– ¿Este caballero tan elegante no es el célebre Omar?
– Precisamente -dice Charlie Wong-acaba de entrar ahí buscando sin duda uno de esos agradables entretenimientos que acabo de sugerirle, querido amigo.
– ¿Uno de los burdeles que él regenta?
– No. Es un fumadero de opio, aunque también…
– Espere -lo interrumpe el Kim parándose otra vez en la acera-. ¿Usted y este hombre se tratan?
– Pues… ocasionalmente -sonríe Wong con picardía-. Es una excelente persona y útil en muchos sentidos.
– ¿El local es suyo?
– Creo que sí. ¿Quiere que entremos a echar un vistazo?
– Me gustaría conocer a Omar. ¿Puede usted presentarnos?
– Por supuesto -dice Wong.
El fumadero de opio es una especie de colmena alumbrada con velas de colores en la que todo, divanes y biombos laqueados, pipas y bandejas con servicios de té, sirvientes moviéndose con sigilo y fumadores recostados, parece flotar en medio de una atmósfera turbia y perfumada que acaricia las sienes y los párpados como los dedos cálidos y sabios de una mujer. Un chino viejo les recibe ofreciéndoles acomodo y una pipa, pero Wong le dice que antes desean hablar con el señor Omar y que luego tal vez les apetezca un té… Mientras, el Kim se adelanta. Algunos clientes, echados sobre arpilleras de costado o con las manos en la nuca, gozan de un sueño profundo, otros toman té o tazas de vino caliente.
Omar Meiningen se recuesta sobre un codo en su diván, la mano en la mejilla y observando aparentemente aburrido cómo una joven china arrodillada a sus pies le prepara una pipa y la calienta en la llama de la vela.
Wong alcanza al Kim y lo presenta a Omar, que le tiende la mano cortésmente, pero sin incorporarse.
– Si desean algún servicio especial -dice Omar mirando a Wong-, no tienen más que pedirlo…
– Es usted muy amable -dice el Kim-. Sólo quería saludarle. Me han dicho que nunca se llega a conocer Shanghai si no se conoce a herr Meiningen.
– También yo tenía ganas de conocerle, señor Franch -Omar sorprende al Kim hablando un español más que correcto-. Como ve, hablo su idioma.
– Sé que vivió usted en Sudamérica unos años.
– Cierto. ¿Y qué más sabe usted de mí, señor? -sonríe el alemán-. ¿Sabe usted, por ejemplo, que le envidio? Es usted el hombre del día, o mejor dicho, de la noche. Desde que llegó a Shanghai se le ve en todas partes acompañando a la señora Chen Jing Fang. No me dirá que esto no es un raro privilegio, un regalo de la diosa fortuna.
– La verdad es que no merezco tanta suerte -dice el Kim devolviéndole la sonrisa-. Simplemente hay una antigua amistad con su marido. Le supongo a usted enterado.
Omar le mira fijamente unos segundos y luego coge la pipa que le ofrece la joven china con ambas manos.
– En ese caso -dice sin mirarle-, nuestro amigo Lévy es un hombre doblemente afortunado. A propósito, Wong, ¿cuándo iremos a Hangzhou a cazar patos?
– Cuando usted quiera -dice Wong.
– ¿Le gusta la caza, señor Franch?
– El pato no es mi debilidad -dice el Kim, y observa el refinamiento y la parsimonia de las manos del alemán manejando la pipa de opio-. Aunque, a la hora de cazar, me da igual. Creo que hay un proverbio chino que dice: No importa que el gato sea negro o blanco, lo que importa es que cace al canario.
Omar se acomoda en el diván y sonríe levemente:
– No es un canario lo que caza ese gato del proverbio, señor Franch, sino un ratón. Un vulgar ratón. Y ahora, señores, me van a disculpar… Espero verle alguna noche en mi club, señor Franch, tendré sumo gusto en invitarle a unas copas.
– No faltaré.
Después de cinco días con sus noches sin moverse de casa, un viernes muy caluroso, al acabar de cenar, Chen Jing decide ir al cine Metropol y el Kim la acompaña. Ven una película china rodada en Shanghai con actores chinos y titulada Spring River flows East, algo así como el río de la primavera fluye hacia el este. El Kim no entendió nada de lo que pasaba en la pantalla, pero fue sensible a la armonía de las miradas y a cierto perfume de los sentimientos. Al salir del cine, ella sugiere tomar algo en el Silk Hat, el elegante club nocturno donde se puede bailar bajo las estrellas y donde espera encontrar a Soo Lin con su marido y otros amigos.
Media hora después, mientras Chen Jing se instala en una mesa del Silk Hat con la mujer de Wong y rodeada de admiradores incondicionales, un amigo del grupo conduce al Kim a la barra y le presenta a un ingeniero español que lleva doce años en China trabajando para una firma inglesa de tejidos de algodón con fábricas en Hong Kong y en Shanghai. Se llama Esteban Climent Comas, es un hombre simpático y robusto, tiene la misma edad que el Kim y la sorpresa que ambos se llevan al ser presentados es mayúscula: habían estudiado los dos en la Escuela de Ingenieros Textiles de Terrassa y pertenecían a la misma promoción. El Kim quiere celebrar este encuentro y lo invita a una copa, Climent bebe martinis y anda ya por el tercero, él pide un whisky con soda y evocan los tiempos de la Escuela, luego el Kim comenta su amistad con Michel Lévy y sus expectativas de trabajo en Shanghai.
