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– Está usted loco -corta Omar-. ¿De dónde ha sacado semejante patraña?

Pero el Kim no le mira a él, sino a Chen Jing: aguarda su desmentido o su insulto, mientras su boca se pliega en un gesto reflexivo. Está tenso, pero quiere mantener la cabeza fría. Omar advierte esa precaria combinación de firmeza y recelo en la actitud del Kim, y escruta sus ojos antes de hablarle en su español con suave acento argentino:

– No tengo un pasado muy limpio, señor, si es eso lo que quiere saber; muy pocos lo tienen saliendo de una guerra. Pero le aseguro que no soy ese hombre que dice. Mi nombre es Hans Meiningen, nunca lo oculté y así consta en mi pasaporte argentino. Pero en Shanghai se me conoce por Omar. En el año cuarenta y tres yo era un soldado de la Wehrmacht y estaba en Varsovia, y no quiero contarle lo que el mando alemán nos obligaba a hacer allí… Fui trasladado a Casablanca con la escolta personal de un coronel, pero ya había visto lo suficiente y deserté. Soy un desertor, amigo, y nunca estuve en Francia. Viví dos años en Buenos Aires y después en Chile, antes de venir aquí. No soy el hombre que busca. Me confunde usted con otro, comete un grave error…

– Ningún error, amor mío -dice Chen Jing, y se aprieta contra él. Luego sus ojos implorantes buscan los del Kim-. Ya suponíamos que mi marido le envió a usted para vigilar mis pasos, pero no le di importancia… Ahora comprendo que su intención no era sólo ésa, que lo dominaba algo más que un ataque de celos, algo mucho más horrible… Michel le dijo a usted que Omar es aquel torturador odiado, y así justificaba su muerte. Pero Omar no es el coronel Kruger, monsieur, sólo es mi amante, y mi marido lo sabía muy bien cuando le pidió a usted que lo matara, diciéndole que era una amenaza para mí… Matar a Omar, no a Kruger, eso quería, a esa monstruosidad lo han llevado los celos. ¿Comprende ahora?

Llega desde abajo el eco apagado de la orquesta y la voz delgada y gangosa de la vocalista china. El Kim fija la sombría mirada en Chen Jing, sin un parpadeo, sin mover un músculo de la cara.

– Repita eso -dice-. Quiero oírlo otra vez, madame.

– Está bien claro -responde ella-. Omar es el objetivo, el que debe morir. Aquí no hay ningún coronel Kruger.

Sin poder apartar todavía los ojos del rostro demudado de Chen Jing, reconociendo en la serena firmeza de su voz el cariño y la entrega hacia el hombre que tiene a su lado y al que se arrima deseando protegerle, el Kim guarda silencio un rato y luego se gira despacio, parece buscar algo con los ojos, tal vez un cenicero, porque ha sacado la pitillera y enciende un cigarrillo. Su actitud es equívoca porque se muestra frío y parsimonioso, como si nada de lo que le han dicho tuviera que ver con él, cuando en realidad está secretamente animado por la violencia. Prueba a convocar de nuevo en su fuero interno el brillo de la desesperación en la mirada huidiza de Lévy durante su entrevista en aquella blanca e inmaculada habitación de la clínica Vautrin, intenta ponerle al camarada el antifaz de la traición, pero no ve más que a un inválido en una silla de ruedas atenazado por el dolor y el odio, acosado por la soledad y el miedo a morir.

– Y por la misma razón -prosigue Chen Jing-le pidió a usted que se apoderara discretamente de un libro que yo regalé al capitán Su Tzu al término de mis relaciones con él, antes de casarme… Sé que se hizo usted con el libro porque el capitán me lo ha contado. Hay en ese libro una muy especial dedicatoria a Su Tzu, y es más que amorosa, monsieur, es apasionada y muy atrevida -confiesa con cierta arrogancia la joven china-. Mi marido siempre quiso poseer el libro, era una idea que le torturaba… Todo esto es bastante triste y un poco ridículo, pero es así. Michel no sólo está enfermo del cuerpo, también lo está del espíritu. Yo sé que fue un patriota valeroso y un idealista, un hombre de honor en su país, y ha sido para mí, al principio de nuestro matrimonio, un marido atento y generoso, pero su quebranto físico, la postración y los celos, y sobre todo el recuerdo obsesivo para él de cierta infamia que sufrí en mi adolescencia, fueron envenenando su cerebro poco a poco… ¿Entiende, monsieur?

Omar la toma suavemente por los hombros y la obliga a sentarse y a que se calme. Luego el alemán se vuelve hacia el Kim y dice:

– Y tampoco se confunda usted con mis intenciones. He comprado una plantación de heveas en Malasia y pienso llevarme a Chen Jing conmigo. Nada nos retiene aquí, todo va a cambiar dentro de poco y ni ella ni yo queremos ver ese cambio. El Shanghai de mañana no es para nosotros.

