso muelle y decidido. La madre de Susana no le vio entrar. No sé por qué, me figuré que ambos ya se conocían, poco o mucho, aunque en ese momento aún no tenía la evidencia. Más adelante, el capitán me comentaría que, bastantes años atrás, en la época en que la criada Anita servía en casa del señorito Kim y aún no se había enamorado de él, podía haber conocido a Forcat en los bares del Paralelo y coqueteado con él. En cualquier caso, ahora Forcat la miraba tender la ropa y se dirigía hacia ella cruzando el jardín con una pausada y remota determinación, con unos andares que podían haber sido previamente soñados.
Entré yo también y le seguí un trecho, pero mi destino era la galería, ante cuya puerta me paré para verle dejar la maleta en el suelo, quitarse el sombrero y tender la mano a la señora Anita. Ella se mostró sorprendida y muy contenta, se tapó la cara con las manos y él sacó una carta del bolsillo. No me llegaron sus palabras de salutación, pero le oí perfectamente cuando dijo con la voz pastosa y cálida:
– Vengo de Toulouse y traigo noticias del Kim.
Aturdida por un sentimiento contradictorio, debatiéndose entre el alborozo y el reproche, ella tardó en reaccionar:
– No puede ser, Dios mío. ¿De verdad te envía ese tarambana?
– De verdad.
– ¿Por qué… por qué no ha venido él?
– Mujer, ya sabes por qué.
– ¿Y cómo está, qué hace, aún se acuerda de su familia?
– Claro. Me dio esto para ti.
Le entregó la carta en un sobre sin franquear que ella abrió inmediatamente y, tras identificar la letra y leer unos párrafos, dejó escapar un grito de alegría y se colgó del cuello del recién llegado. Pero enseguida se soltó, tal vez avergonzada por no saber contener un entusiasmo que de nuevo, como no tardaría en averiguar, era injustificado. Lo primero que su marido le decía en esa carta era que hiciera el favor de acoger en su nombre al amigo Forcat y le diera cobijo en la torre en la forma más discreta posible, mientras resolvía en Barcelona un asunto de suma importancia. Supe los detalles más adelante, y naturalmente la señora Anita no podía preverlo entonces, al leer la carta, pero ese favor que su marido le pedía para un compañero en apuros iba a ser, en realidad, el origen de lo único bueno y gratificante que a ella le ocurriría en muchos años, ya que al final del mensaje el Kim reiteraba su viejo anhelo de llevarse a la niña con él algún día, cuando pudiera viajar sin quebranto para su salud, pero respecto de si contaba también con su mujer para emprender una nueva vida fuera de España, de eso no decía nada.
Estuvieron un rato hablando en el jardín mientras ella terminaba de tender la colada, y poco después, cuando yo me había enfrentado de nuevo a mi dibujo sentado a la mesa camilla y Susana se removía en la cama hecha un manojo de nervios, pues ya sabía por mí que este hombre traía noticias de su padre, la señora Anita entró sonriendo en la galería cogida de su brazo y lo presentó:
– Nena, éste es el señor Forcat. Papá le quiere como a un hermano -dijo, y se apresuró a añadir, mirándole con sus chispeantes ojos azules -: Y yo también. Se quedará unos días con nosotras… Y este chico tan serio y tan formalito -se volvió hacia mí- es un buen amigo de Susana que viene cada día a hacerle compañía, y se llama Daniel.
Estirado y algo ceremonioso, tendió la mano a Susana y luego a mí. Preguntó a la enferma cómo se encontraba y ella se arrodilló en la cama apretando contra su pecho el gato de felpa.
– Bien -dijo-. La mar de bien. Cada día mejor.
– ¿De veras? -dijo Forcat-. Tu padre se alegrará de saberlo…
– ¿Viene usted de parte suya?
– Sí.
– ¿Cuándo le vio? ¿Se encuentra bien?
Su madre atizaba las brasas de la estufa. Con voz mimosa ordenó a Susana que se metiera entre las sábanas y se abrigara, y después dijo:
– Iré a ver cómo tengo el cuarto de arriba -sonrió a su invitado-. Luego subirás la maleta. Dame la americana, aquí tendrás calor.
Él se la dio y la señora Anita salió de la galería. Susana daba saltitos de impaciencia arrodillada sobre la colcha y abrazada a su gato, y repitió la pregunta:
– ¿Cuándo le ha visto?
– Hace apenas un mes -dijo él, y cruzándose de brazos sonrió ligeramente y se sentó a los pies de la cama dispuesto a satisfacer la curiosidad de Susana-. Bueno, ¿qué más quieres saber?