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– Correré ese riesgo -dice el Kim, y añade-: Te diré cómo veo el problema, capitán. Ahora más que nunca debo actuar de una forma limpia, desde la sombra y sin dejar rastro, porque una vez liquidado ese torturador del diablo quiero quedarme aquí, tal como te dije, trabajar contigo y traer a mi mujer y a mi hija… Quedamos en eso, ¿recuerdas? Otra cosa sería si después de darle a Kruger su merecido cogiera un avión y adiós Shanghai, si te he visto no me acuerdo. No quiero arriesgar mi futuro y el de mi familia. Tengo que preparar un plan y buscar la ocasión y luego quedar libre de toda sospecha, ¿me explico?

– Debes ser precavido, pero también rápido -dice Lévy-. El asunto no puede esperar. Y no pierdas de vista a Chen Jing, no me fío de este hijo de puta… Volveré a llamarte. Hasta pronto y suerte.

– Lo mismo digo, capitán. Suerte.

Nada más colgar el teléfono, Chen Jing sale de nuevo a la terraza seguida de su fiel sirvienta, que lleva una bandeja con bebidas.

– ¿Le apetece un té de jazmín, monsieur Franch? -dice la joven china sonriendo-. ¿O prefiere un martini seco? Sé prepararlos muy bien. Dice mi marido que mis martinis son los mejores que se pueden tomar en Shanghai… sin contar uno muy especial que prepara él, claro está.

– Seguro que Michel prefiere los que usted le prepara -dice el Kim-. A propósito, ¿tiene algún compromiso esta noche? ¿Va usted a salir?

– Mucho me temo que sí, monsieur. Lo siento.

– No diga eso. Siempre es un placer acompañarla.

Los ojos dorados de Chen Jing sonríen discretamente bajo la cadencia de un parpadeo indolente, de una frecuencia y un ritmo calculado, casi mecánico. Pero ese mismo ritmo inalterable, la sensualidad y la seda de los párpados moviéndose con lentitud, fascinan al Kim.

Escoltar a Chen Jing le ocupa ciertamente mucho más tiempo del que había pensado y en poco más de dos semanas ya conoce la vida nocturna y galante de Shanghai y toda la gama de la pintoresca fauna occidental y asiática que se halla aquí representada. Las notas de sociedad del North China Daily y del Shanghai Mercury recogen puntualmente la presencia de la señora Chen Jing Fang y del señor Franch en fiestas y recepciones. A ella le gusta además frecuentar los cabarets de moda y encontrarse con amigos en el Casanova, el Del Monte, el Little Club o el Ciro's. A veces la llama por teléfono algún matrimonio amigo para cenar juntos y luego ir al cine o a bailar, pero casi siempre prefiere salir sola, es decir, irremediablemente escoltada por el Kim, con el que suele bromear acerca de un emparejamiento que ya está dando que hablar en Shanghai más de lo que su marido, de hallarse aquí, habría consentido.

Una noche, en una recepción multitudinaria a orillas del lago del Oeste, en Hangzhou, el Kim se entretiene bromeando con Charlie Wong y su esposa y descuida un buen rato la vigilancia de Chen Jing, y de pronto, a unos cincuenta metros, entre el mar de cabezas de los asistentes, distingue a Kruger conversando con ella al pie de un abeto iluminado. El Kim se abre paso entre los invitados impetuosamente y antes de llegar junto a Chen Jing advierte que Kruger también le ha visto: sin apresurarse, pero obedeciendo clarísimamente a un impulso repentino, el alemán se despide de la hermosa china inclinándose para besar su mano y, acto seguido, da media vuelta y se pierde entre la concurrencia.

– ¿Conoce a este hombre? -El Kim ofrece un cigarrillo a Chen Jing, aparentando indiferencia-. Parece un tipo agradable.

– Quién no conoce a Omar en Shanghai -dice ella-. Pero le he tratado apenas un par de veces. Ha venido a saludarme y a interesarse por mi marido… ¿Por qué lo pregunta? ¿He corrido tal vez un serio peligro sin saberlo? -añade con una chispa irónica en los ojos.

En vez de enredarse en explicaciones, el Kim prefiere disculparse.

– Lo siento. Pero comprenda que, estando sola, cualquiera que se acerque a usted es para mí sospechoso…

– ¿Teme usted dejarme sola en medio de tanta gente, monsieur Franch?

– sonríe la joven china-. No debe usted preocuparse, estoy rodeada de amigos… Y ahora, ¿será tan amable de acercarse al bar y traerme una copa de champán?

El Kim le devuelve la sonrisa y le roza suavemente el codo con la mano.

– Será un placer acompañarla al bar y provocar la envidia de todos los hombres… Mire, ahí están Wong y Soo Lin con los Duprez.

– Pues vaya una diversión -Chen Jing suspira resignada-. Pero usted manda. Esta imprudente chinita jura solemnemente no alejarse ni un metro de su guardián… salvo si madame Duprez se empeña en contarme por enésima vez su famosa noche loca en París con Jean Gabin y la perrita Lulú.

– Es usted una mujer malvada -sonríe el Kim.

– ¿Lo cree de veras? Lo tomaré como un cumplido.

– ¿Y eso por qué?

– Porque siempre quise ser una mujer malvada.

En su recorrido habitual por los clubs nocturnos, Chen Jing no ha incluido ni una sola vez el Yellow Sky de Omar, de lo cual el Kim se alegra; desea conocer el refugio del ex nazi, pero naturalmente solo, en cuanto disponga de una noche libre.

