– Y un huevo -me dijo.
– Pero ¿el señor Forcat no era amigo suyo, capitán?
– Era, eso es -contestó el viejo lunático, y se paró en lo alto de la calle Villafranca consultando su lista de firmantes-. Qué pocos, puñeta. Hay que conseguir más.
– Entonces -yo seguía con mi idea-, ¿no piensa ir a verle?
– Para qué -gruñó con su voz ronca-. Ahora estamos en otra guerra.
Después de un enrevesado preámbulo acerca de las distintas formas de amistad y de rabia que cada guerra genera, el capitán empezó a contarme que Forcat, quince años atrás, cuando trabajaba en el bar La Tranquilidad del Paralelo, un nido de anarquistas proudhonianos y de soñadores de utopías, mientras servía carajillos y barrechas a los clientes, intentaba venderles libros de Bakunin y folletos sobre la revolución que él mismo imprimía.
– Era un somiatruites -dijo el capitán-. Un alma cándida que predicaba el paraíso. Por cierto que sus carajillos tampoco eran de este mundo, eran generosos, les echaba una buena ración de anís… Pero basta de charla, tenemos mucho trabajo y poco tiempo. -Lanzó una mirada escrutadora a lo largo de las aceras angostas y las puertas cerradas y añadió-: ¿Tú crees que en esta calle firmará nadie? Juraría que por aquí ya ha pasado el gas.
Empecinado y loco, pero no tonto ni ciego, el capitán tardó poco en darse cuenta del escaso entusiasmo que su batalla contra la chimenea y el gas despertaba en el vecindario, el pitorreo que provocaba y lo mucho que le iba a costar conseguir la primera docena de firmas. Eso trajo como consecuencia que dejara de meterme prisas con el dibujo de Susana postrada y sufriente, lo cual para mí fue un alivio porque yo tampoco tenía la menor prisa, al contrario; me gustaba tener que ir cada día a la torre y deseaba que esta situación se prolongara por lo menos hasta el otoño, cuando empezaría a trabajar.
Muchas tardes no llegaba siquiera a coger el lápiz, prefería jugar con Susana a las damas o al siete y medio, y sobre todo, si nos visitaban los Chacón, al parchís. Susana a veces se cansaba y entonces solía recriminarme que ni siquiera hubiese empezado su dibujo, el otro, el que deseaba enviar a su padre con una dedicatoria; pero también ella dejó de meterme prisas cuando Forcat adquirió la costumbre de aparecer por la galería hacia las cinco de la tarde con su largo quimono de seda negra, sus cabellos brillantes y planchados y sus sonoras sandalias de madera, pulcro y descansado después de una prolongada siesta, y, sentándose en la cama de la enferma, evocaba pausadamente y con detalle algunas vivencias con su padre: cómo se conocieron y cultivaron su amistad en una Barcelona pobre, ilusionada y solidaria con el mundo, una ciudad que ambos habían amado y perdido juntos; cómo después de perderla tuvieron que huir los dos a Francia, y cuántos afanes y peligros y desventuras, cuántas penalidades y también cuántas alegrías compartidas…
No sabría precisar cuándo fue, creo que a partir del día que Susana exigió una respuesta a su reiterada pregunta: qué era eso tan importante que su padre estaba haciendo en Shanghai, una ciudad tan remota y misteriosa -pregunta a la que hasta ahora él había contestado siempre con evasivas-, pero sí recuerdo que estas charlas que Forcat improvisaba empezaron a apasionarnos cuando intentó explicar por qué un hombre como el Kim, que añoraba tanto a su familia y a su ciudad, estaba a pesar de ello sujeto a ciertos avatares de orden internacional a menudo imprevisibles y ligado a sus convicciones morales, y más concretamente cuando se refirió al turbio asunto que lo había llevado tan lejos de aquí, aunque no sé si debo contaros eso, añadió, y nos envolvió a Susana y a mí con su mirada estrábica, aquel ojo siempre fijo en algo que parecía hallarse a nuestra espalda -algo a lo que precisamente no parecía que se pudiera llegar con una mirada normal-, pero Susana insistió y él acabó cediendo, bueno, dijo, se trata de una larga historia que arranca en Francia dos años atrás, en el cuartucho de una pensión de Toulouse que el Kim y yo compartíamos desde los años más duros, así que lo mejor será empezar por ahí, y luego iremos por partes…
3
Uno de los primeros en ver solicitada su firma fue el señor Sucre, que se topó con el capitán en la calle Tres Señoras un día que lloviznaba.
– Pero Blay, puñetero -dijo sonriendo-, ¿cómo me pides la firma si sabes que extravié nombre y domicilio y sexo y sindicato…? ¿Pero cómo eres así, hombre?
