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– No sé… ¿Qué le dijo?

– Pues me contó muchas cosas. Llegaba de un largo viaje y se disponía a partir otra vez, en misión digamos especial.

– ¿Dónde fue que lo vio? ¿En Toulouse?

– Sí. Pero ya no está allí.

– ¿Y dónde está ahora?

– Pues… bastante más lejos. Ya sabes cómo es tu padre, un culo de mal asiento. Pero creo que ahora lo mejor es que te acuestes, y que dejemos todo eso para más adelante. Estoy un poco cansado del viaje… Y ya oíste a tu madre, debes abrigarte.

Observé sus cejas hirsutas y altas y su ojo acerado y estrábico, yerto, el ojo que nunca lo vimos mirar directamente a ninguno de nosotros, ni a Susana ni a su madre ni a mí ni a nadie; el ojo frío de pupila inmóvil y levemente velada que parecía repeler la luz y percibir otra realidad, atender a otro reclamo que estaba más allá del entorno inmediato y que probablemente provenía del pasado. Su cara era muy larga y colgaba de ella un pasmo zumbón, una tristeza algo payasa. Pero al hablar no era su expresión ni eran sus ojos, sino su boca grande lo que atraía las miradas, eran los labios tensos y delgados y la dentadura perfecta, tan relamida y prieta que toda ella parecía falsa, artificiosa. Debo añadir que hablaba con una forzada distinción en la voz, esa dicción escrupulosa y afable de los que han luchado por su propio refinamiento en un medio hostil.

Se había levantado de la cama, yo creo que para rehuir momentáneamente las preguntas de Susana, y lanzó una mirada de soslayo a mi pobre dibujo, un esbozo apenas de la vidriera y de la chimenea asesina que emergía al fondo, detrás de los árboles del jardín; no había conseguido un solo trazo bueno de la cama ni de la estufa y menos aún de Susana. Me palmeó la espalda y no hizo ningún comentario. La señora Anita volvió y obligó a Susana a acostarse, la arropó y luego acolchó las almohadas y recompuso la cama, tarea en la que Forcat colaboró espontáneamente alisando el edredón con ambas manos y gran diligencia. En el dorso de sus manos, las poderosas venas azules se encabalgaban sobre los nervios, pero lo que daba dentera era la piel manchada, algunas zonas amarillas como de yodo y otras de color rosado intenso que sugerían el mapa desleído de otra epidermis, parches sedosos, como si las manos hubiesen estado sometidas al fuego o a un ácido o como si alguna enfermedad misteriosa las hubiera despellejado parcialmente. Percibí además junto a ellas un olor parecido al de la coliflor hervida, un aroma casero, sumiso y pocho que nunca se me habría ocurrido relacionar con un pistolero.

La señora Anita se lo llevó para enseñarle el cuarto donde se alojaría, en el primer piso, yo seguí garabateando y Susana se quedó un rato pensativa y luego abrió un pequeño frasco de laca y empezó a pintarse las uñas. Poco después les oímos hablar en el comedor contiguo. «¿Te busca la policía?», susurró ella, y él dijo: «No lo sé… Tal vez ya no. Yo no era importante en el grupo. Pero nunca se sabe, y en todo caso no tengo adonde ir». Seguidamente ella lo invitó a sentarse, le ofreció una copa de vino y entonces debió enfrascarse de nuevo en la lectura de la carta, porque le oímos decir a él con la voz dolida: «No vuelvas a leerla, mujer, no te tortures. Y sobre todo no pierdas la esperanza…». «Es demasiado tarde -dijo ella-, ya no puedo perdonarle. Le habría perdonado por cualquier otro motivo, por irse con otra mujer, por ejemplo…» «Me consta que no hay ninguna otra mujer en su vida», dijo Forcat. «Hay en su vida algo peor que eso», murmuró la señora Anita con la voz enredada en aquella tristeza cotidiana y puntual que le podía más que el vino, y añadió: «Ya sabes a qué me refiero». «Sí», murmuró él, y luego se callaron hasta que ella carraspeó y, como si cogiera el hilo de algo que habían hablado antes, susurró: «De modo que eso fue lo que te dijo. Sólo eso». «Sólo eso, no. También me dijo que nunca podría olvidarte. Quiero decir…» «Sé muy bien lo que quieres decir», lo interrumpió ella, y se oyó el familiar tintineo del cristal de la copa chocando con el cuello de la garrafa al recibir el vino. Entonces Forcat añadió: «Bueno, no le des más vueltas. Hace tiempo que todo acabó». La señora Anita preguntó: «¿Eso dijo él, que todo acabó? ¿Eso te dijo? ¿Y cómo se sabe eso? -y su voz se debilitó hasta casi apagarse -: En fin, por lo menos cuenta con su hija… Qué más da que yo me vaya a la mierda. Si lo piensas bien, siempre estás en la mierda…».