Pero la mirada inquisitiva del Kim sigue fija en Chen Jing, y ella sostiene sin pestañear esa mirada. Luego él bruscamente le vuelve la espalda, mejor dicho, se revuelve hacia sí mismo interrogándose sobre una crédula sombra del pasado, el espectro de una lealtad llamado Kim Franch que le trajo hasta aquí desde muy lejos y de cuya maldita buena fe ahora reniega. Así pues, el hombre que él admiró y respetó lo ha estado utilizando con fines criminales y en provecho propio para enmascarar un problema emocional y doméstico; en el fondo, una puñetera simpleza: curarse de un ataque de cuernos. No sabe si echarse a reír o a llorar. Lo que más le duele es que Lévy, perdida la razón o no, lo haya hecho al amparo de aquel ideal que les unió solidariamente en la lucha por la libertad y la justicia, aquel sueño que había acompañado al Kim durante toda su vida llenando de sentido cualquiera de sus actos, y que le había llevado hasta Shanghai comprometiendo temerariamente su futuro y arriesgando su vida, para dejarle finalmente tirado en el umbral de una burda patraña frente a dos amantes nada convencionales, decididos y expectantes, aturdidos los tres por la rabiosa estratagema de Lévy… Gingiol

Una vez más, muchachos, parémonos aquí un instante, junto al Kim, y fijémonos en su estilo ante la adversidad, observemos su escueta y severa gestualidad frente a la derrota, su desencantada manera de volverle la espalda a los espejismos de la vida y a las zancadillas del ideal. No dejará entrever ninguna sorpresa, no asomará a sus ojos ninguna señal acusando el golpe, ningún resentimiento ni amargura, salvo el antiguo desacuerdo consigo mismo que ya llevaba enroscado dentro de su pecho al venir aquí, una tensión moral entre el corazón y la mente de la que nunca pudo librarse, ni siquiera en los fogosos años que templaron sus ilusiones y su solidaridad, cuando más contagiosa era la esperanza en el mañana y más seguro se mostraba él de luchar por una causa más justa, cuando aún estaba lejos la misión en Shanghai y ni siquiera había nacido el alacrán de la venganza con su aguijón de fuego. Ahora, convencido de que ya las palabras sobran, las suyas sobre todo, con el dedo índice eleva un poco el ala del sombrero sobre su frente, como librándose de algún simulacro impersonal, luego se inclina reflexivamente sobre el cenicero en la mesita laqueada, aplasta el cigarrillo con meticulosa pulcritud, mira a la pareja de enamorados con una sonrisa ligeramente descreída, no dedicada a ellos, sino seguramente a sí mismo, y dando media vuelta se va por donde ha venido.

La noche aún le reserva otra sorpresa. Cuarenta minutos después, cuando entre en el salón iluminado y desierto del hogar de Chen Jing, sonará el teléfono. La llamada será de la clínica Vautrin en las afueras de París, donde ahora son las siete de la tarde, y el mensaje muy escueto: «Lamentamos comunicarle que monsieur Lévy ha fallecido en el quirófano en el transcurso de una delicada operación…».

Pero mientras se adentra en la noche sofocante por Kiukiang Road de vuelta a casa, el Kim aún no lo sabe y su pensamiento está muy lejos de París y del trance de su maquiavélico amigo. Desemboca sin prisas en el paseo del Bund y se para a mirar el lento y silencioso fluir del Huang-p’u acodado en el pretil sobre los muelles sombríos. No alcanza a ver lo que está mirando, si es que mira algo. No ve allí mismo, ante sus narices, el torbellino abriéndose como un ojo insomne en medio de las sucias aguas dormidas, una pequeña espiral causada por alguna corriente profunda y violenta del río, y que se traga vertiginosamente todo cuanto flota a la deriva a su alrededor. De un modo confuso, el Kim siente que ya no hay tiempo para casi nada, salvo quizás para volver a casa… Pero ¿qué casa? ¿Cuál es mi casa, dónde está mi casa? Desde el embarcadero llega un persistente y cansino chapoteo y un aroma dulzón de residuos aceitosos y de flores pútridas, de afanes del día desvanecidos. Risueñas culebras de luz se deslizan por la superficie del río y se reflejan ondulantes en los costados grasientos de los buques, mientras aguas abajo, llevados por la corriente imperceptible y fangosa, desfilan ante el Kim uno tras otro los rostros de los compañeros muertos o desaparecidos en la vorágine sangrienta de diez años, primero en las trincheras y en las cárceles de la retaguardia y luego en las filas de la resistencia o exterminados en Mauthausen o en Buchenwald, y vuelve a leer sus nombres en la lápida sumergida del recuerdo y vuelve a sentir en la sangre aquel vértigo de promesas que un día no muy lejano la vida les susurró a todos ellos, y que ya no se iban a cumplir. Grave silencio de ahogados sube desde el río y él prueba solidariamente por última vez a mirarse en las aguas turbias, a mezclarse con ellos y ahogarse también y desaparecer, pero no siente nada. Durante todo su frenético exilio el Kim se contempló en el espejo del pasado de una manera cómplice, hasta que un buen día decidió romper ese espejo y mirarse en el del futuro juntamente contigo, tu madre y un par de canciones siempre en el recuerdo, ya ves qué poca cosa, qué ligero se le quedó el equipaje de la esperanza; pero ahora piensa que tal vez ya es demasiado tarde…