¿Qué nueva derrota era esa, y cómo no acertó a prevenirla? Y vuelve a hundir la mirada en el río del tiempo y se pregunta ¿dónde nos equivocamos? ¿Cuándo se torció el camino, dónde extraviamos la utopía? ¿Por qué tanta fe y tanto vigor moral se trocaron en egoísmo y superchería?
Entonces empieza a llover con fuerza sobre los muelles y la frondosa arboleda del Bund exhala un intenso aroma que se mezcla con el hedor del Huang-p’u. Antes de proseguir su camino, el Kim se lleva la mano al corazón y a la pistola en la sobaquera, quién sabe si con intención de arrojar ambas cosas a las oscuras aguas del río, aunque yo juraría que sólo desea deshacerse de la pistola, así que tranquilízate, niña, que no acaba aquí la historia, bromeó Forcat guiñándole el ojo estrábico a Susana y cogiendo amorosamente su mano…
CAPÍTULO NOVENO
1
Viniendo de la calle o del jardín, o tal vez de más cerca, quién sabe si del corazón mismo de la primavera que Susana ya vislumbraba en sus sueños, o quizás del vendaval de la aventura que aún nos tenía atrapados en la ciudad remota y fantástica, lo cierto es que un repentino olor a tierra mojada penetró en la galería, y entonces Forcat calló. Era al atardecer de un miércoles, último día de agosto, y era extraño ese olor porque no había llovido ni la señora Anita había empezado aún a regar el jardín; andaba atareada en la cocina cuando llamaron al timbre de la puerta.
No habíamos visto a nadie cruzar la verja del jardín porque las persianas estaban echadas. Desde la puerta de entrada llegó la voz de un hombre hablando con la señora Anita, y al oírla, Forcat se demudó visiblemente, soltó la mano de Susana y se levantó del borde del lecho para ir a sentarse a la mesa camilla, donde se quedó muy quieto mirando con fijeza mi dibujo ya casi terminado. Yo estaba sentado al otro lado de la cama y también me levanté, aunque no sabría decir qué me impulsó a ello.
– Aquí hay un hombre que al parecer te conoce -anunció la señora Anita desde el comedor, precediendo al visitante. Forcat no alzó la vista del dibujo, mostraba en su quietud ensimismada un singular empeño, y ella añadió con cierta cautela en la voz-: Dice que se llama Luis Deniso y que viene de Francia…
Aún no había entrado en la galería cuando ya Forcat inclinaba la cabeza y ponía muy lentamente las manos sobre la mesa camilla tapando con ellas mi dibujo, como si ahora quisiera sujetarlo ante una inminente ráfaga de viento, protegerlo de la lluvia o tal vez ocultarlo a la mirada del intruso, preservarlo del odio y la desesperación que lo traían aquí y que él ya había percibido nada más oír su voz.
– Hola, Forcat. -La mano izquierda en el bolsillo de la americana, moviéndose con una soltura estudiada, el lugarteniente del Kim en Toulouse se acercó y palmeó su espalda. Seguidamente saludó a Susana y se interesó amablemente por su salud, pellizcó su barbilla y le dijo que era muy guapa y que ya lo sabía por su padre. Susana se daba aire con el abanico de seda y miraba con descaro y curiosidad al recién llegado, que apenas reparó en mi presencia. Un amigo de mi hija, dijo la señora Anita, que había empezado a enrollar las persianas apresuradamente y algo nerviosa. El último sol de agosto se remansaba en el jardín.
Lo primero que me llamó la atención del Denis fue que no sonreía con los labios, sino con los ojos; tenían sus ojos un fulgor turbio, enfermizo, y establecían de algún modo una relación solapada y fuertemente sensual con la boca dolorida y grande, bien dibujada. Supongo que esos detalles de su persona, los más cálidos de una apostura fría y distante a la que Susana tampoco había de mostrarse indiferente, no llegué a captarlos totalmente aquel día, sino más adelante, cuando el drama íntimo que lo trajo a la torre ya era del dominio público; eran los ojos y la boca de un hombre poseído por una obsesión, una fiebre que lo consumía. Desde que Forcat nos habló de él a Susana y a mí, haciéndonos ver tan vivamente su elegante cojera y sus maneras distinguidas al despedirse del Kim en Toulouse, después de engrasarle la pistola y desearle buena suerte, el apuesto personaje y su apodo habían permanecido en nuestra conciencia ejerciendo una extraña fascinación.
Llevaba un traje azul marino de americana cruzada y corbata verde oscuro que imitaba la piel de serpiente, y era más joven de lo que me había figurado, o tal vez lo parecía, guapo, ojeroso, esbelto y de una elegancia tocada por la premura de gustar, afectada y jovial.
Forcat mantenía su extraño silencio y el Denis reparó en su quimono chino de amplias mangas estampado con flores rojas.
– Vaya con el pintamonas de la Barceloneta -dijo-. Cómo has prosperado. Me dijeron que estabas aquí, gorroneando como siempre, pero no te suponía tan bien instalado y con tales refinamientos.
– ¿Y tú…? -se interrumpió Forcat sin mirarle, la voz enredada en una flema. Carraspeó, y después de una pausa, como si hubiese decidido súbitamente hablar de otra cosa, añadió -: ¿Cuándo has llegado?