Observé a Susana: me habría gustado que no estuviera allí, y yo tampoco. Seguía cabizbaja y pintándose las uñas, y ponía en ello toda su atención. Acaso no era la primera vez que oía a su madre lamentarse de su soledad y de un desamor que, al parecer, ya tenía asumido. Pero entonces, después de un silencio mucho más largo que los anteriores, se oyó el ruido de una silla desplazada con premura, las patas chirriando sobre las baldosas del comedor y luego un leve gemido y otra vez el silencio… Imaginé a la señora Anita tapándose la cara con las manos para reprimir unos sollozos, tal vez ahogándolos en el pecho de aquel hombre, dejándose abrazar por él. Susana levantó la cabeza y me miró fijamente, como si quisiera leer en mis ojos lo que estaba pasando en el comedor. Enseguida volvió a enfrascarse en el esmalte de las uñas agachando de nuevo la cabeza, y su negra melena se partió en dos sobre su pálida nuca.

He pensado a veces que nunca me sentí tan cerca de ella como en este momento, viendo repentinamente gravitar sobre su cabeza rendida el mismo sentimiento de orfandad y desarraigo que yo cultivaba secreta y maliciosamente a la vera de mi madre, y que en ella había de ser sin duda más hondo y persistente debido a la enfermedad y al hecho de que la sensual rubia gustaba de coquetear con la vida, burlar a la soledad y desafiar a los hombres. En ese chirrido de la silla desplazada bruscamente, en el pequeño gruñido imperceptible y en el prolongado silencio que le siguió, Susana habría adivinado lo mismo que yo: una efusión repentina e irreprimible de su madre, y eso la avergonzaba. Y de pronto cogió un trozo de algodón y se puso a frotar frenéticamente el esmalte de las uñas hasta borrarlo, tapó el frasco y lo arrojó sobre la cama y luego se deslizó entre las sábanas con las piernas abiertas. Encendió la radio y la volvió a apagar, me miró fijo y empezó a comportarse como cuando quería divertirse a mi costa y distraerme del dibujo que ella despreciaba, el destinado al capitán: me sacó la lengua, simuló una tos de perro y se golpeó el pecho con la mano, se destapó y pataleó, manoteó el aire como limpiándolo de miasmas y se tapó la nariz con los dedos como si no pudiera soportar el olor del gas y el infecto humo negro que, según las estrambóticas y macabras predicciones del capitán Blay, terminarían por secar sus pulmones. Esta vez, sin embargo, la broma era el reflejo nervioso de algo que la afectaba más íntimamente. Y cuando me propuso con mal disimulada impaciencia una partida de parchís, dejé lápices y dibujo para complacerla. Nada volvió a oírse en el comedor.

Al atardecer, cuando me disponía a regresar a casa, Forcat entró en la galería calzando unas extrañas sandalias de suela de madera y embutido en un largo batín negro estampado con flores y adornado con una grafía china. Ocultaba algo a la espalda y sonreía a Susana. Se recostó un momento en la mesa camilla, donde yo recogía mis papeles, y me llegó la fragancia vegetal de sus manos, ahora más intensa: col estrujada, o tal vez alcachofa.

– Mira, este quimono de seda me lo regaló tu padre -dijo, y se acercó a la cama lentamente-. Y ahora, la sorpresa. Me dio esto para ti.

Era una postal de la ciudad de Shanghai y un abanico de seda verde. Lo que se veía en la postal, según le explicó enseguida, era el río Huang-p'u y sus muelles atrafagados y pintorescos junto al Bund, el paseo más famoso del Lejano Oriente, con sus orgullosos rascacielos y el antiguo edificio de la Aduana. El reverso de la postal, que iba sin franqueo porque el Kim se la entregó en mano, dijo Forcat, estaba totalmente ocupado por una caligrafía diminuta y compulsiva que Susana reconoció en el acto como la de su padre, y que decía:

Mi querida Susana, recibirás esta postal por medio de un mensajero muy estimado por mí y de absoluta confianza. Trátale como si fuera yo mismo y ofrécele hospitalidad y afecto, ha estado siempre a mi lado ayudándome en todo (¡cocina muy bien!) y ahora tiene problemas (se lo explico a mamá en la carta). Trae un abanico de seda auténticamente chino de color verde, tu color favorito, y muchos besos y memoria de mí, de este trotamundos que no te olvida. Que seas buena y come mucho, obedece en todo a mamá y al médico, y sobre todo cúrate pronto. Tu padre que te quiere, Kim.

Susana se quedó mirando el vacío, pensativa, luego le dio la vuelta a la postal para contemplar de nuevo el bullicioso río Huang-p'u.

– Pero no lo entiendo -dijo-. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué se ha ido tan lejos…?

– Es una larga historia. Yo diría… -Forcat se interrumpió y, antes de proseguir, ocultó las manos en las amplias mangas del quimono y se sentó en el borde de la cama sin apartar los ojos de Susana-. Yo diría que ha ido a buscar algo que olvidó precisamente aquí… Pero dejemos eso ahora. Vamos a tener mucho tiempo para contarnos cosas.

2

Todos los días, hacia la una de la tarde y con los pies reventados, yo no pensaba en otra cosa que en volver a depositar al capitán en su casa, comer rápidamente y escapar corriendo a la torre de Susana. Un día le sugerí al capitán que me acompañara para saludar a Nandu Forcat.