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– Eh, chavales. -En su fiambrera se veía una masa pejuntosa de arroz hervido-. Hacedme el favor, acercaros uno de vosotros al bar a por un pellizco de sal, hombre. Que no sé en qué estaría pensando hoy la parienta, pero esto no hay quien se lo coma… Anda, chico, tú mismo.

Juan echó a correr hacia el bar. Su hermano y yo le esperamos sin movernos de allí, viendo comer al otro peón y al capataz; éste, potaje de garbanzos con bacalao; el otro, lentejas con tocino. Masticaban deprisa y con semblante aburrido, y el capataz nos miró una sola vez, pero fue como si no nos viera; tenía ojos de agua y los párpados enfermos, y con la mano yerta, sin mirar lo que hacía, tanteó la botella de vino que su compañero le ofrecía. Desde la zanja llegaba hasta nuestras narices un suave olor a mierda de gato. Juan volvió corriendo con un puñado de sal en un trozo de papel y el peón rapado le dio las gracias. Entonces Finito, como si hubiera estado esperando este momento, se atrevió a preguntarle por qué no terminaban de cavar la zanja y por qué no buscaban el escape de gas.

– ¿Quién te ha dicho que hay un escape de gas? -gruñó el hombre esparciendo la sal en el arroz.

– Todo el mundo lo sabe -dijo Finito.

– ¿Ah sí? Se ve que sois muy listos en esta plaza. Lo único que hemos encontrado es una calavera.

– ¿Una calavera?

– Eso he dicho. -El hombre de cabeza rapada cambió una mirada con sus compañeros y añadió-: Una calavera y algunos huesos. Y por eso hemos parado de cavar, de momento. Tiene que venir alguien a mirar eso, un catedrático… Debajo de esta plaza hay un cementerio lleno de muertos, chaval. Cientos, miles de muertos. Son huesos antiguos de gran valor, huesos muy importantes, ¿comprendes? Que digan aquí mis colegas si miento.

– No miente, no -dijo el más joven.

– ¿Y dónde está la calavera? -preguntó Finito-. ¿Podemos verla?

– Claro que no. La están estudiando.

No tragamos, por supuesto. Podía ser una broma y esperábamos la risotada de un momento a otro, pero siguieron comiendo como si tal cosa, rascando con sus cucharas el fondo de las fiambreras y trasegando vino.

– Y por eso -prosiguió el peón de la cabeza pelona- creéis oler el gas. No hay ninguna fuga de gas. Ese pestucio es el que sueltan los huesos de los muertos cuando se juntan muchos. También echan al aire una luz verde como de fósforo, yo la he visto a veces en los cementerios, de noche… El olor se parece mucho al del gas, mismamente es un gas, el gas de los difuntos. Por mi madre que sí.

No dijimos nada. Esa patraña confirmaba nuestras sospechas; estaban allí para otra cosa, la obra no era más que una tramoya. Yo miraba con ansiedad la fosa y el portal y entonces noté los ojos de agua del capataz clavados en mí.

– ¿Qué te preocupa, muchacho? -murmuró con una voz rota.

– ¿A mí? Nada.

Me miró en silencio con sus ojos tristes y fatigados, un buen rato, y finalmente dijo:

– ¿Tienes miedo?

– ¿Yo? De qué.

De nuevo guardó silencio, y era como si renunciara a hacerse entender, no sólo conmigo, sino también consigo mismo. Lo percibí en sus ojos y en su voz:

– Anda, vete a casa. Tu madre te estará esperando para comer. Y vosotros también. Largo de aquí.

No me dolieron sus palabras, sino sus ojos anegados. Dejó de mirarnos y se quedó pensativo y cabeceó un poco con una mezcla de autoconmiseración y de impotencia, y masculló con voz casi inaudible mierda puta sin que pudiera uno saber a quién se dirigía ni qué ofensa pasada o futura evocaba o presentía. Un gato negro se encaramó al montículo junto a la zanja para husmear los grumos oscuros de tierra, y las ruedas de un tranvía girando frente al cine chirriaron en las vías y dentro de mi cabeza. Recuerdo todavía los ojos de aquel hombre y la jodida sensación de negligencia y confusión que me invadió, como cuando me saluda muy amistosamente un conocido cuyo nombre y afecto por mí he olvidado.

Nos fuimos para casa y convinimos que, de todos modos, aun pareciendo inofensivos vistos de cerca, aquellos tipos escondían sus intenciones, cualesquiera que fuesen. Y acordamos juntarnos en la plaza después de comer para seguir espiando sus movimientos.

A media tarde se levantó viento, soplaba a rachas y era húmedo, arremolinó las hojas amarillas contra el costado del quiosco y las sepultó en la zanja, y yo me puse a pensar en los hombres encogidos y mudos que se frotaban las manos a mi lado tras los cristales de la taberna, en tantas tabernas del barrio y de la ciudad a esta hora, hombres oscuros y retraídos que bebían de pie mirando la calle o junto al mostrador o arrimados a los toneles de vino como si la vida les hubiera acorralado allí, sobre una sucia alfombra de serrín y escupitajos. Y más tarde llegaron Finito y Juan y estábamos mirando una paloma que aleteaba inmóvil sobre la fuente de la plaza, como suspendida de un hilo invisible, cuando, inesperadamente, Nandu Forcat apareció en el portal de su casa, al borde de la zanja, con una gabardina gris echada sobre los hombros, gafas oscuras y un cigarrillo sin encender en los labios. Lucía una vistosa corbata, de un fulgor anaranjado y malva, y era un hombre alto, cargado de hombros y de barbilla prominente. Miró durante unos segundos el quiosco y la parada de tranvías y, todavía inmóvil, encendió el cigarrillo con un mechero, y en ese momento yo no pensé que la llama podía hacer volar la plaza entera, sino en los tres hombres que estaban sentados en un banco pasándose, una vez más, la botella de vino. El capataz le vio en el acto, pero no hizo el menor movimiento ni alertó a sus compañeros.