– Venga, ya está bien con esta coña marinera -protestó el capitán-. Ahora va a resultar que tú también estás gaseado. Que el asunto no es para tomárselo a broma…
– Está bien, dame tu famoso manifiesto -le cortó el señor Sucre, y empuñó su estilográfica, firmó y rubricó-. Aquí lo tienes… ¿Sabes una cosa, Blay? Te aprecio de veras, camándula. Algún día te haré un retrato. Pero tu cruzada es de risa. ¿Que no ves la magnitud de la nada que nos envuelve? -Y su mano mansa y cenicienta de artista pobre, como si la guiara una memoria rendida, la conciencia táctil de unas formas cívicas ya desterradas, abarcó con un elegante y amplio gesto el nauseabundo pantano que según él nos rodeaba-: Ya me entiendes. Una nada de sueños ahogándose en la nada, que dijo aquél…
– ¿Lo ves como sabes quién eres, pillastre? -dijo el capitán con una sonrisa de complicidad-. Gracias, tu firma es muy valiosa.
– Blay, no vas a creerme, pero hay días en que estoy muy poco interesado, pero que muy poco, en saber quién puñetas soy. Presiento que da lo mismo. La identidad es una engañifa, y además tan efímera… Somos un desecho cósmico, querido amigo. A mí, lo único que ahora me preocupa es recordar con todo detalle lo que hice mañana y olvidar para siempre lo que haré ayer. Abur.
El señor Sucre se despidió palmeando la espalda del capitán y guiñándome el ojo, y le vimos partir ligero y encorvado bajo la llovizna en dirección a Torrente de las Flores. Seguimos nuestro camino y el capitán meneó la cabeza y sonrió, contento de que su viejo amigo le tomara el pelo con la misma confianza de siempre. Arriba, en el cielo gris y encapotado, al fondo de una covacha de nubes negras y convulsas que parecían devorarse a sí mismas, permanecía estático el garabato amarillo de un relámpago.
4
El Kim suele decir que él, en medio de los avatares que entraña cualquier misión peligrosa, siempre que empuña la pistola y se enfrenta a la muerte, no lo hace por la libertad o la justicia o por cualquiera de esos grandes ideales que mueven el mundo desde siempre y que hacen soñar a los hombres y matarse entre sí, sino por una muchacha bonita que no puede moverse de su casa ni de su ciudad, atenazada por la enfermedad y la pobreza. Esa muchacha eres tú, y estás grabada en sus sueños como un tatuaje indeleble. No pasa día sin que él no te vea postrada en esta cama como una paloma herida, prisionera dentro de una jaula de cristal y acosada por un oprobioso humo negro. Dile que no dé cabida en su corazón al desencanto ni a la tristeza, éstas fueron las palabras que empleó y que ahora yo te transmito sin quitar ni añadir un acento; así es cómo te ve y te siente, así es cómo te recuerda y te ama, por encima y más allá de su propio infortunio, porque todas las derrotas y desengaños sufridos desde el final de la guerra los encajó bien: la soledad y el exilio, la ausencia de tu madre, la deportación y la muerte de los camaradas y la saña de los alemanes, todo eso no fue nada comparado con la pena de no poder ayudar a su hija enferma, no poder darle ánimos, deseos de vivir…
Ahora voy a contaros cómo empezó la última aventura del Kim y de qué forma tan inesperada y sorprendente esa aventura lo llevó de Toulouse a Shanghai en pos de un agente nazi, un ex oficial de la Gestapo al que no había visto nunca. Para entender el compromiso y el riesgo asumidos por el Kim en una misión como ésta, debo referirme primero a un desdichado suceso anterior, a la que sería su última incursión a España, inicialmente planeada para recaudar fondos.
Lo primero que recuerdo es el chasquido del cargador de una Browning al ser desmontado, un clic metálico que nunca me fue grato al oído, estamos en Toulouse, hace algo más de dos años, en un cuarto pequeño con un balcón abierto sobre la rue de Belfort, no muy lejos de la estación ferroviaria. El Kim revisa la documentación falsa que le acabo de entregar, me sonríe y se la guarda en el bolsillo. «Buen trabajo -me dice mientras ultimo unos retoques en los demás salvoconductos, y añade -: Eres un artista.»
Deseo aclarar una cosa, chicos: a mí no tenéis que verme con pistola o metralleta, asaltando bancos o disparando como uno más del grupo; no os figuréis al pobre Forcat en tales menesteres, porque no era ésa su misión, ya lo iremos viendo. Ahora a quien veo es a Luis Deniso Mascaré, al que todos llamamos el Denis, lugarteniente del Kim y su hombre de confianza, en el momento de inclinarse sobre la pistola que está engrasando sentado en la cama, con una pierna escayolada; en su última escaramuza con la guardia civil cerca de la frontera resultó herido y usa un bastón con puño de plata que le presta a sus andares una elegancia suplementaria, que él suele acentuar ante las mujeres. Denis el ganso, bromista y simpático a todas horas, joven y apuesto, el amigo fiel del Kim, el niño mimado de los refugiados activistas de Toulouse: en realidad, un pesimista amenazado por la desesperación y la locura, como tantos otros que todavía luchan. Tiene buena puntería y muchas agallas, y uno de sus mayores placeres es limpiar y engrasar las armas del Kim siempre que éste emprende alguna misión. Se oye el tic-tac del reloj de pared, el silbido de un tren que se dispone a partir hacia el sur o que hoy llega con adelanto a nuestro sueño reiterado: trenes de madrugada maniobrando en la estación de Toulouse y en nuestras pesadillas, trenes fantasmales que entran y salen de nuestro exilio cada noche.