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Al entierro acudieron algunos pálidos espectros que yo conocía muy bien, sombras tabernarias y astrosas, aquellos mudos interlocutores del capitán que habían aguantado estoicamente sus peroratas trasegando un vino áspero arrimados a los mostradores y a los viejos toneles de tantas bodegas de Gracia, La Salud y el Guinardó. También a Forcat se le vio en la iglesia, acompañando a la señora Anita, y allí estaban también los hermanos Chacón y algunos vecinos de doña Conxa, asistida por mi madre. Un callista extremeño que mi madre conocía del hospital, un tal Braulio, al que ella ya había invitado a cenar en casa alguna vez, se ocupó de los trámites en el Clínico y en la funeraria y además atendió a doña Conxa en todo momento; mi madre se lo agradeció mucho y desde ese día le demostró un especial afecto.

Una noche al llegar a casa mi madre no estaba y encontré junto a la cena una nota en la que me decía que estaba en el cine Roxy con Braulio y con Charles Boyer, y me reí de la ocurrencia, pero no estoy seguro de haberme alegrado. En esa época me irritaba un poco la tendencia de mi madre a despojar de sentido el pasado y el futuro, sustituyéndolo por el afán del día, un sentimiento religioso cada vez más acusado y el calor ocasional de algunas amistades del barrio o de ese mismo Braulio. Encendí la radio, me senté a cenar y me acordé del capitán Blay encogido sobre el bordillo de la acera en la calle Laurel, el viento meciendo su albo penacho sobre la cabeza rendida, y me dije que tal vez en el último momento tuvo la suerte de pensar, aunque sólo fuera durante un segundo fugaz, no en su casa que había sido una cárcel ni en su paciente y atrafagada Conxa, y tampoco en los hijos muertos que en su recurrente quimera junto a las brumas del Ebro nunca se acababan de caer ni de morir, sino en lo único que de verdad poseía y reconocía como inequívocamente suyo, la sobada carpeta que esperaba recuperar y que él creía testimonio elocuente contra la infamia y la dejación, y que, en el fondo, no era más que un extravío de su cólera, un quebranto de la memoria, la devastada conciencia de otra ignominia que muchos preferían olvidar.

CAPÍTULO OCTAVO

1

El Kim se dispone a afrontar su destino.

Una vez dentro del Yellow Sky Club se desliza sin llamar la atención hasta un extremo de la barra y permanece un rato allí de pie, en la sombra, la espalda contra el dragón amarillo enroscado en la columna y muy cerca de la puerta azul que conduce a las habitaciones privadas de Omar. El local está muy animado y en la barra no hay sitio, ni él lo busca, prefiere que el barman no le vea. Observa a un camarero con su bandeja de bebidas dirigiéndose hacia la puerta azul, le ve empujarla con el codo y desaparecer escaleras arriba, y entonces se sitúa junto a la puerta y espera. Al otro lado de la convulsa pista de baile asaetada por luces rojas la orquesta termina de tocar Bésame mucho y seguidamente ataca Continental, y de repente, otra vez, en los meandros alegres de la melodía que un día ya lejano cobijó tanta ensoñación suya y de Anita, tantas expectativas de plenitud amorosa y de aventura, surge el recuerdo de otro cabaret, un baile-taxi situado en la Rambla de Cataluña y llamado precisamente Shanghai en la Barcelona invernal de 1938 bajo las bombas; allí, una noche que el Kim disfrutaba de permiso, a una gitana resalada y embustera que iba de mesa en mesa diciendo la buenaventura le compró un falso mantón de Manila para Anita y le cambió su flamante cazadora militar de cuero por un collar de cuentas de vidrio… que él había creído muy valioso.

Reaparece el camarero con la bandeja vacía y el Kim se cuela por la pequeña puerta y sube silenciosamente la escalera angosta y alfombrada, bajo una tenue luz malva. Le extraña no encontrar a nadie en su camino, que no haya vigilancia. Alcanza un rellano con dos puertas, una de ellas cerrada; la otra da paso a una austera salita violeta y más allá a una serie de pequeñas estancias decoradas en azul pálido y abarrotadas de grabados, xilografías, rollos y cuadros labrados en seda con tinta china y colores suaves, y libros amontonados sin orden, figuras de marfil y de jade, biombos y divanes… Oye no muy lejos un tintineo incesante, como el de los bolillos haciendo encaje que alegró los solitarios juegos de su niñez en el jardín de su abuela en Sabadell, pero más delicado y evanescente. Al final de su recorrido, ya con la mano entre las solapas de la americana y rozando con los dedos la culata de la Browning, llega a un salón en penumbra con un anexo escarlata protegido por una cortina de bambú en la que hay pintada la cabeza de un tigre enseñando las fauces. El Kim detecta el olor sosegado del opio y avanza ahora rasgando jirones de humo azulado suspendidos en el aire como gasas perfumadas, las tiras de bambú de la cortina se agitan suavemente por efecto de un ventilador y tintinean y la cabeza del tigre parece cobrar vida, avanzar hacia él con paso elástico y resuelto, hasta que, bruscamente, una mano crispada surge en medio de la cabeza del tigre y la parte en dos y detrás aparece Omar en quimono, descalzo y con el pelo revuelto y mirando al Kim con una mezcla de furor contenido y de relativa sorpresa.

