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– Con el tiempo, sí señor, eso espero -cabeceó sumiso el capitán-. Vamos haciendo lo que podemos, sí señor. Con el tiempo. No se olvide: todo recto hasta Sant Boi. No tiene pérdida.

– Oye, tienes bastante salero, abuelo. Antes de irme quiero que me hagas otro favor -miró al capitán con ojos burlones y conmiserativos-. De verdad que me has caído bien, imbécil. A ver, repite conmigo: dieciséis jueces comen hígado… ¿Cómo es eso? Dilo muy rápido.

– Es un verso patriótico de Joan Maragall.

– No lo sabía. Vamos, recítalo.

– Pierde mucho con la traducción. Se refiere a un hombre que colgaron por el cuello en la montaña de Montserrat, ya sabe, donde está la Morenita…

El hombre se impacientaba, riéndose. El motor del coche arrancó por fin.

– ¡Me lo traduces, venga, payaso!

– Sí, señor, a la orden. Dieciséis jueces comen hígado de un ahorcado. Tiene otro que también es muy bueno, el poeta Maragalclass="underline" elástics blaus suats fan fástic. Está dedicado al glorioso ejército alemán.

– Tradúcelo al cristiano, mamón.

– Tirantes azules sudados fant… tásticos.

– Eres un tipo divertido, para ser catalán. Hala, que te den muy mucho por el saco, viejo chocho.

Soltó una risa asmática, soltó también el pie del freno y el coche arrancó bruscamente. Antes de verle abandonar la calle de la Legalidad y doblar la esquina, el capitán tiró de mi mano y nos escabullimos en dirección contraria. «Le hemos enviado al quinto coño», dijo.

La cartera contenía ciento cincuenta pesetas. El capitán me dio las cincuenta, prohibiéndome gastarlas en el cine y en los billares. «Te compras más papel de barba para dibujar», dijo, «y el resto para tu madre, que buena falta le hace».

Por la noche se lo conté a mi madre y ella se compadeció del capitán, me dijo que rogaría a la Virgen para que le concediera al viejo buena salud, claridad de ideas y muchos años de vida; y que no estaba bien lo que habíamos hecho. Enviar aquel pobre hombre tan lejos, qué barbaridad. Pero las pesetas bien que se las quedó.

CAPÍTULO SÉPTIMO

1

Me reconcomía el recuerdo de las luciérnagas restregadas en su piel y la mancha de carmín en sus dientes, la flor venenosa de su boca abriéndose aquel día que se hizo la muerta, y sentía crecer dentro de mí un sentimiento de vergüenza y de tristeza. Dos semanas después se presentó la ocasión de hacerme perdonar.

No serían más de cinco o seis los domingos que Forcat salió de la torre aquel verano, siempre en compañía de la señora Anita y siempre, salvo la primera vez, por la mañana; en las otras salidas iba solo y traía cosas de comer. Si era domingo solían ir juntos a la sesión matinal del cine Roxy y en varias ocasiones, entre semana, a los Baños Orientales en la playa de la Barceloneta. Volvían con una sandía y un kilo o dos de mejillones o tellerines y Forcat hacía mahonesa y luego entraba muy solemne y ceremonioso en la galería presentando a Susana una gran fuente de mejillones al vapor, y entonces Susana llamaba a los Chacón a través del jardín y comíamos todos alrededor de la cama.

Ya nunca más su madre volvió a dejarla sola en casa, Forcat no lo consentía. Me avisaban de sus salidas la víspera y me quedaba haciéndole compañía, no sin antes decírselo al capitán Blay.

Un domingo que estábamos solos, después de romper una vez más mi dibujo porque no le gustaba, Susana se arrodilló en la cama y propuso una visita de inspección al dormitorio del huésped.

– No deberías ir descalza -le dije mientras subíamos al primer piso por la escalera de caracol.

El cuarto de Forcat era estrecho y oscuro, y mostraba una limpieza y un orden escrupuloso. Él mismo se hacía la cama y fregaba el pequeño cuarto de baño, cuya puerta estaba abierta. En la mesilla de noche había un vaso de agua cubierto con un platillo de café, aspirinas, un cenicero limpio y una cajetilla de Ideales. Nunca habíamos visto a Forcat fumando en la torre, ni siquiera en el jardín, y mucho menos en la galería y delante de Susana. La vieja maleta de cartón estaba debajo de la cama.

– ¿La abrimos, a ver qué hay dentro? -dijo Susana.

Tiré del asa de la maleta y Susana, arrodillada a mi lado, la abrió liberando un aroma festivo y silvestre, el olor inconfundible de las manos de Forcat. Dentro había una mezcla de recortes de diarios franceses, mapas y folletos de agencias de viajes, cancioneros de cinco céntimos, un manoseado libro sin cubiertas titulado La conquista del pan, fundas de discos extranjeros con canciones en inglés y francés y, en un rincón de la maleta, envuelto en un viejo jersey negro que a su vez envolvía una limpísima gamuza amarilla, apareció un revólver pequeño de cañón corto, sin brillo y tan nuevo que no parecía de verdad.

