– Dalo por hecho.
– ¿Qué llevas de equipaje?
– El cepillo de dientes y una Browning con cachas de nácar. El héroe de la Resistencia sonríe en su silla de ruedas. -Veo que no has perdido el valor ni el humor.
– Me queda más de lo primero que de lo segundo -dice el Kim.
– Bien. Necesitarás ropa y dinero. Haré que te entreguen tres mil dólares y en Shanghai podrás comprarte lo que quieras.
– Creía que los japoneses la habían saqueado.
– De ningún modo. En Shanghai encontrarás lo que no encuentres en París, más barato y mejor. Una vez allí, si necesitas más dinero o lo que sea, no dudes en pedírselo a mi socio, se llama Charlie Wong; yo le daré instrucciones. No quiero que te falte de nada. Cómprate ropa buena -sonríe Lévy, sin conseguir borrar totalmente de sus labios un rictus de dolor-. Tendrás que ir elegante para acompañar a Jing Fang, es muy guapa… Y una última cosa -saca del bolsillo un objeto diminuto y cobrizo y lo muestra al Kim en la palma de la mano-. ¿Ves esto, camarada? ¿Sabes lo que es?
– Parece una bala del nueve corto.
– Lo es. Es la bala que el coronel Kruger me clavó en el espinazo y que me ha postrado en esta silla de ruedas. Quiero que se la metas en la boca a ese maldito carnicero, una vez muerto.
El Kim asiente en silencio, mirando fijamente la bala como si calibrara su rabia dormida y fría en el nido rosado de la mano. Pero no piensa en eso ahora, no mide el riesgo ni las dificultades, no calcula el alcance ni la sinuosa trayectoria de la rabia que no cesa y de la venganza inaplazable que viajará con él a través de mares y continentes. Piensa en ti, Susana, en este otro nido de soledades en el que tú yaces y en cómo sacarte de él. Cuántas veces desde ese día, ya con la certeza del reencuentro en Shanghai, no te habrá imaginado paseando sonriente y limpia de fiebre bajo los frondosos árboles a orillas del río Huang-p’u, cogida de su brazo y tan bonita luciendo agujas de jade en el pelo y un vestido de seda verde, muy ceñido y abierto en los costados, como las jóvenes chinas elegantes…
3
Más o menos cada quince días, doña Conxa pasaba por la torre a recoger los finos encajes de bolillos que trenzaba la señora Anita y encargarle otros de diseño parecido y fácil, generalmente pequeños tapetes y centros de mesa. Solía traerle a la enferma manojos de la flor del saúco que hervía en agua y luego le daba friegas en el pecho y la espalda, bromeaba con Forcat y a veces incluso ayudaba un rato a la señora Anita en las faenas de la casa. A mediados de mayo, cuando estalló la floración amarilla en las laderas de la montaña Pelada, Finito Chacón y su hermano se descolgaban de la colina con brazadas de ginesta para Susana y ella las esparcía sobre la cama. Después del verde, el amarillo era su color predilecto.
También cada quince días, los miércoles, Susana recibía la visita del doctor Barjau, un sesentón gordo y arisco que vivía cerca del parque Güell y recorría el barrio con los desfondados bolsillos de la americana llenos de caramelos y arrastrando los pies como si los tuviera de plomo. A Susana le traía revistas de cine y le cogía la mano, se sentaba a su lado aplastando la cama y ponía el termómetro en su boca, le daba Senocal disuelto en agua y luego le clavaba una inyección de calcio en la vena que solía causarle sofocos y mareos. El doctor Barjau era completamente calvo y, quizá para compensar esa deficiencia, le salía de las orejas una difusa mata de pelos rojizos que parecía un ornamento floral. «¿Cómo va esa tos, niña? -y pellizcaba sus mejillas febriles-. Levántate la camisa y enséñame la espalda. ¿Y esas decimitas qué, no se quieren ir del todo? ¿Treinta y siete con ocho? Bueno, siempre sube un poco por la tarde», y bruscamente pegaba la oreja florecida a su espalda para escuchar el pulmón carcomido. A veces mejoraba su técnica auscultatoria con la ayuda de dos duros de plata: colocaba uno sobre el pecho de Susana y lo percutía con el canto del otro duro mientras su oreja en la espalda arqueada captaba la resonancia de la caverna; cerraba los ojos y gruñía y refunfuñaba, como si le hablara al pulmón. Pero sus abruptos manejos escondían una solícita ternura que sólo se manifestaba cuando veía asomar a los ojos de la enferma la angustia del esputo y el temor a la muerte. Al ponerle el estetoscopio en el pecho, por ejemplo, los ojos de Susana quedaban repentinamente fijos en el vacío y desamparados, o buscaban espantados los de su madre o los míos; era una mirada que yo no podía soportar, pero el doctor Barjau la conocía muy bien y lo que hacía era darle a la tísica un suave coscorrón diciéndole: «Estás requetebién y la mar de guapetona».