– Hace un par de semanas. -Con ambas manos en los bolsillos del pantalón, el Denis apoyó la espalda contra la vidriera y buscó la mirada de la señora Anita, que se había sentado en el borde de la cama, pero lo que añadió parecía dirigido a Forcat -: ¿Te sorprende…? -Esperó unos segundos y luego añadió: -Bueno, vamos a lo que importa. ¿Qué se sabe del cabronazo del Kim? ¿Habéis tenido noticias, tú o la familia?
La señora Anita y su hija miraron a Forcat esperando una respuesta, o por lo menos un signo de extrañeza. Pero Forcat no reaccionó, y entonces Susana clavó sus ojos brillantes en el Denis, tiró el abanico sobre la cama, abrazó el gato de felpa contra su pecho y dijo con su voz más rencorosa:
– ¿Por qué habla así de mi padre? ¿No sabe que está muy lejos…?
– Ya. Muy lejos. Pero dónde.
Antes de responder, Susana lo miró con recelo, fijamente:
– Está en Shanghai.
– ¿De veras? -el Denis simuló sorprenderse y abrió los ojos desmesuradamente-. ¡Coño, sí que está lejos! ¡Vaya si lo está! ¿Y por qué no en Pekín, o en Bagdad, o en la Conchinchina? ¿Quién te ha contado ese cuento, preciosa? -Volvió a considerar irónicamente el silencio de Forcat y luego miró a la madre de Susana-. ¿Usted qué dice, señora? ¿También usted cree que este hijo de puta ha ido a esconderse tan lejos? La verdad, yo juraría que Carmen… -En este punto se le quebró la voz y eso pareció contrariarle, perdió seguridad y meneó la cabeza y carraspeó con una energía innecesaria-. Bueno, ella apenas sabe leer y escribir y creo que no sabría señalar eso en el mapa, pero que está muy lejos sí lo sabe, al otro lado del mundo, y me consta que no le gustaría vivir tan lejos… No, esto debe ser una broma. ¿Tú qué opinas, Forcat, mosquita muerta? ¿O prefieres hacerte el longuis? Este sí que es un tipo raro -añadió recuperando su aplomo y buscando otra vez los ojos expectantes y temerosos de la señora Anita-. Ahí donde le ve, sabe griego y latín… ¡Lo que sabe el tío ése!
La señora Anita miraba al Denis con espanto.
– ¿De qué está hablando? -dijo con una voz que no era la suya-. ¿A qué ha venido usted a mi casa?
El Denis enarcó las cejas y esbozó media sonrisa:
– Entonces es verdad -dijo-. Usted aún no sabe nada.
– ¿Qué es lo que debo saber?
– Pregunte a Forcat. Él le dirá por qué estoy aquí, qué vientos y qué demonios me han traído.
Forcat no reaccionó y el Denis lo expuso fríamente y sin la menor acritud, con una voz inanimada que ya se había acoplado a la fatalidad: venía para saber del Kim, por si en esta santa casa se tenían o se esperaban noticias suyas, por si su esposa creía, no ya que pudiera volver a su lado algún día, que si eso fue siempre poco probable, ahora era ciertamente imposible, pero sí por lo menos acordarse de su hija y venir a verla, o tal vez escribir para saber de ella; por si Forcat o alguien conocía su paradero en alguna parte de Cataluña o quizá en algún pueblo perdido del sur de Francia, según él suponía, en algún maldito escondrijo que compartía con Carmen y su hijo desde hacía casi dos años… Hablaba con voz pausada y mirando a Forcat, pero sus palabras y su íntimo resentimiento iban dirigidos a la señora Anita y a su hija: que no sabía cómo ni dónde empezó el engaño, la deslealtad y la mala fe de su mejor amigo, pero que se había vuelto loco imaginándolo mil veces durante mil interminables noches. Que debió ser cuando el último viaje del Kim llevando dinero para ella y para sus padres, «dinero que éstos nunca recibieron, supongo que eso tampoco lo sabías», añadió escrutando a Forcat, pero que él creía que todo empezó mucho antes puesto que el Kim dormía siempre en su casa de Horta cuando viajaba clandestinamente a Barcelona, y Carmen vivía allí y le daba de comer y le hacía la cama… ¿Desde cuándo se entendían, o se querían, desde la primera vez que ella lo acogió? ¿Quién dio el primer paso, cuál de los dos propició la ocasión y alentó ese arrebato amoroso que les trastornó y se los llevó Dios sabe dónde? ¿La buscó él, la sedujo con el sombrío desencanto que lo animaba por aquellos días, o fue ella, tan necesitada de cariño y de calor siquiera por una noche…? ¿O se enamoraron de verdad y sin remedio, sin quererlo ninguno de los dos y sufriendo por esa afrenta al compañero…? Pero qué mierda importaba ya eso. Después de la detención de Nualart, de Betancort y de Camps, quién sabe si denunciados por él mismo, ¿o tampoco sabías eso?, pues esa misma noche hicieron precipitadamente la maleta y cruzaron la frontera con el niño, tal como yo le había pedido al Kim y esperaba y deseaba, pero nunca llegaron a Toulouse, nunca volví a verles…