Antes de disponerse a salir pisando las tablas, Forcat miró el fondo de la zanja que se abría ante él, vio seguramente el amasijo de tubos y cables eléctricos retorcidos y roídos por la humedad, vio las hojas muertas y la mandarina podrida, y luego abarcó con una lenta mirada circular la plaza macilenta y tranquila que se abría ante él, sin fijarse ni un segundo en los tres hombres sentados en el banco; sus ojos escudados en las gafas negras se demoraron solamente en un punto del vacío, en no sabíamos qué, en la derrota de su vida tal vez, en algo que más tenía que ver con su sombrío corazón que con lo que podía verse ahora en torno al quiosco y la parada de tranvías bajo un cielo plomizo, esa luz sobresaltada del atardecer y la gente transitando como sombras furtivas, los niños con sus gruesas bufandas y sus rodillas moradas de frío correteando de la churrería a la fuente y dos o tres palomas que picoteaban en el charco.

Por más que no dejamos de observarle en su inmovilidad un poco envarada, por mucho que nos fijamos en sus manos largas y oscuras y en su boca tensa, no pudimos captar ninguna señal que estableciera una alianza entre muerte y escenario, ningún gesto que delatara fugazmente su conciencia cercada y condenada. Parecía, eso sí, un poco al acecho y en tensión, pero era más bien un efecto de sus hombros alzados y felinos. Dispuesto por fin a traspasar el umbral de nadie sabía qué, le dio un par de caladas al cigarrillo pero luego, inesperadamente, lo arrojó a la zanja, dio media vuelta y le vimos desaparecer al fondo del zaguán.

Dos días después, los obreros echaron paladas de tierra a la zanja y la cubrieron con las mismas gastadas baldosas, cargaron las herramientas y las vallas en una furgoneta y se fueron para siempre. Entonces advertimos algo que se nos había pasado por alto: durante todo el tiempo que la acera permaneció desventrada, mostrando las tuberías herrumbrosas y los cables despellejados, ningún olor especialmente tóxico se percibió en el entorno, como no fuera el suave tufillo a mierda de gato que exhalaba la tierra removida. Pero una vez cubierta la zanja y sus podridas entrañas, el olor a gas volvió a emponzoñar el aire frente al portal número 8, y no sólo allí; la fétida atmósfera parecía expandirse cada día más y más, y llegó un momento, acaso porque se te había pegado a las ropas y a la piel, que podías detectar el jodido olor en calles distantes de la plaza e incluso más lejos, en barriadas remotas.

3

También Forcat, después de permanecer unos días junto a su madre enferma, se iría de casa y del barrio y no volveríamos a verle hasta la primavera siguiente y en circunstancias aún más extrañas. Su partida fue tan discreta e inesperada como su llegada. Se comentó que nada le retenía aquí, salvo enterrar a su anciana madre cuando llegara el momento.

Poco tiempo después alguien dijo haberle visto fregando vasos detrás del mostrador de una taberna de la Barceloneta, propiedad de su otra hermana casada, pero eso parecía improbable porque llegaban otra vez cartas suyas desde Francia, según reveló el cartero en el bar, lo que suponía que había regresado nuevamente a Toulouse.

Más o menos por estas fechas, a primeros de año, los hermanos Chacón dejaron de frecuentar la plaza y ocasionalmente se les veía tirados en la acera frente al Colegio del Divino Maestro, en una esquina de la calle Escorial, exponiendo su mercancía de tebeos y novelas de segunda mano. Tres meses después, un sábado, los vi parados en el umbral de una tienda de legumbres cocidas de la calle Providencia. Barricas llenas de olorosas aceitunas invadían la acera y los Chacón las miraban y olfateaban con las manos en los bolsillos. Más sucios y desastrados que antes y más espigados, eran todo ojos y roña y parecían hallarse en tensión ante la presa. En la tienda, media docena de mujeres hacía cola para adquirir garbanzos y lentejas cocidas. Me acerqué a los Chacón por la espalda con ánimo de sorprenderles, pero al poner la mano en el hombro de Finito, éste se volvió hacia mí muy despacio con los ojos en blanco y, repentinamente sacudido por unos temblores muy fuertes, lanzó un grito y se desplomó sobre la acera, donde empezó a patalear y a soltar espumarajos verdes por la boca. Su hermano Juan se abalanzó a sujetarle la cabeza pidiendo ayuda y llorando. Se pararon algunos transeúntes, las mujeres salieron de la tienda y un corro de vecinos rodeó a los dos hermanos, pero nadie sabía qué hacer. De la garganta de Finito salían unos estertores espantosos que yo sólo había oído en el cine, su boca no paraba de segregar aquella espuma verde y asquerosa y las mujeres le compadecían y se lamentaban del abandono que sufren algunos niños, del hambre y la miseria de esos pobres charnegos que viven en barracas… Me quedé un rato paralizado por el estupor y el miedo, luego me invadió una gran tristeza al ver a mi amigo retorciéndose como si estuviera poseído por el demonio, y también me lancé al suelo para sujetarle y llamarle para que saliera de aquel pozo negro: «¡Serafín, Finito, qué te pasa!», y estaba abrazando sus piernas enloquecidas cuando, siempre sin dejar de aullar y babear, me guiñó el ojo, el muy cabrito…