– ¿Oyes algo o no, niño? Venga, espabila. ¿Y por aquí…? -Sus manos volvieron a desplazar mi cabeza, y el pezón cada vez más duro y firme seguía rebrincando bajo la fina tela del camisón-. ¿Lo oyes ahora? ¿Y aquí…?
– Algo, pero… con claridad, no. Todavía no. Solté otro resoplido y ella dijo:
– ¿Qué haces, te estás durmiendo o qué? -Cogió mi mano y la llevó a su frente-. ¿Notas la fiebre? Siempre esta mierda de decimitas… Bueno, qué, ¿no oyes nada?
– Sí, ahora creo que sí. Espera…
– ¡Anda ya, listo, vete a hacer gárgaras!
Bruscamente apartó mi cabeza y al verme colorado, supongo, al detectar en mis ojos la excitación, se echó a reír, recuperó su gato de felpa, me dio la espalda y encendió la radio de la mesilla de noche.
Después se levantó para rehacer un poco la cama y alisar la colcha, y yo me senté de nuevo en la mesa camilla.
– Daniel -dijo Susana al cabo de un rato, ya recostada en el lecho-. ¿Sabes qué he pensado?
– Qué.
– He pensado que en el otro dibujo, el bueno, quiero llevar un vestido como el de Chen Jing para darle una sorpresa a mi padre… Ese vestido tan bonito, ajustado y con cortes en la falda. Quiero que me dibujes echada en la cama vestida así y como adormilada, así, mira… ¿Me escuchas, atontado? ¡Pero qué chico más lelo!
– Perdona… ¿Y de qué color te gustaría?
– Verde -dijo-. O negro, totalmente negro y de seda natural… No, verde, verde. Y sin mangas y de cuello alto. ¿Qué te parece? ¿Me oyes, niño? ¿Estás en babia o qué?
Aún sentía en la mejilla la firmeza elástica y dulce de su pecho, y no podía, no quería pensar en otra cosa. Ella no insistió y se quedó tumbada en la cama pensando y poco después me pareció que se adormilaba con el gato en los brazos, pero en cierto momento noté sus ojos semicerrados y burlones mirándome por entre las orejas del felino y al ras de la colcha.
Cuando los días empezaron a ser calurosos, Forcat dejó de encender la estufa, aunque encima siguió humeando la olla con agua y eucaliptos que él calentaba en la cocina, y así mantenía húmeda la atmósfera de la galería, tal y como había aconsejado el doctor Barjau. Una tarde que llegué a la torre con retraso me encontré en la puerta a la señora Anita que se iba a trabajar y me dijo que la señora Conxa estaba con Susana y que Forcat aún dormía la siesta. Al asomarme a la galería vi a la mujer del capitán inclinada sobre Susana y frotando su espalda desnuda con una toalla que mojaba en una cacerola de agua previamente hervida con la flor del saúco. Decía la gorda Betibú que estas friegas eran buenísimas para reforzar la fibra pulmonar, para la circulación sanguínea y para la piel delicada de las niñas bonitas. Estaba de espaldas a mí y no me vio entrar, pero Susana, echada de bruces sobre la cama con el camisón bajado hasta la cintura, sí me vio parado en el umbral, y no dejó de mirarme con ojos maliciosos mientras se dejaba restregar la espalda enrojecida y húmeda, y cuando la Betibú le atizó una palmadita en el culo y le dijo: «Ara el pitet, maca», ella siguió mirándome con la misma insolencia burlona mientras se volteaba muy despacio tapándose apenas los pechos con el brazo, y me sacó la lengua. Entonces doña Conxa debió notar algo y se volvió, pero no le di tiempo a verme porque me eché para atrás y me senté a la mesa del comedor a esperar.
Como la sesión de friegas se prolongaba, abrí mi carpeta y tracé de memoria un apunte del gato de felpa sentado muy tieso en la cama como si custodiara la desfallecida cabeza de la enferma, y me salió bastante bien, salvo el hocico. Empezaba a hacer calor y las hierbas de la Betibú enardecían aún más la atmósfera. La gorda salió de la galería, llevó la cacerola a la cocina y luego pasó por mi lado sin verme, balanceándose sobre sus pesadas piernas y dejando en el aire un aroma enervante, una confusa mezcla de sudor y flores estrujadas.