Luego siempre insistía en lo mismo: mucho reposo y buenos bistecs, y alegría, sobre todo alegría. La señora Anita sonreía y replicaba en tono de chunga que también a ella le gustaría mucho que le recetaran todo eso, y entonces el médico, mientras sostenía el termómetro y confirmaba esas décimas de más que siempre tenía Susana, lanzaba una mirada torva y burlona de reojo que subía por las piernas de la rubia taquillera erguida junto a la cama y cruzada de brazos con el vaso de vino en la mano, su bata malva abierta dejando ver el viso negro bruñido en los muslos y en el vientre, y llegaba hasta su pecho: «Tú no necesitas ni bistecs ni más alegrías, Anita, desde aquí puedo ver tu hígado rabioso… y otros órganos que me callo». Ella se ceñía apresuradamente y hasta el cuello las solapas de marabú y soltaba su risa tabacosa.
– Y no quiero que fumes aquí -añadió el doctor Barjau.
– ¿Quién está fumando aquí? -dijo la señora Anita-. Nunca lo hago.
– Hum. Lo digo por si acaso.
Yo aprovechaba estas escaramuzas, que se repetían con frecuencia y que a Susana parecían fastidiarla más que las rudas manos del médico sobre su cuerpo, para interrumpir con sumo gusto mi desdichado dibujo, que me estaba saliendo chato, sin perspectiva. Pero lo peor no era eso; lo peor del puñetero dibujo era que no sugería nada. Me traía de cabeza el humo verdinegro y baboso de la chimenea. Según el capitán Blay, la presencia de esa baba tóxica y repugnante sobre el lecho de la tuberculosa era importantísima, decisiva. Me había explicado mil veces cómo ese humo se metía en los pulmones de Susana y alimentaba el bacilo de Koch, cómo le roía los bronquios y le oprimía el corazón, pero yo me decía: ¿se puede dibujar lo que no se ve?
Trabajaba sentado en la mesa camilla, a pocos metros del lecho y cerca de la estufa, y el peculiar estancamiento del aire alrededor de la enferma y la risa un poco ronca de su madre, la tenue dulzura de los vapores de eucalipto, la aguja en la carne blanca de Susana y el olor del alcohol y el sol rojo de la tarde en las vidrieras se me antojaban los mórbidos elementos de una atmósfera intemporal y única, preñada de sensualidad y de microbios, que yo jamás, estaba seguro, lograría reflejar en el dibujo. No era sólo un convencimiento, era más bien una sensación física; en medio de aquel aire voluptuoso, cargado siempre de aromas, de sabor, de humedad, el cuerpo reclamaba secretamente una mayor atención y proponía una gestualidad caprichosa y superflua.
Durante la visita médica, Forcat permanecía en su cuarto. El doctor Barjau lo sabía y creo que a veces prolongaba el examen de la enferma por mera curiosidad y ganas de conocerle, pero el huésped no se dejó ver hasta la cuarta o quinta visita y fue de forma inesperada; se presentó en la galería cuando el médico guardaba el estetoscopio en su maletín y le pidió que recetara a Susana algo contra el insomnio. «No hay nada eficaz contra eso -respondió el doctor Barjau, y después de observarle de arriba abajo añadió con cierta brusquedad-: Salvo las ganas de soñar. Que beba mucha leche.» Pero no debió pasarle por alto la sincera preocupación que reflejaba el rostro de este hombre pulcro y envarado, su afecto por la niña, pues al serle presentado inmediatamente por la señora Anita como «un buen amigo de mi marido que está pasando unos días con nosotras», se mostró con él más explícito y amable.
– No crea usted que es broma lo de la leche -dijo sonriendo-. Tuve una paciente con insomnio, de la misma edad de Susana, y la curé a base de una taza de leche caliente todas las noches al acostarse… y los sermones radiofónicos del padre Laburu, claro está.
Soltó una risotada y Forcat sonrió, aunque creo que no sabía muy bien quién era ese predicador. Susana se sentía mareada y su madre la acompañó al lavabo, y ellos dos estuvieron un rato hablando, mejor dicho, habló el doctor Barjau y Forcat se limitó a escuchar atentamente sus recomendaciones acerca de los cuidados que precisaba la enferma, una letanía de consejos que la señora Anita y yo nos sabíamos de memoria y que se resumían todos en uno sólo: había que animarla, estimular sus ganas de comer y de vivir, y lo demás vendría por sí solo.