La ocasión se presenta un domingo muy caluroso, poco antes de sentarse en la terraza de Chen Jing sobre el Bund, al comunicarle Deng que madame pide disculpas por no acompañarle en la cena: una fuerte jaqueca la ha obligado a acostarse y hoy no piensa salir, por lo que ruega a monsieur que disponga de la noche para sí mismo como mejor le parezca.

Después de cenar, servido ceremoniosamente por el criado chino, el Kim se hace llevar por un coolie al Yellow Sky Club, en Shantung Road. El local, muy concurrido, es grande y lujoso, decorado en amarillo y rojo, con una resplandeciente pista de baile y sala de juego. En la barra del bar el Kim pide un whisky y observa a la clientela, mientras la orquesta toca Siboney y algunas parejas bailan embelesadas. En todas las mesas alrededor de la pista hay una lamparita roja y una rosa amarilla de largo talle metida en un esbelto jarrón de cristal. Y también llama su atención, en una de las mesas al borde de la pista, una joven china muy elegante, de ojos rasgados y bonitas piernas, que está sola: vestida enteramente de rojo con un ceñido chipao de cuello alto y cortes laterales en la falda, se mira displicente las uñas de púrpura encendida y fuma un cigarrillo del mismo rojo color, sentada frente a un largo vaso de grosella. Tras ella, al fondo del local y alrededor de la ruleta, se oyen voces de júbilo, una suave explosión de alegría y de sorpresa.

Entonces ve a Omar al borde de la pista saludando de pie, sonriente y calmoso, a unos clientes sentados. El Kim puede ahora observarle mejor que en el Hotel Cathay y en Suzhou. De unos treinta y ocho o cuarenta años, el hombre que ahora se hace llamar Omar es muy alto, tiene afilada y aguileña la nariz, impertinente la mirada y, a pesar de la blanca sonrisa, un rictus amargo endurece su boca grande y bien dibujada. Sus modales son suaves y distinguidos. Al pasar junto a la china vestida de rojo, el apuesto Omar coge la rosa amarilla que adorna su mesa y la huele sonriendo a la muchacha, besa a ésta en la mejilla y se despide con una reverencia, llevándose la rosa cogida con ambas manos y dirigiéndose acto seguido, mientras consulta su reloj, hacia una pequeña puerta azul con adornos de laca y marfil situada a un extremo de la barra. La abre, se distinguen los primeros peldaños de una escalera iluminada, y Omar vuelve a cerrar la puerta tras él.

Piensa el Kim que no le ha visto, o que no ha querido verle, pero que sin duda sabe muy bien quién es; después de dejarse ver acompañando a Chen Jing en tantas recepciones y locales públicos de Shanghai, sus funciones de guardaespaldas no pueden haberle pasado por alto.

Transcurre media hora y en vista de que Omar no reaparece, el Kim pregunta al barman si el dueño volverá, pues desea hablar con él acerca de un importante negocio. El barman, un chino con triste cara de luna y lacios bigotes, le responde que el patrón se ha retirado a sus habitaciones ordenando que no se le moleste para nada. ¿Sus habitaciones?, dice el Kim, ¿es que el señor Omar vive aquí en el cabaret? Aquí mismo, monsieur, su apartamento está encima del club… Muy práctico, opina el Kim, aunque supongo que dispondrá de otra entrada desde la calle. Por supuesto, monsieur: en King Loong, un callejón trasero. Su vaso está vacío, monsieur, ¿desea otro whisky?

Se dispone a contestar cuando una voz artificiosamente cordial se le anticipa a su espalda:

– Tal vez monsieur prefiera compañía.

El Kim se vuelve despacio y ve a un chino gordito y sonriente con traje azul claro, camisa negra y corbata blanca.

– Prefiero el whisky -dice el Kim.

El barman le sirve mientras el desconocido insiste:

– Perdone que le moleste. ¿Es usted el honorable monsieur Franch?

– Sí.

– Du Yuesheng, mi jefe, desea hablar con usted y sería para él un gran honor que aceptara usted tomar una copa en su mesa.

– ¿Hablar de qué? -dice el Kim-. No le conozco.

– ¿Monsieur no ha oído hablar de Du Grandes-Oreilles?

– Algo he oído -impaciente el Kim-. Está bien. ¿Qué quiere?

Sin dejar de sonreír, el chino le hace una reverencia:

– Sígame, por favor.

Rodea la pista de baile y cruza la sala de juego, seguido de cerca por el Kim. Du Grandes-Oreilles está sentado en una mesa de espaldas a la pared, en una zona intermedia a la sala de juego y a otra barra muy concurrida. Lleva un traje blanco impoluto, sombrero blanco y corbata color salmón. Su mandíbula prominente, agresiva, contrasta con la quietud socarrona de los párpados pesados y la boca sin labios. Tiene entre las manos una copa de champán esmerilada de frío. Sus manos son como dos bolsas de agua caliente. Sentado junto a él, el ala del sombrero tapándole la mitad del rostro chato y taciturno, su guardaespaldas filipino deshoja lentamente la rosa amarilla que adornaba el centro de la mesa. El Kim sólo necesita echarle un vistazo para saber que se trata de un tufei profesional, un pistolero a sueldo. El mensajero se sienta al otro lado de su jefe y el Kim permanece de pie, con su vaso de whisky en la mano.