– Es un placer conocerle, monsieur Franch -dice Du Yuesheng-. ¿No quiere sentarse a la mesa de este humilde servidor? Parece usted cansado. Tal vez ha dormido poco últimamente…
– Tal vez.
– Tengo entendido que llegó usted a Shanghai invitado por monsieur Lévy y en uno de los barcos de su compañía naviera. -Sonríe pensativo Du
Grandes-Oreilles y prosigue-: Resulta un poco extraño, ¿no le parece? Podía usted venir tan cómodamente en avión…
– El avión me marea -dice el Kim.
– ¿De veras, monsieur?
– Puedo jurárselo.
– ¿Sabía usted que algunos cargueros de su honorable amigo monsieur Lévy trafican con armas para los comunistas que quieren apoderarse de Shanghai?
– No sé de qué me habla.
– Oh, cuánto lo siento. Tal vez me explico mal, mi francés es algo primario -dice el gángster chino bajando los ojos. El Kim intuye que detrás de su atildamiento, de sus maneras refinadas y de su piel fina y rosada se ocultan bastantes más años de los que aparenta-. Pero también lo es el suyo, monsieur. Porque usted no es francés, eso me han dicho.
– Le han dicho la verdad. Soy catalán y español, y créame si le digo que empiezo a estar harto de ser ambas cosas. Así que mi paciencia es escasa, especialmente ante un matón como usted disfrazado de vieja tortuga. ¿Qué quiere de mí?
Sin descomponer su sonrisa de porcelana, Du Yuesheng bebe un sorbo de champán y dice:
– No sea tan impulsivo, querido amigo. ¿Me permite una pregunta? ¿A qué ha venido a Shanghai?
– Si le digo que a comprarme un sombrero, como Shanghai Lily en 1932, no se lo va a creer.
– Tiene usted un curioso sentido del humor -sonríe Du Grandes-Oreilles-. Deberíamos entendernos. Vamos a ver… ¿Por qué mi honorable amigo no se sienta a mi mesa y acepta una copa de champán?
– Me gusta beber solo.
– Pasaremos por alto su falta de cortesía. De todos modos, quiero hacerle un favor.
– Veamos.
– He de sugerirle que se vaya usted de Shanghai.
– Eso ni lo sueñe.
– ¿Por qué no, monsieur? ¿Qué forma de hablar es ésa? -Du sonríe ampliamente-. Soñar es bueno. Se lo recomiendo.
– Nunca sueño despierto.
– No le creo. No estaría en Shanghai si no lo hiciera. Y bien, por lo menos ¿querrá usted cenar conmigo? Tenemos sopa de serpiente, raíces de loto y ju lai. ¿Sabe lo que es?
– Lengua de cerdo. No, gracias.
– Veo que ha hecho usted grandes progresos con mi lengua… En fin, ¿aceptaría usted un buen consejo, monsieur? -su tono es ya más crispado.
– No se moleste.
– En tal caso debo prevenirle: se va a meter en líos, monsieur.
– No suelo meterme en líos -dice el Kim fríamente-, pero si lo hago, sepa usted que voy hasta el final.
La orquesta toca ahora Amapola y, de repente, en los pliegues más vulnerables de la memoria, el Kim recupera por un instante a tu madre bailando en sus brazos muy despacio y como dormida, la cabeza recostada lánguidamente en su hombro: era su canción favorita y ella la tarareaba con frecuencia, una especie de abrigo contra la adversidad y los malos augurios. Mientras, Du Grandes-Oreilles observa atentamente la cara del Kim y con la voz suave añade:
– Le diré lo que va usted a hacer, monsieur Franch. Tomará usted un avión y regresará a Francia mañana mismo, vía Japón.
– Ya le he dicho que los aviones me marean.
– Entonces váyase en barco. Hay mil maneras de irse de Shanghai, monsieur, lo importante es que uno lo haga por su propio pie y no tengan que… empujarle -vuelve a sonreír y sus ojos se cierran casi del todo-. ¿Comprende?
– ¿Por qué ese interés en que me vaya, Du?
– Digamos que en Shanghai hay demasiados comunistas.
– ¿Es eso lo que piensa Omar?
– No sé lo que piensa este honorable caballero -dice Du, y su sonrisa se esfuma-. No es amigo mío.
– ¿De veras?
– Puede preguntárselo.
– Entonces, me informaron mal.
– En efecto -dice Du-. Y bien, monsieur, qué me responde. ¿Tendrá en cuenta mi consejo?