Cuando entré en la galería, Susana estaba estirada boca arriba en la cama, destapada, con los pies desnudos y juntos, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. Me acerqué de puntillas a la cama y dije hola, pero no me contestó, permaneció completamente inmóvil haciéndose la muerta, de modo que pude observar impunemente y durante un buen rato la turbadora gravidez del camisón adherido a sus ingles, y también me fijé en su cuello blanco y largo, donde la nuez se movió furtivamente bajo la piel. Con los párpados cerrados, sus ojeras parecían más profundas y violáceas y su morbidez más acusada. La boca entreabierta dejaba ver una mancha roja en los dientes superiores. Enhiesta sobre el pecho, pinzada entre los dedos de la mano, una hoja de bloc con un mensaje para mí escrito con el pintalabios de su madre:
PRÍNCIPE BOBO
DAME UN BESO
Y DESPERTARÉ
Lo leí un par de veces, volví a mirar la boca entreabierta de la bella durmiente y los dientes con su leve marca sanguinolenta, la boca que ofrecía la savia de los sueños mezclada con la secreción de la tisis, y cuando por fin me decidí había perdido unos segundos decisivos, porque Susana abrió súbitamente los ojos y me dedicó aquella sonrisa esquinada que yo conocía tan bien. Deslizó la mano debajo de la almohada y sacó un pañuelo salpicado de manchas rojas que agitó frenéticamente ante mis ojos. Capté al instante el olor a agua de colonia del pañuelo y otro efluvio afrutado y graso cuyo origen debería haber adivinado, pero solamente supe ver con sobresalto los macabros esputos de sangre y eché instintivamente la cabeza para atrás. Intuí la broma enseguida, pero de nuevo ya era demasiado tarde y ella se reía agitando su pañuelo embaucador ante mis narices:
– No es más que carmín, idiota. Tontolaba. Panoli.
CAPÍTULO SEXTO
1
El Kim dedica la tarde a proveerse de ropa en los grandes almacenes Wing On de Nanking Road y a recorrer el núcleo central de la ciudad. Abarrotadas de viandantes en un frenético ir y venir, las calles más comerciales de Shanghai parecen ríos de grosella, de menta y de limón, de rubí y oro deslizándose sin cesar. Nunca había visto semejante animación multicolor, una actividad tan febril en locales públicos y tal abundancia y variedad de artículos en tiendas y puestos callejeros. En un escaparate lujoso y altísimo, decorado con una espectacular cascada incesante de estrellas de púrpura, se exhiben trajes de novia de color rosa. Veloces coolies acarrean a sus clientes en medio de la muchedumbre y del intenso tráfico con endiablado sentido de la orientación. Al norte, en las cercanías del río Suzhou, quedan huellas de los bombardeos japoneses de siete años atrás. Filas interminables de triciclos desbordados de flores pasan por su lado dejando en el aire húmedo una fragancia suavemente pútrida. El Kim requiere los servicios de un rickshaw y se hace llevar a Shantung Road para echar un vistazo al Yellow Sky, el club nocturno de Kruger. Está cerrado a esta hora. El nombre del local está escrito con letras amarillas en un gran farolillo de cristal rojo que cuelga sobre la puerta.
Al atardecer, cuando se encienden las primeras luces de la ciudad, el Kim está en su cuarto ajustándose sobre la camisa blanca recién estrenada los tirantes de la sobaquera con la Browning. Monta el seguro de la pistola y seguidamente comprueba el cargador. No quiere sorpresas. Poco después, embutido en un esmoquin impecable, conduce el Packard negro de Lévy camino del Cathay Hotel, en la confluencia de Nanking Road y los muelles. El trayecto es corto. Las luces del paseo del Bund se reflejan en el río. Chen Jing, muy elegante con su chipao de seda negra, ha querido sentarse a su lado para conversar: ¿qué peligro tan terrible es ese que corren ella y su marido, y desde cuándo, y por qué? El Kim no ha olvidado la recomendación que le hizo Lévy de no mencionar a Kruger/Omar para no alarmar a Chen Jing, y responde con evasivas.
– Soy un buen amigo de Michel, hemos compartido muchos peligros y algunos ideales, y por eso estoy aquí -dice el Kim-. Me pidió que viniera y me convirtiera en su sombra, y eso haré. Pero no me pregunte nada más, madame Chen, porque no sé nada más.
Deseando cambiar de tema, añade que la ciudad le gusta mucho y que su intención es quedarse a vivir aquí, trabajando seguramente en alguna empresa de Lévy, y expresa su deseo de comentarlo un día de éstos con Charlie Wong, el socio de su marido. Chen Jing no parece interesada en el tema. Ha sacado del bolso su espejito de mano y se mira en él, abstraída, retocando con la larga uña lacada del dedo meñique el carmín de las comisuras de la boca. Cuando termina guarda el espejo y dice sonriendo, mirando al frente a través del parabrisas: «Así que no piensa usted soltarme ni un momento.» El Kim observa de reojo su perfil delicado, su ojo oblicuo y engañosamente adormilado bajo la gravidez tensa y estática del párpado. «Yo no he dicho eso.» Y ella añade: «Me dejará ir sólita al lavabo de señoras, supongo».