– Se llama usted don Josep Maria de Sucre y vive en la calle San Salvador -respondí automáticamente.
Asintió pensativo, parecía bastante satisfecho con los datos. Sin embargo, antes de admitir completamente su identidad, volvió a recelar:
– ¿Y qué os parece, es posible, es verosímil que haya nacido en Cataluña y que sea artista pintor, poco o más bien nada cotizado, viejo amigo de Dalí, y que no tenga un duro…? -susurró mirándonos con una luz burlona en los ojos.
– Sí, señor. Eso dicen.
– En fin, qué le vamos a hacer -suspiró, y con la mano afectuosa despeinó mi cabeza y la de Finito Chacón-. Sois unos chicos muy atentos y respetuosos con este ganso explorador… Gracias.
Para tranquilizarle del todo y no para pitorrearse de él, como habría pensado más de uno, Finito Chacón le proporcionó más datos:
– Y cada día suele usted venir a charlar un rato con los tranviarios en la parada, y luego compra el periódico en el quiosco y lo quema con una cerilla sentado en un banco, a veces en compañía del capitán. Y luego se viene al bar.
– Ya. Enterado. Y ahora, ¿podrías decirme a qué he venido, si me haces el favor?
– Pues ha venido usted -intervino Juan Chacón pacientemente-a tomarse un carajillo de anís, como todas las tardes, y a ver si por fin ese tal Forcat se decide a salir a la calle.
– Será eso -admitió resignado el señor Sucre, y se encaminó hacia el mostrador farfullando-: Sí, será eso, qué le vamos a hacer.
Al otro lado de la plaza, en la fachada rojiza del cine Rovira, Jesse James llevaba toda la semana cayéndose de la silla en el comedor de su casa, acribillado traicioneramente por la espalda, y en el otro cartelón de toscos colores, la Madonna de las Siete Lunas se asomaba por encima de las ramas deshojadas de los árboles esgrimiendo un puñal y una mirada maligna que escrutaba el paso de los tranvías girando en la curva del Torrente de las Flores. Pero no era el cine lo que esta tarde atraía la atención de algunos vecinos congregados en la puerta del bar Comulada, ni la tan comentada fuga de gas frente al portal número 8, ni era la excitante posibilidad de una explosión lo que nos impedía apartar los ojos de allí, sino la curiosidad de ver salir a un hombre por ese portal. Al principio, nuestro interés en ver al desconocido era un reflejo de la curiosidad de los mayores, porque nunca antes le habíamos visto ni sabíamos nada de él; luego nos enteramos que se llamaba Nandu Forcat, que era un refugiado que volvía de Francia después de casi diez años y que era amigo del Kim, el padre de Susana. Llevaba pocos días en casa, con su anciana madre muy enferma y una hermana soltera, y se comentó que la policía tenía que saberlo y que seguramente ya le habrían interrogado en Jefatura, pero que, por alguna razón que nadie alcanzaba a explicarse, lo habían soltado.
Nosotros no podíamos en aquel entonces ni siquiera intuir que el personaje era improbable, lo mismo que el Kim: inventado, imaginario y sin fisuras, un personaje que sólo adquiría vida en boca de los mayores cuando discutían, reticentes y en voz baja, sus fechorías o sus hazañas, según el criterio de cada cual. Creíamos, eso sí, que nunca llegaría a ser una leyenda como ya lo era el Kim, en cuya banda Forcat había militado o todavía militaba. Tenía partidarios y detractores a partes iguales, unos opinaban que era un hombre culto y educado que luchó por sus ideales, un honrado anarquista criado en la Barceloneta, hijo de pescadores, que se pagó la carrera del Magisterio trabajando de camarero, y otros decían que no era otra cosa que un delincuente, un atracador de bancos que probablemente había traicionado a sus antiguos camaradas y al que, ahora que volvía, más de uno tendría ganas de ajustarle las cuentas. Y que precisamente por eso le costaba tanto salir de casa. Puestos a imaginarlo, los Chacón y yo preferíamos entonces al hombre de acción, el que se jugaba la piel con el revólver en la mano y siempre en compañía del Kim, espalda contra espalda, protegiéndose el uno al otro…
Durante cuatro días, Nandu Forcat no salió a la calle y ni siquiera se asomó al balcón. Frente al portal flotaba noche y día el olor a gas y ahora una sensación doblemente excitante se adueñaba de uno al pasar por allí, como si el gas y el pistolero hubiesen establecido una alianza peligrosa. Al atardecer del quinto día, el capitán Blay compró el diario Solidaridad Nacional y le prendió fuego detrás del quiosco, muy cerca del portal. Dos mujeres que pasaban por allí fueron presa del pánico y echaron a correr chillando, pero no se produjo ninguna explosión.