– Tengo otros planes. Y en ellos no entra perder mi tiempo con tipos como usted -dice el Kim. Y añade-: Jiax xì zhen zu.
Una expresión que en China se utiliza cuando alguien pretende engañarte mediante una comedia.
– Chang shou -le responde Du-. Larga vida, monsieur.
El Kim lanza una última mirada a los dos sujetos que custodian a Du Yuesheng, da media vuelta y vuelve a la barra cruzando la sala de juego y bordeando la pista de baile, saboreando los últimos compases de Amapola y el aroma errante e inmarcesible de los cabellos rubios de tu madre. Paga sus whiskis y abandona el Yellow Sky Club.
Decide volver a casa caminando y cuando llega son cerca de las dos y media. Chen Jing le dio tiempo atrás una llave, así que no necesita despertar a Deng, que ha dejado las luces del salón y de la terraza encendidas, como cada noche. En su cuarto, mientras se desnuda, el Kim piensa en Du Grandes-Oreilles: ¿qué había detrás de su amenaza? ¿Qué intereses servía, y de quién?
Hace mucho calor y antes de acostarse se mete bajo la ducha, luego cruza el salón enfundado en un albornoz y sale a la terraza a fumarse un cigarrillo. Oye ruido a su espalda y al volverse está Deng, respetuoso y mudo, indeciso durante unos segundos.
– ¿Monsieur necesita algo…? -dice finalmente el fiel criado.
El Kim le observa atentamente. Le pregunta por la señora, y Deng baja los ojos y dice que duerme desde que monsieur se fue.
– ¿Ha cenado? -pregunta el Kim.
– No, monsieur, no ha querido comer nada.
Deng mantiene la vista en el suelo, pensativo. Parece querer añadir algo, pero finalmente se retira.
El Kim duerme mal y se levanta al amanecer. Desde la ventana ve surgir del mar un inmenso sol rojo. Después de tomar un té en la cocina, cree que anoche olvidó los cigarrillos en la terraza y va a buscarlos, pero no están allí; vuelve a su cuarto y tampoco los encuentra. En este ir y venir cruza cuatro veces el amplio salón y, cada vez que lo hace, se para unos segundos mirando todo a su alrededor: los mullidos divanes y los cojines de seda, el piano de cola, la gran vitrina con abanicos y figuras de jade y de cristal, las plantas de lustrosas hojas verdes y los altos cortinajes; y lo hace con el vago presentimiento de una presencia nueva, una emoción furtiva agazapada allí cerca y que aún no acierta a detectar, la viva sensación de hallarse ante algo que antes no estaba en el salón. El piano está abierto y su teclado al descubierto, mudo y a la vez tan elocuente que parece querer anunciarlo…
El Kim siente que el corazón le avisa antes que la mente. Aún no ha advertido el objeto de su inquietud, pero intuye que ahora sí captará la señal, acaso porque esta vez es algo más que una señal o un aviso de peligro, es la expresión de un sentimiento y ahí está, sobre el piano precisamente: la rosa amarilla de largo talle que anoche, cuando él llegó, no estaba allí, y que ahora, un poco desmayada, a punto ya de rendir aquella lozanía y aquel vivísimo color de la víspera exhibidos en una mesa del Yellow Sky Club, se inclina en una esbelta copa de cristal como si quisiera mirarse en la pulida superficie del piano de cola, dejando caer su último aroma y su misterio.
4
La noche y el perfume de la rosa habían penetrado en la galería sin darnos cuenta y me levanté para encender la luz. No era la rosa azul del olvido, muchachos, ojalá lo hubiera sido; era la rosa amarilla del desencanto… y aquí Forcat interrumpió su relato como si la luz eléctrica hubiese cortado bruscamente el hilo de sus recuerdos y se levantó del borde de la cama, dio algunos pasos de un lado a otro cabizbajo y con su aire fumanchunesco, las manos ocultas en las mangas y pegadas al vientre, luego acarició la cabeza de Susana y salió al jardín.
Volvió al cabo de un rato, pero antes de entrar, desde la puerta y con las manos a la espalda, me ordenó que apagara la luz. Lo hice y entonces entró con las manos en alto, mostrando las palmas completamente manchadas de luz, brillando colgadas en la oscuridad como si pertenecieran a otra persona.
– ¡Yo también quiero! -dijo Susana entusiasmada-. ¡Yo también!
– Abre la mano. -Forcat depositó cuidadosamente en su mano tres gusanos de luz-. ¿Quieres ser un fantasma en la oscuridad? Frótalos muy suavemente en tu cara, así, y por un ratito serás un fantasma.