Y si en este momento hubiéramos estado allí, muchachos, si hubiéramos podido deslizamos furtivamente en la cabina del capitán y permanecer al lado del Kim compartiendo con él las sombras y los relámpagos bajo el fragor de la tormenta, sin duda la curiosidad nos habría empujado a echar una ojeada por encima de su hombro y, durante apenas medio minuto, un instante tan breve que sin embargo ya es eterno en el corazón del tiempo y de los hombres, habríamos descifrado juntos lo que esta noche el azar puso en sus manos:
Lento y escorado, como si remolcara bajo la lluvia jirones de su propia herrumbre y la memoria muerta de otras singladuras, otras latitudes más templadas, el viejo Nantucket navega rumbo a Shanghai.
2
– ¡Si me obligáis a comer todo esto, vomito aquí mismo sobre la cama!
– chilló Susana.
Tanto tiempo postrada y tan mimada por su madre a todas horas, había aprendido a ejercer una suave y caprichosa tiranía que ahora aplicaba contra Forcat y las formidables meriendas que le preparaba, la para ella temible bandeja con el gran vaso de leche, el huevo pasado por agua y las tostadas con mermelada.
– Cómete el huevo por lo menos -dijo Forcat-. Yo le quito la cáscara, mira.
– No quiero más huevos. ¡Estoy harta de huevos pasados por agua!
Era la discusión de siempre y yo me quedé un poco embobado mirando la rara mansedumbre de su frente enmarcada en los negros cabellos, su boca siempre entreabierta y levantisca, el grosor y la perfección del labio superior, y ella me increpó:
– ¡¿Y tú qué miras, niño?!
– ¿Lo prefieres crudo, en un vasito de málaga? -sugirió Forcat-. ¿O quieres que te haga una estupenda tortilla de alcachofas, o de berenjenas?
– ¡Mierda y mierda! ¡No quiero nada!
– Ya sabes lo que dice el médico -insistió él-. Muchos huevos y mucha leche… Musssa lessse y mussso güevo, que dicen los Chacón. Mussassa, come mussso si quiere ponete güeña, rollissa y pressiossa…
A menudo Forcat terminaba por hacerla sonreír, pero no siempre conseguía hacerla comer. Sentado en la cama junto a la bandeja, sus dedos de piel manchada seguían descascarando el huevo mientras pacientemente argumentaba toda clase de razones para convencer a Susana de que debía comer.
La primera vez que reparé en las manos de Forcat con verdadera curiosidad no fue solamente porque me intrigara su piel de distinta coloración, sino porque, de un modo que en cierto sentido no me sorprendió, aunque luego se revelaría equívoco, las tenía posadas efusivamente en las rodillas de la señora Anita. Era un domingo al mediodía, yo había estado haciendo compañía a Susana y ya me iba porque tenía una cita con Finito para subir juntos al parque Güell a buscar eucaliptos para la olla y de paso traer ginesta para adornar la galería. En el corredor, pasando ante la puerta abierta del dormitorio de la señora Anita, vi a los dos junto a la mesilla de noche, Forcat sentado en una silla y ella en el borde de la cama, descalza y con las piernas cruzadas asomando por la bata entreabierta, las manos de él sobre la rodilla encabalgada. Apenas tuve tiempo de fijarme, pero ya en esta primera y fugaz ojeada noté algo en la actitud de ambos que no encajaba con lo que ya me figuraba desde hacía algún tiempo: las manos solícitas de Forcat no parecían exactamente las de un hombre que está acariciando unas piernas bonitas, y tampoco el comportamiento de la señora Anita, arreglándose las uñas con una lima, indiferente por completo al quehacer de las manos, parecía el de una mujer que se deja acariciar. Pero la impresión fue demasiado rápida. Creí que no me habían visto y seguí mi camino, cuando la voz de ella me retuvo:
– Daniel, guapo, ¿ya te vas?
– Sí, señora.
– Ven un momento, ¿quieres?
Retrocedí hasta el umbral del dormitorio. Las rodillas brillaban tenuemente en la penumbra, las manos de Forcat se habían apartado un poco y ahora volvían a ellas con una solicitud calmosa, un extraño fervor. Creí percibir en el cuarto un olor a alcachofa cruda, sin que nada en absoluto justificara esa rara percepción. La señora Anita me preguntó si los hermanos Chacón seguían aún en la calle, le dije que me esperaban y entonces ella me pidió que le hiciéramos el favor de traer eucaliptos, que se le habían acabado, y contesté que ya lo sabía por Susana y que precisamente íbamos al parque Güell con esa intención.
– ¡Daniel y los leones! -me sonrió muy contenta-. No sé qué haría sin ti.
Observé que en realidad las manos de Forcat apenas rozaban la rodilla de la señora Anita, era más bien como si con ese gesto quisiera preservarla de algo, de la luz o del aire o quién sabe qué; o como si las propias manos protectoras, tan despellejadas y desvalidas, buscaran alguna clase de alivio a la vera de la rodilla desnuda. En todo caso, cualquiera que fuese su intención, aquellas manos no parecían el instrumento de ninguna caricia, y si lo eran, significaba para mí algo nuevo y perturbador, pues ni siquiera tocaban la piel. Encorvado en la silla y abstraído, poniendo en su cometido la mayor atención, Forcat no volvió los ojos hacia mí ni una sola vez. Llegué a sentirme un poco aturdido: aquello no se ajustaba a ciertas tórridas escenas que más de una vez, cuando la pareja nos dejaba a solas en la galería a Susana y a mí, pasaban por mi imaginación, y por la de la enferma seguro que también. Aquello parecía -me sentía por aquel entonces fuertemente atraído a pensarlo- algo peor.
– Ah, y de paso me traes una peseta de hielo y una garrafita de vino
– añadió ella-. La garrafa y el dinero están en la mesa del comedor.
– La dejaré en la taberna y la recogeré a la vuelta.
– Eres un cielo, Daniel. -Volvió los ojos hacia Forcat sin dejar de limarse las uñas-. ¿Verdad que este chico es un encanto?
Forcat no dijo nada. Cuando me disponía a marchar, la señora Anita descruzó las rodillas pero él siguió cubriendo la misma, la izquierda, con ambas manos y tan paciente y tan ensimismado que parecía un afilador volcado sobre su humilde tarea manual, algo que días después aún me estaba preguntando qué sería, si una caricia singular o un juego o un rito secreto, o acaso todo eso a la vez.
Este domingo la madre de Susana no fue al Mundial, había convenido con la otra taquillera del cine un intercambio y tenía la tarde libre. Hacia las cinco, cuando Susana y yo esperábamos a Forcat en la galería, oímos un taconeo apresurado.
– Susanita, vamos a salir un rato. -La señora Anita entró ciñéndose el ancho cinturón blanco que la hacía tan esbelta. Llevaba un airoso vestido estampado con botones blancos de arriba abajo, zapatos blancos de tacón alto y un collar de corales. Lucía medias finas de gruesa costura, se había pintado los labios y estaba muy guapa con su rubia melena rizada. Me quedé un poco embobado mirándola y me sonrió -: ¿Te quedarás a hacerle compañía a mi niña hasta que volvamos?