Tras él, alguien se incorpora cautelosamente en medio de la penumbra rojiza de un nido de cojines de raso, sábanas revueltas y lentas espirales de humo, alguien que, antes de dejarse ver, el Kim ya sabe quién es: Chen Jing Fang.

2

No sé si lo estoy contando bien. Éstos son los hechos y ésta la fatalidad que los animó, los sentimientos y la atmósfera que nutrieron la aventura, pero el punto de vista y los pormenores, quién sabe. Tenía Forcat el don de hacernos ver lo que contaba, pero su historia no iba destinada a la mente, sino al corazón. Desde el primordial y seguramente apresurado testimonio recogido por él de labios del propio Kim y luego recreado para sí mismo quién sabe la de veces, primero en su amargo y solitario confinamiento de Toulouse y después aquí, en su cuarto de invitado o tal vez en la misma cama de la señora Anita, seleccionando episodios y perfilando detalles cada noche para poder regalarle a Susana día tras día su melancólica versión con tanto rigor geográfico y amorosa precisión de nombres, ambientes y emociones, lo cierto es que la azarosa intriga que llevó al Kim desde su refugio en el sur de Francia a esta cálida alcoba de Shanghai enardecida por el opio y la traición había hecho un viaje tan largo, fraudulento y accidentado, que era imposible que la imaginación no hubiese contagiado la memoria, confundiendo la peripecia vivida y la soñada.

Por eso, hoy como ayer, la palabra la tiene Forcat.

3

Me habló de su cólera al verlos juntos y de su intención de acabar con los dos amantes allí mismo, pero yo sé muy bien que exageraba, que se dejó llevar por un impulso irreflexivo: el Kim no es un asesino. Se propone dejar bien claro el porqué de sus actos, a qué ha venido y en nombre de quién, en memoria de qué afanes casi enterrados, solidario con qué sombras y fantasmas, y después obrar en consecuencia. Pero además, el porte tranquilo y la mirada del alemán, altanera y a la vez resignada, como si ya supiera que él vendría esta noche y le hubiera estado esperando, le aconsejan ser algo más que precavido. Chen Jing está detrás de Omar, todavía incorporándose; se ciñe al cuerpo un quimono con flores de loto y su boca ahora pálida se abre como una herida en la sombra, como si volviera a surgir de las páginas del libro.

– Muy bien -dice Omar con serena amargura-. Ahora ya puede usted informar a Lévy.

– Todavía no, Kruger. Antes…

– Yo no me llamo Kruger.

– Antes debo terminar un trabajo que empecé en la Francia ocupada en abril del cuarenta y tres. En Lyon concretamente.

Se desabrocha la americana y, con un gesto que no es más que el reflejo de otro, lleva su mano hasta el sobaco, pero no para empuñar la pistola. De todos modos, Omar cree entender:

– Un trabajo que consiste en matar.

– No hemos tenido otro en los últimos diez años -dice el Kim-. Como usted, coronel.

– ¿De qué coronel habla…? ¿A qué viene llamarme así? Chen Jing se interpone repentinamente entre los dos, arrimada a Omar y como queriendo protegerle con su cuerpo. Mira al Kim con ojos espantados y dice:

– ¿Qué se propone usted? ¿Quién es Kruger?

– Que se lo diga él -responde el Kim-. Vamos, coronel. Atrévase.

– No sé de qué me habla -dice Omar.

El Kim no aparta la mirada de Chen Jing:

– Pregúntele quién es, madame.

La joven china mira a Omar y vuelve a mirar al Kim:

– Se lo pregunto a usted, monsieur Franch. ¿Quién es Kruger?

El Kim intuye que algo no encaja; que tal vez es la hora de la traición, pero ¿de quién? Responde con voz monótona, sin la menor afectación:

– Es el hombre que torturó a su marido. Helmut Kruger, coronel de la Gestapo. Cometió atrocidades en un sótano de la Place Bellecour, en Lyon, donde tenía su cuartel general. Allí no pudo acabar con Michel y al parecer se ha propuesto hacerlo ahora…