Al día siguiente, hacia las cuatro de una tarde que amenazaba lluvia, se presentó inesperadamente una brigada de obras de la Compañía del Gas, dos hombres y un capataz, y manejando picos y palas levantaron la acera y abrieron una zanja frente al número 8. Su trabajo despertó expectación en la plaza. Dejaron medio al descubierto una maltrecha red de tuberías como tripas herrumbrosas, pusieron vallas, y a modo de puente tendieron tablas desde el portal hasta el bordillo de la acera para facilitar el paso de los inquilinos. Y eso fue todo lo que hicieron. La verdad es que aquello parecía una chapuza; levantaron seis o siete metros de acera, pero el hoyo que cavaron no tendría más de dos metros de largo y era poco profundo. Y ya no cavaron más. Uno de los obreros se acercó al bar con una botella de gaseosa vacía, pidió que se la llenaran de vino tinto, pagó, volvió junto a sus compañeros y los tres se sentaron en las baldosas apiladas en la acera y se pasaron el resto de la tarde empinando el codo y contemplando medio adormilados el movimiento en la parada de tranvías y en torno al quiosco. El capataz, de vez en cuando, escupía en la tierra negruzca amontonada junto a la acera y echaba una fría mirada a la zanja. Al oscurecer levantaron una pequeña tienda de lona y guardaron allí las herramientas. Luego se fueron.
Al sexto día de la llegada de Forcat, la inactividad de la brigada se hizo aún más ostensible. Ninguno de ellos cogió un pico ni una pala absolutamente para nada. Frecuentaban el bar de uno en uno, para mear o para llenar de vino la botella, y sin entablar conversación con nadie. En otra ocasión, el más joven de ellos, un tipo hosco y fornido con boina calada hasta las cejas, se acercó al vestíbulo del cine para mirar las fotos clavadas en el panel; las miraba ceñudo, como si no entendiera. A ratos también se le veía pegado a los flancos policromados del quiosco, las manos en los bolsillos, entretenido en descifrar las cubiertas de los tebeos colgados con pinzas.
En el bar se comentó que estaban esperando la llegada del técnico de la Compañía, pero Finito Chacón y yo pensábamos en algo muy distinto. Transcurrieron sábado y domingo y los obreros volvieron el lunes a primera hora de la mañana, y luego pasaron dos días más y todo seguía igual, la zanja abierta y los tres hombres mano sobre mano haciendo guardia junto a ella, esperando nadie sabía qué, y entonces alguien en el bar dijo coño, esto es muy extraño y aquí hay gato encerrado, y otro parroquiano le contestó que no había de qué extrañarse: aquellos obreros no eran de la Catalana de Gas, sino del Ayuntamiento, ¿nunca habéis visto gandulear a los empleados de obras públicas?, lo raro sería verles trabajar, comentó riendo. Para nosotros, sin embargo, aquello era un enigma y sólo tenía una explicación: no eran empleados de la Compañía del Gas ni del Ayuntamiento, no habían venido a reparar ningún escape ni estaban esperando la llegada de ningún técnico ni nada de eso. Saben que este refugiado ha vuelto, saben que está en casa y que un día u otro ha de salir por este portal. Todo eso de la zanja es teatro, un pretexto para estar ahí de guardia sin levantar sospechas. Esta zanja, en realidad, podría ser la tumba de Forcat.
2
El jueves por la mañana lloviznó un buen rato y el montón de tierra de la zanja se esponjó, se oscureció aún más y finalmente se amazacotó. Al mediodía estábamos merodeando alrededor del quiosco para ver de cerca a los tres hombres sentados en el bordillo de la acera; se pasaban el uno al otro la botella de morapio y hablaban poco. La abuela Sorribes, que vivía en el número 8 y venía de la compra, se disponía a entrar en el portal pisando cuidadosamente las tablas enfangadas, cuando resbaló y estuvo a punto de caerse. Una mandarina saltó de la bolsa repleta y fue a parar al fondo de la zanja. La vieja tenía mala uva.
– ¡¿Cuánto va a durar esta puñeta?! ¡A vosotros os digo, gandules! ¡¿Es que nunca vais a tapar este dichoso agujero?!
– Cuando nos lo manden, abuela -masculló el capataz-. Seguramente habrá que ahondarlo aún más.
– ¡¿Y a qué esperáis entonces?! ¡Vagos, más que vagos! -Despotricando sobre las tablas resbaladizas la vieja entró en el portal-. ¡Qué asco! ¡Cómo lo han puesto todo!
– ¡Eh, señora, que esa mierda ya estaba ahí cuando llegamos! -protestó el más joven-. ¡No te jode la abuelita!
A la hora de comer sacaron sus fiambreras abolladas y sus navajas y servilletas. Yo tenía que acompañar al capitán Blay a su casa, pero ese día no quiso seguirme. Dijo que vendría a buscarlo su mujer, más tarde, y lo dejé en la taberna con el señor Sucre. Me fui con los Chacón y al pasar junto a los obreros, el más alto, de cabeza rapada, nos llamó.