Chen Jing, sentada con sus amigos en una mesa próxima a la barra, atrae las miradas de Climent.
– Qué mujer tan extraordinaria, y qué temperamento -dice admirado-. ¿Sabías que a los dieciséis años fue violada por los japoneses y recluida en un prostíbulo de Suzhou para disfrute exclusivo de la tropa? Cuando la conocí, hace dos años, estaba loca por un capitán mercante que ahora trabaja para su marido…
– El capitán Su Tzu -dice el Kim-. Su barco me trajo a Shanghai.
– Una extraña historia. Tu amigo Lévy la arrancó literalmente de los brazos de ese marino y se casó con ella. Siempre me he preguntado cómo diablos lo consiguió.
Media hora después, Chen Jing se acerca a la barra y sugiere al Kim que, puesto que ésta es una noche especial para él, ya que ha encontrado a un compatriota y lo está pasando tan bien, ¿por qué no se queda el tiempo que quiera y deja que ella se vaya con los Wong en su coche…?
Antes de que termine de hablar, el Kim ya ha detectado la chispa equívoca en sus ojos color miel y rápidamente toma una decisión:
– ¿Quiere irse ahora?
– Sí, estoy cansada -dice Chen Jing-. Charlie me deja en la puerta de casa.
– Prométame que se irá directamente a la cama.
– Se lo prometo -sonríe con un mohín de resignación mirando al amigo del Kim-. El señor Franch cree que la conducta de esta pobre china solitaria y aburrida no es propia de una mujer prudente… ¡Es peor que un marido celoso!
Se despide riendo y poco después abandona el cabaret en compañía de Charlie Wong y Soo Lin. El Kim pide al barman el segundo whisky y otro martini, enciende el cigarrillo de Climent y el suyo y consulta el reloj: necesita dejar pasar un par de horas antes de actuar.
Esteban Climent, que parece bastante enterado de la vida social de los extranjeros en Shanghai, le hace un resumen de su aventura personaclass="underline" en 1933 dejó su puesto en la fábrica textil de su padre en Sabadell y se fue a Inglaterra contratado por una firma de Manchester interesada en un tipo de lanzadera que él había innovado, y los ingleses no tardaron en enviarlo a Extremo Oriente para renovar los telares de sus empresas; primero estuvo en Japón y luego en Hong Kong, y en agosto de 1937, cuando los japoneses bombardearon Shanghai, él iniciaba las gestiones para instalarse aquí. Estaba en el Peace Hotel y aún recuerda que la orquesta tocaba La cucaracha cuando cayeron las primeras bombas… Eran tiempos difíciles, pero amigo mío, dice, los que vienen ahora no son mejores: cuando las tropas comunistas del general Chen Yi tengan paso libre hasta el Yang-tsê y se desplieguen a lo largo del río, la China nacionalista habrá perdido la guerra en el norte, y aunque la batalla final tarde en llegar, se ve venir el fin de las concesiones. Los capitostes extranjeros de Shanghai han empezado a temblar…
– Mira a tu alrededor -prosigue Climent-, mira a toda esa gente que se divierte alocadamente hasta la madrugada, esos tipos que deambulan a la luz de la luna empapados en champán y en cócteles explosivos, mira esa pista de baile abarrotada de americanos y europeos que no paran de dar vueltas y más vueltas y de beber como esponjas para no pensar en todo lo que van a perder si Dios y Chang Kai-shek no lo remedian. Fíjate, hay aquí yanquis y franceses que han navegado en sus fabulosos yates por el río Yang-tsê llevando como invitado a T. V. Soong, el banquero más importante de Asia y hermano de madame Chang Kai-shek… De nada les servirá. Mírales bien, amigo Franch, contempla estas elegantes parejas que bailan embelesadas, cegatas y orgullosas en su nube de ensueño, es un espectáculo único y maravilloso que probablemente jamás volverá a verse en Shanghai.
– Un poco mareante -opina el Kim con una sonrisa.
Pero merece la pena verse. Bajo la cegadora luz de los focos, la pista de baile es una convulsa llamarada. Al frente de la orquesta, la hermosa y frágil vocalista china canta Goodbye Little Dream, Goodbye con lánguida voz de niña constipada. Indiferente al principio, luego cada vez más fascinado, los ojos escudados tras el humo del cigarrillo, el Kim deja vagar la mirada por esa irreal y radiante escenografía, el jardín iluminado bajo la noche estrellada y sofocante, la áspera fragancia de los setos ardiendo, lanzando dardos de plata al cielo, las parejas enlazadas por el talle que se besan caminando lentamente a contraluz y los solitarios y elegantes caballeros varados en el césped con su esmoquin blanco y el vaso en la mano, aturdidos un instante en medio de la rasante luz de plomo, quietos como estatuas de yeso meditando su abandono en un paraje olvidado. Pero la mirada del Kim no es indulgente, su retina apenas se deja impresionar: ese enmarañado esplendor, esa luz y esa música enmascaran la consabida historia de siempre, la reiterada crónica de dejaciones, renuncias y adioses. Nada había en todo eso que él no hubiese ya visto aquí con nosotros antes de la guerra, nada absolutamente que mereciera ser preservado del vendaval revolucionario que se avecinaba, salvo el amor y la amistad y las eternas verdades del corazón. Y por un breve instante, también ahora le fue dado vislumbrar al Kim un futuro arrasado, un mundo póstumo. Trozos de cristal de un vaso roto, o tal vez cubitos de hielo fundiéndose, brillan entre la hierba como pequeñas estrellas abatidas.