– Es de juguete -dijo Susana.

– Qué va -lo sopesé en mi mano-. ¿Estará cargado?

Susana me lo quitó, lo envolvió apresuradamente en la gamuza y en el jersey y lo depositó nuevamente en la maleta, pasando a examinar los recortes de periódicos. La mayoría eran noticias fechadas en París y en Shanghai, todas en francés, y había una foto de un ciclista narigudo, Fausto Coppi, coronando un puerto de montaña emborronado por la ventisca con dos tubolares cruzados sobre el pecho y la cara enfangada, como un fantasma en medio de la niebla. Debajo de una bufanda apolillada encontramos un pasaporte con la foto de Forcat, pero expedido a nombre de José Carbó Balaguer, y dentro del pasaporte, un papel doblado con una anotación del Kim y con su firma, y que decía: «Debo a mi amigo F. Forcat la asombrosa cantidad de ciento cincuenta francos (150 F), una copa de coñac y una patada en el culo por prestar dinero a un sinvergüenza como yo: Joaquim Franch. Toulouse, mayo 1941». Había también un viejo plumier manchado de tinta conteniendo algunas monedas extranjeras y un billete del Metro de París. Ninguna carta, ninguna foto, salvo la del esforzado ciclista… Nos quedamos decepcionados y algo confusos. ¿No había dicho Forcat que jamás empuñó un revólver? ¿Ése era el equipaje de un hombre que había viajado por medio mundo, un hombre culto y estudioso? ¡Forcat el aventurero transatlántico!, según lo calificó el capitán Blay. Pues sólo llevaba un libro y además parecía del año de la nana.

Lo que más nos llamó la atención fueron tres botellines de vermut arrinconados en la maleta, con tapones de corcho y llenos de un líquido turbio, ligeramente verdoso. Susana destapó un botellín y olimos su contenido juntando las mejillas, y entonces el cálido aroma de sus cabellos y su aliento febril se mezcló con el olor singular de las manos de Forcat.

– ¿Qué será eso? -dijo Susana con un mohín de repugnancia, y rápidamente volvió a tapar el botellín. Dejándome llevar por un repentino impulso, yo había rodeado su cintura con mi brazo, y cuando ella giró la cara para mirarme, reparó en algo detrás de mí que antes no había visto y le cambió la expresión: la puerta abierta del cuarto de baño dejaba ver, colgada en la pared, la bata malva con ribetes de marabú junto al quimono negro y el pijama de Forcat.

Permaneció unos segundos inmóvil mirando la bata de su madre.

– Deja eso y vámonos -le dije por los botellines, uno de los cuales seguía en su mano-. No tardarán en volver y nos van a pillar…

– Y qué -dijo-. Me da igual.

Entonces, cuando ya había reaccionado y removía el fondo de la maleta para dejar el botellín junto a los otros dos, lanzó un gemido y retiró bruscamente la mano como si se la hubiera picado un bicho escondido allí dentro. La sangre brotaba roja y espesa de la yema del dedo meñique.

– Chúpate la herida -le dije mientras examinaba el fondo de la maleta. Encontré una cuchilla de afeitar que se había salido de su funda-. Mira, ha sido eso. Te pondré alcohol.

– Para qué. Ojalá me muera desangrada de una vez -dijo Susana apretándose el dedo como si quisiera exprimirlo-. Ojalá.

– No digas eso. -Envolví el dedo provisionalmente con el borde de su camisón, seguíamos los dos arrodillados en el suelo junto a la cama y sus ojos buscaron de nuevo la bata malva de su madre en el cuarto de baño. La sangre traspasaba la tela del camisón y cogí su mano, destapé el dedo, lo llevé a mi boca sin darle tiempo a reaccionar y chupé. Fue sólo un momento: me miró sorprendida y, mientras yo chupaba, los otros cuatro dedos de su mano temblorosa y ardiente rozaban levemente mi mejilla de arriba abajo en un gesto que yo quise interpretar como una caricia. El miedo al contagio y la misma emoción me hizo cerrar los ojos, pero la sangre pegajosa empezó a apoderarse cálidamente de mi paladar y de mi cerebro: no me importaba morir tuberculoso mientras ella me mirara de aquel modo y sus dedos quemantes se deslizaran por mi piel. Pero enseguida apartó la mano y dijo:

– ¿Qué haces, niño? ¿Quieres contagiarte?

– No me importa.

– Embustero.

– Te lo juro.

– Pues a mí sí que me importa… -Se levantó y salió precipitadamente del dormitorio. Yo cerré la maleta, la empujé debajo de la cama y seguí a Susana escaleras abajo mientras sentía diluirse en mi boca su sangre caliente y dulce, la fiebre benigna del deseo, su necesidad de ternura y mis propios terrores y aprensiones.